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Columnista - 20 diciembre, 2017

El poder de la mujer

Su rostro endurecido por el sufrimiento de los años y su piel curtida por el sol narran una historia de trabajos y fatigas. Sus ojos negros dejan entrever el carácter de un alma sensible moldeada por el amor a su terruño que le impulsó a tomar, de una vez y para siempre, una decisión irrevocable, […]

Su rostro endurecido por el sufrimiento de los años y su piel curtida por el sol narran una historia de trabajos y fatigas. Sus ojos negros dejan entrever el carácter de un alma sensible moldeada por el amor a su terruño que le impulsó a tomar, de una vez y para siempre, una decisión irrevocable, absoluta y problemática: la aspiración de asumir una tarea que, para muchos y en pleno siglo XXI, es exclusivamente masculina: la tarea de tomar las riendas de su pueblo.

Mary Luz Arias es descendiente de la etnia kankuama y es la primera mujer en aspirar al cargo de Cabildo Menor de Atánquez. A ella poco le importan las críticas y los señalamientos, las injurias y las calumnias, las burlas y el desdén que puede acarrear su actitud rebelde, aunque eso signifique perder de manera injusta lo más preciado que un ser humano puede tener y que es, a la vez, lo más frágil y sublime: la propia humanidad.

No es la primera vez que corre el riesgo. Lo corrió en la época de la violencia, ante el vértigo de llevar el apellido de los condenados a muerte. Ahora, quiere asumir el reto de liderar una sociedad donde los hombres tienen la última palabra. Lo asume con dignidad y sin ruborizarse, con el ímpetu de su sangre indígena y siguiendo la senda de las mujeres que levantaron la voz, sentaron un precedente y lograron ser tenidas en cuenta.

Y es que poco a poco las mujeres alrededor del mundo y en Colombia han adquirido cada vez mayor protagonismo. Interesado por el tema encontré en la última página de un desgastado libro sin portada, que hallé en un cajón en el cuarto de San Alejo de la casa de mi abuela, la noticia del Sindicato Colombiano de Obreras de la Aguja, un grupo de mujeres que, en 1917, participaron en huelgas y protestas exigiendo mejores condiciones laborales, sociales y políticas para su género.

Y es que en el interior de cada mujer resuena una voz que nos grita -a los hombres-, que ellas han participado en la historia desde los hogares, las escuelas, los hospitales o los campos de batalla. Han puesto las lágrimas y los muertos, su vida misma y la de sus esposos, hijos y nietos aunque el mundo lo olvide.

Sujetas a una institución que dejaba toda la carga sobre sus hombros; sumisas al esposo y en una resignada entrega a la crianza de los hijos, la cocina y sus labores propias, fueron “liberándose”, reapropiándose del terreno que también les pertenecía y de donde habían sido desplazadas tal vez por miedo, egoísmo o arrogancia.

Durante la primera mitad del siglo XX, algo empezó a suceder en Colombia: en 1935 la Universidad Nacional admitió mujeres para todos sus programas; en 1943, Rosita Rojas Castro fue nombrada como Juez Tercero del Circuito Penal de Bogotá; en 1955 se designa a Josefina Valencia como gobernadora del Cauca.

El cambio estaba cantado y el riachuelo de buenas intenciones fue creciendo hasta convertirse en un torrente salvaje que desembocó en aquel primero de diciembre de 1957, día en el cual las mujeres acudieron por primera vez a votar. Hace sesenta años se abrió un nuevo capítulo de participación e inclusión para las mujeres. En 1958, Esmeralda Arboleda se convierte en la primera mujer en ser elegida para el Congreso de la República. Desde entonces, la participación femenina en debates electorales, cargos administrativos o políticos y la intervención directa en la toma de decisiones ha ido en aumento, pero aún falta mucha tela por cortar.

En la región del Valle de Upar, las mujeres han sido y son de armas tomar. Desde la mítica María Concepción Loperena hasta Consuelo Araujo-Noguera, mujeres han liderado procesos importantes y altamente significativos, quizá por su capacidad de dar vida y esperanzas. Hoy tenemos dos mujeres aspirando a la Cámara de Representantes en las próximas elecciones y eso, aunque poco, es algo.
De pronto Mary Luz Arias no salga electa Cabildo Menor de Atánquez pero, estoy completamente seguro, que muchas mujeres de su comunidad, se verán inspiradas y animadas a tener aspiraciones y a ir contracorriente en una sociedad “de hombres”.

Columnista
20 diciembre, 2017

El poder de la mujer

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Carlos Liñan Pitre

Su rostro endurecido por el sufrimiento de los años y su piel curtida por el sol narran una historia de trabajos y fatigas. Sus ojos negros dejan entrever el carácter de un alma sensible moldeada por el amor a su terruño que le impulsó a tomar, de una vez y para siempre, una decisión irrevocable, […]


Su rostro endurecido por el sufrimiento de los años y su piel curtida por el sol narran una historia de trabajos y fatigas. Sus ojos negros dejan entrever el carácter de un alma sensible moldeada por el amor a su terruño que le impulsó a tomar, de una vez y para siempre, una decisión irrevocable, absoluta y problemática: la aspiración de asumir una tarea que, para muchos y en pleno siglo XXI, es exclusivamente masculina: la tarea de tomar las riendas de su pueblo.

Mary Luz Arias es descendiente de la etnia kankuama y es la primera mujer en aspirar al cargo de Cabildo Menor de Atánquez. A ella poco le importan las críticas y los señalamientos, las injurias y las calumnias, las burlas y el desdén que puede acarrear su actitud rebelde, aunque eso signifique perder de manera injusta lo más preciado que un ser humano puede tener y que es, a la vez, lo más frágil y sublime: la propia humanidad.

No es la primera vez que corre el riesgo. Lo corrió en la época de la violencia, ante el vértigo de llevar el apellido de los condenados a muerte. Ahora, quiere asumir el reto de liderar una sociedad donde los hombres tienen la última palabra. Lo asume con dignidad y sin ruborizarse, con el ímpetu de su sangre indígena y siguiendo la senda de las mujeres que levantaron la voz, sentaron un precedente y lograron ser tenidas en cuenta.

Y es que poco a poco las mujeres alrededor del mundo y en Colombia han adquirido cada vez mayor protagonismo. Interesado por el tema encontré en la última página de un desgastado libro sin portada, que hallé en un cajón en el cuarto de San Alejo de la casa de mi abuela, la noticia del Sindicato Colombiano de Obreras de la Aguja, un grupo de mujeres que, en 1917, participaron en huelgas y protestas exigiendo mejores condiciones laborales, sociales y políticas para su género.

Y es que en el interior de cada mujer resuena una voz que nos grita -a los hombres-, que ellas han participado en la historia desde los hogares, las escuelas, los hospitales o los campos de batalla. Han puesto las lágrimas y los muertos, su vida misma y la de sus esposos, hijos y nietos aunque el mundo lo olvide.

Sujetas a una institución que dejaba toda la carga sobre sus hombros; sumisas al esposo y en una resignada entrega a la crianza de los hijos, la cocina y sus labores propias, fueron “liberándose”, reapropiándose del terreno que también les pertenecía y de donde habían sido desplazadas tal vez por miedo, egoísmo o arrogancia.

Durante la primera mitad del siglo XX, algo empezó a suceder en Colombia: en 1935 la Universidad Nacional admitió mujeres para todos sus programas; en 1943, Rosita Rojas Castro fue nombrada como Juez Tercero del Circuito Penal de Bogotá; en 1955 se designa a Josefina Valencia como gobernadora del Cauca.

El cambio estaba cantado y el riachuelo de buenas intenciones fue creciendo hasta convertirse en un torrente salvaje que desembocó en aquel primero de diciembre de 1957, día en el cual las mujeres acudieron por primera vez a votar. Hace sesenta años se abrió un nuevo capítulo de participación e inclusión para las mujeres. En 1958, Esmeralda Arboleda se convierte en la primera mujer en ser elegida para el Congreso de la República. Desde entonces, la participación femenina en debates electorales, cargos administrativos o políticos y la intervención directa en la toma de decisiones ha ido en aumento, pero aún falta mucha tela por cortar.

En la región del Valle de Upar, las mujeres han sido y son de armas tomar. Desde la mítica María Concepción Loperena hasta Consuelo Araujo-Noguera, mujeres han liderado procesos importantes y altamente significativos, quizá por su capacidad de dar vida y esperanzas. Hoy tenemos dos mujeres aspirando a la Cámara de Representantes en las próximas elecciones y eso, aunque poco, es algo.
De pronto Mary Luz Arias no salga electa Cabildo Menor de Atánquez pero, estoy completamente seguro, que muchas mujeres de su comunidad, se verán inspiradas y animadas a tener aspiraciones y a ir contracorriente en una sociedad “de hombres”.