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Columnista - 17 diciembre, 2017

De regreso a la infancia

El último texto que le escuché leer en público al gran Héctor Rojas Herazo fue sobre su infancia. En él describía mediante anécdotas y en su lenguaje poético el convencimiento que tenía los últimos años de su vida, sobre la niñez como el gran momento de la vida, como el momento no solo del mayor […]

El último texto que le escuché leer en público al gran Héctor Rojas Herazo fue sobre su infancia. En él describía mediante anécdotas y en su lenguaje poético el convencimiento que tenía los últimos años de su vida, sobre la niñez como el gran momento de la vida, como el momento no solo del mayor significado, sino también del mejor. Decía, además, que ahora que ya era un hombre viejo los recuerdos sobre esos primeros años y los sucesivos, hasta convertirse en muchacho, eran los de mayor recurrencia para su memoria. La lectura fue como esa especie de actos definitivos a los que tiene uno la suerte de asistir casi que por destino. No se trata de cuantas veces hayamos visto a alguien, o a cuantos grandes personajes hayamos tenido la fortuna de conocer y conversar con ellos, se trata quizás, de la empatía con que se recibe la palabra perfecta que quedará para siempre.

Pues bien, ese momento mágico se instaló desde entonces en mi memoria y supe ahí, como ahora, que la niñez es la semilla y también el retorno. Solo por ella somos quienes somos. Hoy que escribo esta columna es quince de diciembre y aunque la brisa de Bogotá en nada se le parece a la vallenata, la uso de pretexto todos los días para instalarme en Valledupar a recrear la felicidad que siempre representó la navidad.

Cuando se terminaban las clases, a mediados de noviembre, empezaba la brisa y de repente todo el ambiente cambiaba. El calor cedía de manera definitiva. Los días se tornaban entonces frescos y ciertamente hiperbólicos en bienestar. Como una bonne table, todo estaba servido exquisitamente para ser disfrutado sin ganas de ningún final. A esto había que sumarle la música que Valledupar adquiría como si fuera su fondo: la del insuperable Diomedes Díaz. Instalado cada año con su nuevo disco, las calles se inundaban de su voz casi al unísono. Ese recuerdo, que hoy es memoria, no tiene tacha, es intacto. ¿Acaso hay alguna canción que se escuche más en diciembre en Valledupar que “Mensaje de navidad”? Todos volvemos a ella como a la infancia desde cualquier lugar que estemos.

Volvemos también a las fiestas de la familia, a las atenciones que nos hacían rodar de casa en casa sin descanso en medio de cenas, de almuerzos, de paseos a fincas, de interminables conversaciones y sobre todo de innumerables abrazos. Todos esos recuerdos se agolpan ahora en la memoria y vienen de la infancia, que tiene la bondad de sostenernos para siempre y de darle una bofetada a la adversidad cuando ésta cree que puede echar a perder el juego del que venimos.

Columnista
17 diciembre, 2017

De regreso a la infancia

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
María Angélica Pumarejo

El último texto que le escuché leer en público al gran Héctor Rojas Herazo fue sobre su infancia. En él describía mediante anécdotas y en su lenguaje poético el convencimiento que tenía los últimos años de su vida, sobre la niñez como el gran momento de la vida, como el momento no solo del mayor […]


El último texto que le escuché leer en público al gran Héctor Rojas Herazo fue sobre su infancia. En él describía mediante anécdotas y en su lenguaje poético el convencimiento que tenía los últimos años de su vida, sobre la niñez como el gran momento de la vida, como el momento no solo del mayor significado, sino también del mejor. Decía, además, que ahora que ya era un hombre viejo los recuerdos sobre esos primeros años y los sucesivos, hasta convertirse en muchacho, eran los de mayor recurrencia para su memoria. La lectura fue como esa especie de actos definitivos a los que tiene uno la suerte de asistir casi que por destino. No se trata de cuantas veces hayamos visto a alguien, o a cuantos grandes personajes hayamos tenido la fortuna de conocer y conversar con ellos, se trata quizás, de la empatía con que se recibe la palabra perfecta que quedará para siempre.

Pues bien, ese momento mágico se instaló desde entonces en mi memoria y supe ahí, como ahora, que la niñez es la semilla y también el retorno. Solo por ella somos quienes somos. Hoy que escribo esta columna es quince de diciembre y aunque la brisa de Bogotá en nada se le parece a la vallenata, la uso de pretexto todos los días para instalarme en Valledupar a recrear la felicidad que siempre representó la navidad.

Cuando se terminaban las clases, a mediados de noviembre, empezaba la brisa y de repente todo el ambiente cambiaba. El calor cedía de manera definitiva. Los días se tornaban entonces frescos y ciertamente hiperbólicos en bienestar. Como una bonne table, todo estaba servido exquisitamente para ser disfrutado sin ganas de ningún final. A esto había que sumarle la música que Valledupar adquiría como si fuera su fondo: la del insuperable Diomedes Díaz. Instalado cada año con su nuevo disco, las calles se inundaban de su voz casi al unísono. Ese recuerdo, que hoy es memoria, no tiene tacha, es intacto. ¿Acaso hay alguna canción que se escuche más en diciembre en Valledupar que “Mensaje de navidad”? Todos volvemos a ella como a la infancia desde cualquier lugar que estemos.

Volvemos también a las fiestas de la familia, a las atenciones que nos hacían rodar de casa en casa sin descanso en medio de cenas, de almuerzos, de paseos a fincas, de interminables conversaciones y sobre todo de innumerables abrazos. Todos esos recuerdos se agolpan ahora en la memoria y vienen de la infancia, que tiene la bondad de sostenernos para siempre y de darle una bofetada a la adversidad cuando ésta cree que puede echar a perder el juego del que venimos.