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Columnista - 8 marzo, 2017

No consentirás pensamientos ni deseos impuros

De todos los seres de la naturaleza el único que debe ser siempre concebido como fin, y nunca como medio, es el ser humano. Esto debido a la altísima dignidad de ser imagen y semejanza de quien es el Fin mismo. El relato del Génesis que nos cuenta la creación y caída del hombre, narra […]

De todos los seres de la naturaleza el único que debe ser siempre concebido como fin, y nunca como medio, es el ser humano. Esto debido a la altísima dignidad de ser imagen y semejanza de quien es el Fin mismo. El relato del Génesis que nos cuenta la creación y caída del hombre, narra una curiosa secuencia que Juan Pablo II analizó en sus catequesis y que podría arrojar luz sobre el noveno de los mandamientos, tema de este escrito:

Dios creó al hombre y le dio autoridad sobre la naturaleza. Después de cada acto creador, el autor del Génesis introduce la frase: “Y vio Dios que era bueno”. Sin embargo, llega un momento, después de la creación del hombre, en el que Dios afirma: “No es bueno que el hombre esté solo”. En medio de todas las cosas buenas que Dios ha hecho, hay algo que no está bien, no porque Él lo haya hecho mal, sino porque algo falta por hacer, su creación está incompleta, falta la mujer. Dios crea a Eva y Adán exulta de alegría, por fin no está solo, por fin hay frente a él alguien que es “carne de su carne y hueso de sus huesos”.

Las palabras con las que el autor describe las siguientes instrucciones divinas son símbolo de una realidad profunda: “Podrás comer de todos los árboles del jardín, más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día en que lo hagas morirás”. Lo que Dios dice al hombre es que todo está a su disposición (incluso el árbol de la vida), pero hay algo a lo que nunca debe aspirar: decidir por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo. Es como si Dios dijera: “Yo soy Dios, no tú. Nunca pretendas usurpar mi lugar, porque el día en que lo hagas, el día en que te constituyas a ti mismo en agente decisor de la bondad o maldad de las acciones, el día en que pretendas ser yo, ese día te apartarás de mí, que soy la Vida y sin remedio encontrarás la muerte. No comas del árbol de la ciencia del bien y del mal”.

Hasta ese momento la vida en el Paraíso se describe como perfecta. Sin embargo, el pecado hará su entrada en escena y destruirá la armonía del hombre con su Dios, con su semejante y con la naturaleza. Haciendo caso omiso de la advertencia divina, el hombre quiso ser Dios. Este es el pecado original, un pecado de soberbia por el cual el ser humano corta la relación con su Creador y pretende determinar por sí mismo lo que es bueno y lo que no lo es.

El pecado trae consecuencias devastadoras, pero sólo quisiera llamar la atención sobre una de ellas: el hombre y la mujer se dieron cuenta de que estaban desnudos y sintieron vergüenza, y se escondieron. Siempre habían estado desnudos, eran conscientes de su desnudez, pero no ocultaban sus cuerpos el uno del otro. Ahora, sin embargo, descubren que la forma como el otro los mira es distinta, se trata de una mirada que les instrumentaliza, que les roba su categoría de fin y les convierte en medios, les transforma de personas en objetos. Esta es la impureza contra la que nos alerta el noveno mandamiento.

Por Marlon Domínguez

 

Columnista
8 marzo, 2017

No consentirás pensamientos ni deseos impuros

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

De todos los seres de la naturaleza el único que debe ser siempre concebido como fin, y nunca como medio, es el ser humano. Esto debido a la altísima dignidad de ser imagen y semejanza de quien es el Fin mismo. El relato del Génesis que nos cuenta la creación y caída del hombre, narra […]


De todos los seres de la naturaleza el único que debe ser siempre concebido como fin, y nunca como medio, es el ser humano. Esto debido a la altísima dignidad de ser imagen y semejanza de quien es el Fin mismo. El relato del Génesis que nos cuenta la creación y caída del hombre, narra una curiosa secuencia que Juan Pablo II analizó en sus catequesis y que podría arrojar luz sobre el noveno de los mandamientos, tema de este escrito:

Dios creó al hombre y le dio autoridad sobre la naturaleza. Después de cada acto creador, el autor del Génesis introduce la frase: “Y vio Dios que era bueno”. Sin embargo, llega un momento, después de la creación del hombre, en el que Dios afirma: “No es bueno que el hombre esté solo”. En medio de todas las cosas buenas que Dios ha hecho, hay algo que no está bien, no porque Él lo haya hecho mal, sino porque algo falta por hacer, su creación está incompleta, falta la mujer. Dios crea a Eva y Adán exulta de alegría, por fin no está solo, por fin hay frente a él alguien que es “carne de su carne y hueso de sus huesos”.

Las palabras con las que el autor describe las siguientes instrucciones divinas son símbolo de una realidad profunda: “Podrás comer de todos los árboles del jardín, más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día en que lo hagas morirás”. Lo que Dios dice al hombre es que todo está a su disposición (incluso el árbol de la vida), pero hay algo a lo que nunca debe aspirar: decidir por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo. Es como si Dios dijera: “Yo soy Dios, no tú. Nunca pretendas usurpar mi lugar, porque el día en que lo hagas, el día en que te constituyas a ti mismo en agente decisor de la bondad o maldad de las acciones, el día en que pretendas ser yo, ese día te apartarás de mí, que soy la Vida y sin remedio encontrarás la muerte. No comas del árbol de la ciencia del bien y del mal”.

Hasta ese momento la vida en el Paraíso se describe como perfecta. Sin embargo, el pecado hará su entrada en escena y destruirá la armonía del hombre con su Dios, con su semejante y con la naturaleza. Haciendo caso omiso de la advertencia divina, el hombre quiso ser Dios. Este es el pecado original, un pecado de soberbia por el cual el ser humano corta la relación con su Creador y pretende determinar por sí mismo lo que es bueno y lo que no lo es.

El pecado trae consecuencias devastadoras, pero sólo quisiera llamar la atención sobre una de ellas: el hombre y la mujer se dieron cuenta de que estaban desnudos y sintieron vergüenza, y se escondieron. Siempre habían estado desnudos, eran conscientes de su desnudez, pero no ocultaban sus cuerpos el uno del otro. Ahora, sin embargo, descubren que la forma como el otro los mira es distinta, se trata de una mirada que les instrumentaliza, que les roba su categoría de fin y les convierte en medios, les transforma de personas en objetos. Esta es la impureza contra la que nos alerta el noveno mandamiento.

Por Marlon Domínguez