Por: Pedro Medellín No le ha ido bien al gobierno Santos con el proyecto de reforma de la justicia que presentó al Congreso hace unas semanas. No sólo porque está dejando ver que se trata de una iniciativa que, conceptual y políticamente, tiene más debilidades que fortalezas, sino también porque está abriendo focos de tensión […]
Por: Pedro Medellín
No le ha ido bien al gobierno Santos con el proyecto de reforma de la justicia que presentó al Congreso hace unas semanas. No sólo porque está dejando ver que se trata de una iniciativa que, conceptual y políticamente, tiene más debilidades que fortalezas, sino también porque está abriendo focos de tensión que no necesitaba.
Más se ha tardado el Gobierno en presentar su propuesta de reforma, que los actores políticos e institucionales en reaccionar duramente contra ella. Unos buscando sacar provecho para cobrar viejas cuentas. Otros, tratando de hacer valer sus prerrogativas.
Pese a que el proyecto comprende cambios tan taquilleros como la abolición del Consejo Superior de la Judicatura, el establecimiento de la segunda instancia para el juzgamiento de los congresistas y el paso de las investigaciones a la Fiscalía, entre otras, en el conjunto de la reforma el Gobierno no ha dejado ver claramente cuál es su intención. Al mismo tiempo que les ofrece un tranquilizante a los políticos preocupados por los “excesos de las Cortes”, también plantea como antídoto para la congestión judicial la entrega de funciones de esa rama a notarios y abogados para la resolución de pequeñas causas.
Sin considerar los problemas que este tipo de propuestas tienen sobre la naturaleza de la función judicial, todo lleva a preguntarse si el Gobierno tiene claro el sentido y el contenido de la reforma. Esto es, si se trata de un cambio que busca resolver los problemas de “politización” que -como argumentan- surgen de la estructura de poder en que hoy está apoyada la rama judicial o, si por el contrario, se trata de una transformación que apunta a resolver los problemas de funcionamiento del aparato judicial del país.
Si se trata de un cambio en la estructura de poder, estamos ante la necesidad de modificar los parámetros que sostienen el equilibrio de poderes en el país y en las porciones de dominio que hoy tiene la rama judicial, tanto en sus ámbitos de competencia en el juzgamiento de las conductas ilegales, como en los procesos de selección y nombramiento de los altos poderes públicos. Pero si se trata de un problema en el funcionamiento de la justicia, entonces estamos ante una situación muy distinta, que es la urgente necesidad de descongestionarla.
Está bien atacar los inconvenientes en ambos frentes. Pero la naturaleza de ellos exige para su solución tratamientos distintos. Una misma reforma, por virtuosa que sea, no va a poder tener resultados en uno y otro lado. La razón es simple: las transformaciones en las estructuras de poder exigen procesos de deliberación y argumentación muy diferentes a los que requiere una reforma a los problemas de funcionamiento de la justicia. Unos hacen referencia a cambios en la estructura misma del Estado y los otros lo hacen a la revisión de los procesos y la asignación de los recursos.
En este escenario, el Gobierno enfrenta un doble riesgo. Por una parte, que la reforma se convierta en una lucha de poderes. No son pocos los congresistas que quieren usar la reforma como un medio para cobrar que los jueces “se hayan ensañado contra el Congreso”. Ya algunos de sus voceros han anunciado que “el Congreso se va a dar la pela para reformar la justicia a fondo”. Y ese anuncio no es superfluo. Y por otra, que puesto en un campo distinto, el esfuerzo por descongestionar la justicia termine como un cambio inocuo de los que se han hecho en los últimos años a los códigos penales y de procedimiento penal, casi una por año, sin contar con las otras reformas de los demás códigos.
El Ministro haría bien en recoger el proyecto. No sólo porque le va a permitir al Gobierno un segundo aire en la discusión pública de una reforma que hoy tiene más costos que beneficios, sino porque también va a posibilitar que se le imprima mayor coherencia a la propuesta y le confiera un margen que le asegure al Ministro una mejor calidad en las políticas de justicia.
Por: Pedro Medellín No le ha ido bien al gobierno Santos con el proyecto de reforma de la justicia que presentó al Congreso hace unas semanas. No sólo porque está dejando ver que se trata de una iniciativa que, conceptual y políticamente, tiene más debilidades que fortalezas, sino también porque está abriendo focos de tensión […]
Por: Pedro Medellín
No le ha ido bien al gobierno Santos con el proyecto de reforma de la justicia que presentó al Congreso hace unas semanas. No sólo porque está dejando ver que se trata de una iniciativa que, conceptual y políticamente, tiene más debilidades que fortalezas, sino también porque está abriendo focos de tensión que no necesitaba.
Más se ha tardado el Gobierno en presentar su propuesta de reforma, que los actores políticos e institucionales en reaccionar duramente contra ella. Unos buscando sacar provecho para cobrar viejas cuentas. Otros, tratando de hacer valer sus prerrogativas.
Pese a que el proyecto comprende cambios tan taquilleros como la abolición del Consejo Superior de la Judicatura, el establecimiento de la segunda instancia para el juzgamiento de los congresistas y el paso de las investigaciones a la Fiscalía, entre otras, en el conjunto de la reforma el Gobierno no ha dejado ver claramente cuál es su intención. Al mismo tiempo que les ofrece un tranquilizante a los políticos preocupados por los “excesos de las Cortes”, también plantea como antídoto para la congestión judicial la entrega de funciones de esa rama a notarios y abogados para la resolución de pequeñas causas.
Sin considerar los problemas que este tipo de propuestas tienen sobre la naturaleza de la función judicial, todo lleva a preguntarse si el Gobierno tiene claro el sentido y el contenido de la reforma. Esto es, si se trata de un cambio que busca resolver los problemas de “politización” que -como argumentan- surgen de la estructura de poder en que hoy está apoyada la rama judicial o, si por el contrario, se trata de una transformación que apunta a resolver los problemas de funcionamiento del aparato judicial del país.
Si se trata de un cambio en la estructura de poder, estamos ante la necesidad de modificar los parámetros que sostienen el equilibrio de poderes en el país y en las porciones de dominio que hoy tiene la rama judicial, tanto en sus ámbitos de competencia en el juzgamiento de las conductas ilegales, como en los procesos de selección y nombramiento de los altos poderes públicos. Pero si se trata de un problema en el funcionamiento de la justicia, entonces estamos ante una situación muy distinta, que es la urgente necesidad de descongestionarla.
Está bien atacar los inconvenientes en ambos frentes. Pero la naturaleza de ellos exige para su solución tratamientos distintos. Una misma reforma, por virtuosa que sea, no va a poder tener resultados en uno y otro lado. La razón es simple: las transformaciones en las estructuras de poder exigen procesos de deliberación y argumentación muy diferentes a los que requiere una reforma a los problemas de funcionamiento de la justicia. Unos hacen referencia a cambios en la estructura misma del Estado y los otros lo hacen a la revisión de los procesos y la asignación de los recursos.
En este escenario, el Gobierno enfrenta un doble riesgo. Por una parte, que la reforma se convierta en una lucha de poderes. No son pocos los congresistas que quieren usar la reforma como un medio para cobrar que los jueces “se hayan ensañado contra el Congreso”. Ya algunos de sus voceros han anunciado que “el Congreso se va a dar la pela para reformar la justicia a fondo”. Y ese anuncio no es superfluo. Y por otra, que puesto en un campo distinto, el esfuerzo por descongestionar la justicia termine como un cambio inocuo de los que se han hecho en los últimos años a los códigos penales y de procedimiento penal, casi una por año, sin contar con las otras reformas de los demás códigos.
El Ministro haría bien en recoger el proyecto. No sólo porque le va a permitir al Gobierno un segundo aire en la discusión pública de una reforma que hoy tiene más costos que beneficios, sino porque también va a posibilitar que se le imprima mayor coherencia a la propuesta y le confiera un margen que le asegure al Ministro una mejor calidad en las políticas de justicia.