Por: ANTONIO HERNANDEZ GAMARRA1 Un cambio notorio sucedido en la sociedad colombiana en los últimos años – aunque imperceptible para el grueso de la opinión – es el escaso debate público que hoy se da sobre la inflación. Notable especialmente para quienes llegamos a la vida laboral a mediados de los años 60 y durante […]
Por: ANTONIO HERNANDEZ GAMARRA1
Un cambio notorio sucedido en la sociedad colombiana en los últimos años – aunque imperceptible para el grueso de la opinión – es el escaso debate público que hoy se da sobre la inflación. Notable especialmente para quienes llegamos a la vida laboral a mediados de los años 60 y durante 35 años tuvimos que convivir con tasas de inflación sistemáticamente cercanas, en promedio, al 25% anual.
Ese hecho económico marcaba ritualmente el inicio de cada año con anécdotas, titulares, crónicas y editoriales sobre la “cascada de alzas” y la “dura cuesta de enero”. Y esa preocupación estaba más que justificada puesto que si bien el aumento salarial, mal que bien, compensaba el alza en la inflación, no era menos cierto que una tercera parte de esa compensación se perdía antes de abril, dada la pronunciada estacionalidad de los incrementos de precios entre enero y marzo.
El ritual desapareció de los medios de comunicación – y del imaginario público – cuando a partir de 2001 la inflación descendió sistemáticamente por debajo del 5% anual, y sólo resurgió al inicio de este año con ocasión del alza imprevista del Índice de Precios al Consumidor (IPC), debido a los efectos que el fenómeno climático de 2010 tuvo especialmente sobre el precio de los alimentos.
El hecho ha llevado a algunos analistas a prender las alarmas sobre la importancia de no dejar avanzar el fenómeno y a proponer restricciones a la política monetaria, mediante un alza en las tasas de interés de la economía, empezando por las que utiliza el Banco de la República para suministrarle recursos al sistema financiero.
Esa recomendación debería tomarse con pinzas. Todo quien ha estudiado la teoría de la inflación sabe que el IPC es un indicador muy precario de la “verdadera” inflación. Ello es así porque ese índice mide el costo de una canasta seleccionada de bienes y servicios, cuyo valor puede verse afectado por multitud de fenómenos como el derrumbe de una vía, alzas en los bienes importados, un paro de transporte, una plaga que afecte la oferta de ciertos alimentos e infinidad de etcéteras.
En muchas ocasiones esos cambios de precios son transitorios y se revierten al cabo de un tiempo porque no están asociados a excesos de demanda agregada que es lo que en últimas produce el alza permanente de los precios, o sea la inflación. Por ese hecho los técnicos miden la inflación a partir del IPC, pero despojando al índice de los efectos transitorios que producen cambios en los precios relativos de los bienes pero no en la inflación, como se dice en la jerga profesional.
A primera vista el fenómeno climático de fin del año pasado producirá efectos alcistas en los precios de algunos bienes, que seguramente se revertirán pasado algún tiempo. Por ello sin tener información adicional sobre cómo evoluciona la “verdadera” inflación no es buena idea guiarse por el IPC para proponer alzas en las tasas de interés.
Máxime cuando la economía colombiana está lejos de alcanzar su capacidad plena de producción, a menos que se piense que el 4.5% de crecimiento anual del PIB es el máximo potencial que podemos esperar del aparato productivo nacional.
La desaparición de David Sánchez Juliao es sensible pérdida para la cultura nacional, y en especial para la de todo el Caribe que él cultivó con tanta destreza y donaire.
Por: ANTONIO HERNANDEZ GAMARRA1 Un cambio notorio sucedido en la sociedad colombiana en los últimos años – aunque imperceptible para el grueso de la opinión – es el escaso debate público que hoy se da sobre la inflación. Notable especialmente para quienes llegamos a la vida laboral a mediados de los años 60 y durante […]
Por: ANTONIO HERNANDEZ GAMARRA1
Un cambio notorio sucedido en la sociedad colombiana en los últimos años – aunque imperceptible para el grueso de la opinión – es el escaso debate público que hoy se da sobre la inflación. Notable especialmente para quienes llegamos a la vida laboral a mediados de los años 60 y durante 35 años tuvimos que convivir con tasas de inflación sistemáticamente cercanas, en promedio, al 25% anual.
Ese hecho económico marcaba ritualmente el inicio de cada año con anécdotas, titulares, crónicas y editoriales sobre la “cascada de alzas” y la “dura cuesta de enero”. Y esa preocupación estaba más que justificada puesto que si bien el aumento salarial, mal que bien, compensaba el alza en la inflación, no era menos cierto que una tercera parte de esa compensación se perdía antes de abril, dada la pronunciada estacionalidad de los incrementos de precios entre enero y marzo.
El ritual desapareció de los medios de comunicación – y del imaginario público – cuando a partir de 2001 la inflación descendió sistemáticamente por debajo del 5% anual, y sólo resurgió al inicio de este año con ocasión del alza imprevista del Índice de Precios al Consumidor (IPC), debido a los efectos que el fenómeno climático de 2010 tuvo especialmente sobre el precio de los alimentos.
El hecho ha llevado a algunos analistas a prender las alarmas sobre la importancia de no dejar avanzar el fenómeno y a proponer restricciones a la política monetaria, mediante un alza en las tasas de interés de la economía, empezando por las que utiliza el Banco de la República para suministrarle recursos al sistema financiero.
Esa recomendación debería tomarse con pinzas. Todo quien ha estudiado la teoría de la inflación sabe que el IPC es un indicador muy precario de la “verdadera” inflación. Ello es así porque ese índice mide el costo de una canasta seleccionada de bienes y servicios, cuyo valor puede verse afectado por multitud de fenómenos como el derrumbe de una vía, alzas en los bienes importados, un paro de transporte, una plaga que afecte la oferta de ciertos alimentos e infinidad de etcéteras.
En muchas ocasiones esos cambios de precios son transitorios y se revierten al cabo de un tiempo porque no están asociados a excesos de demanda agregada que es lo que en últimas produce el alza permanente de los precios, o sea la inflación. Por ese hecho los técnicos miden la inflación a partir del IPC, pero despojando al índice de los efectos transitorios que producen cambios en los precios relativos de los bienes pero no en la inflación, como se dice en la jerga profesional.
A primera vista el fenómeno climático de fin del año pasado producirá efectos alcistas en los precios de algunos bienes, que seguramente se revertirán pasado algún tiempo. Por ello sin tener información adicional sobre cómo evoluciona la “verdadera” inflación no es buena idea guiarse por el IPC para proponer alzas en las tasas de interés.
Máxime cuando la economía colombiana está lejos de alcanzar su capacidad plena de producción, a menos que se piense que el 4.5% de crecimiento anual del PIB es el máximo potencial que podemos esperar del aparato productivo nacional.
La desaparición de David Sánchez Juliao es sensible pérdida para la cultura nacional, y en especial para la de todo el Caribe que él cultivó con tanta destreza y donaire.