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Columnista - 18 mayo, 2017

El nido de las desdichas

Vi en tus versos a un ángel borracho tirando sus pecados al mar, a un águila ciega encerrada en el vientre de un cadáver y a un Judas desnudo cambiando a su dios por una Coca-Cola. Advertí cómo saboreas la historia con ironías y reproches, cómo invocas las almas de Eva, Lázaro, Cortázar y Van […]

Vi en tus versos a un ángel borracho tirando sus pecados al mar, a un águila ciega encerrada en el vientre de un cadáver y a un Judas desnudo cambiando a su dios por una Coca-Cola. Advertí cómo saboreas la historia con ironías y reproches, cómo invocas las almas de Eva, Lázaro, Cortázar y Van Gogh para que ajusten las cuentas que tienen pendientes con tu memoria. Eres, amigo, un brujo disfrazado de sacerdote.

Dibujas con nostalgia a tu madre sacándote de las aguas, a tu padre cuando olvida que el amor no cabe en una botella de aguardiente, a tu mujer diciéndote que la inocencia es el mayor de los pecados y a tu hija, Abigail, en cuyos ojos se refleja el norte de tus palabras huérfanas. Al hablar de ellos, que son tu sangre o más bien tu espejo, exteriorizas tus infortunios, tus temores y tus pesadillas. Sí, haces de los ojos de otros, el sol que ahorca todas tus desdichas: “Desde el recodo de la derrota / emprendo mi diáspora hasta tu cuerpo / para morirme otra vez”.

Aunque usas la metáfora para ocultar la verdad como hacen los hechiceros, pude encontrarte en tus versos tristes.

Tus palabras dejan ver cuando eras un niño y trabajabas en el mercado de Valledupar con tu padre y lo único que leías eran las frases de los vendedores frustrados. Tus palabras dejan ver cuando te escapaste en una bicicleta de la mirada taciturna de tu madre y arribaste a la Casa de la Cultura y entraste por primera vez a una biblioteca.

Aquel día comprendiste que tu realidad tenía que ser otra, así que cambiaste el hedor de la cebolla podrida y los aullidos de la carne rancia, por el universo de los libros. Hoy, además de enseñar literatura en la UPC, eres un auténtico poeta.

Después de experimentar la fe, el escepticismo, la academia, el desempleo, el amor, la paternidad y los fracasos literarios, publicaste tu primer poemario: ‘El libro de los equívocos’. Se trata de una obra con un lenguaje original, sencillo y doloroso que tiene cinco capítulos. El primero es una plegaria sobre personajes equivocados de la cultura judeocristiana. El segundo es una alabanza a la ceguera, un homenaje a tres personajes: a Borges, a Luis Mizar y a Leandro Díaz. El tercero es una manera de humanizar a los ángeles o angelizar a los seres humanos. El cuarto habla sobre tus fantasmas, tus embrujos, tu infancia y tu madre cuyos ojos de luna te persiguen a todas partes. Finalmente, el quinto reflexiona sobre la sexualidad y otros placeres existenciales, surgió luego de que leyeras a Octavio Paz, a Foucault y a Clemencia Tariffa.

Félix Molina-Flórez, amigo de la vida y la poesía, que para nosotros siempre serán lo mismo, descubrí que tu sermón de la congoja no es para llorar ni suicidarse, sino para colocar los pies sobre la tierra: “Adentro de la casa / reposan enterrados / los huesos de la felicidad”. Con ‘El libro de los equívocos’ me hiciste comprender que las desdichas son un aliciente para encontrar la alegría, me pegaste una trompada en el hígado de la desilusión.

Aunque tus poemas son bramidos de angustia y dolor, al final sugieren que no se puede perder la fe: “Tus ojos negros, frágiles, ocultan el fuego que servirá para cocinar la felicidad y servirla en una bandeja de barro”. Félix, tu canto, al igual que tus vivencias, nos señalan las debilidades del sufrimiento y la desesperanza. Por eso no es una oda sobre el desconsuelo, sino una metáfora que matiza los cuchillazos que le metes a la historia y al dolor, a tu dolor.

Por Carlos César Silva

@ccsilva86

Columnista
18 mayo, 2017

El nido de las desdichas

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Carlos Cesar Silva

Vi en tus versos a un ángel borracho tirando sus pecados al mar, a un águila ciega encerrada en el vientre de un cadáver y a un Judas desnudo cambiando a su dios por una Coca-Cola. Advertí cómo saboreas la historia con ironías y reproches, cómo invocas las almas de Eva, Lázaro, Cortázar y Van […]


Vi en tus versos a un ángel borracho tirando sus pecados al mar, a un águila ciega encerrada en el vientre de un cadáver y a un Judas desnudo cambiando a su dios por una Coca-Cola. Advertí cómo saboreas la historia con ironías y reproches, cómo invocas las almas de Eva, Lázaro, Cortázar y Van Gogh para que ajusten las cuentas que tienen pendientes con tu memoria. Eres, amigo, un brujo disfrazado de sacerdote.

Dibujas con nostalgia a tu madre sacándote de las aguas, a tu padre cuando olvida que el amor no cabe en una botella de aguardiente, a tu mujer diciéndote que la inocencia es el mayor de los pecados y a tu hija, Abigail, en cuyos ojos se refleja el norte de tus palabras huérfanas. Al hablar de ellos, que son tu sangre o más bien tu espejo, exteriorizas tus infortunios, tus temores y tus pesadillas. Sí, haces de los ojos de otros, el sol que ahorca todas tus desdichas: “Desde el recodo de la derrota / emprendo mi diáspora hasta tu cuerpo / para morirme otra vez”.

Aunque usas la metáfora para ocultar la verdad como hacen los hechiceros, pude encontrarte en tus versos tristes.

Tus palabras dejan ver cuando eras un niño y trabajabas en el mercado de Valledupar con tu padre y lo único que leías eran las frases de los vendedores frustrados. Tus palabras dejan ver cuando te escapaste en una bicicleta de la mirada taciturna de tu madre y arribaste a la Casa de la Cultura y entraste por primera vez a una biblioteca.

Aquel día comprendiste que tu realidad tenía que ser otra, así que cambiaste el hedor de la cebolla podrida y los aullidos de la carne rancia, por el universo de los libros. Hoy, además de enseñar literatura en la UPC, eres un auténtico poeta.

Después de experimentar la fe, el escepticismo, la academia, el desempleo, el amor, la paternidad y los fracasos literarios, publicaste tu primer poemario: ‘El libro de los equívocos’. Se trata de una obra con un lenguaje original, sencillo y doloroso que tiene cinco capítulos. El primero es una plegaria sobre personajes equivocados de la cultura judeocristiana. El segundo es una alabanza a la ceguera, un homenaje a tres personajes: a Borges, a Luis Mizar y a Leandro Díaz. El tercero es una manera de humanizar a los ángeles o angelizar a los seres humanos. El cuarto habla sobre tus fantasmas, tus embrujos, tu infancia y tu madre cuyos ojos de luna te persiguen a todas partes. Finalmente, el quinto reflexiona sobre la sexualidad y otros placeres existenciales, surgió luego de que leyeras a Octavio Paz, a Foucault y a Clemencia Tariffa.

Félix Molina-Flórez, amigo de la vida y la poesía, que para nosotros siempre serán lo mismo, descubrí que tu sermón de la congoja no es para llorar ni suicidarse, sino para colocar los pies sobre la tierra: “Adentro de la casa / reposan enterrados / los huesos de la felicidad”. Con ‘El libro de los equívocos’ me hiciste comprender que las desdichas son un aliciente para encontrar la alegría, me pegaste una trompada en el hígado de la desilusión.

Aunque tus poemas son bramidos de angustia y dolor, al final sugieren que no se puede perder la fe: “Tus ojos negros, frágiles, ocultan el fuego que servirá para cocinar la felicidad y servirla en una bandeja de barro”. Félix, tu canto, al igual que tus vivencias, nos señalan las debilidades del sufrimiento y la desesperanza. Por eso no es una oda sobre el desconsuelo, sino una metáfora que matiza los cuchillazos que le metes a la historia y al dolor, a tu dolor.

Por Carlos César Silva

@ccsilva86