Por: Miguel Ángel Castilla Camargo [email protected] El odio, el chisme y la envidia gobiernan al país. Esos tres males endémicos opacan las buenas iniciativas de muchos colombianos honestos. Por ello, converso mucho con unas rosas que tengo en casa. No hablo en lenguas, pero todos los días llamó a mi luz celestial – Mâran’athâ- en […]
Por: Miguel Ángel Castilla Camargo
El odio, el chisme y la envidia gobiernan al país. Esos tres males endémicos opacan las buenas iniciativas de muchos colombianos honestos. Por ello, converso mucho con unas rosas que tengo en casa. No hablo en lenguas, pero todos los días llamó a mi luz celestial – Mâran’athâ- en su idioma materno.
Con la publicación de la novela El Perfecto Demócrata y de las columnas de opinión en el Diario El Pilón, me han llegado al correo electrónico muchas preguntas sobre mi verdadera ideología. Algunos me tildan de irresponsable y atrevido porque hablo de la putrefacción nacional con naturalidad. Soy de los que le reconoce las cosas buenas hasta a los personajes más siniestros.
No estoy de acuerdo con la derrota anticipada, ni tengo el silencio como un hábito visceral. No juego a ser valiente porque mi fortaleza es prestada. El que me empuja a decir verdades, sabe que mi verbo solo busca fomentar una actitud crítica constructiva.
Admiro a quienes miran hacia atrás y le dan la mano al caído, a esos que entienden el concepto de la retribución en su máximo grado, esos que conocen la magnanimidad de Dios y la profesan amando al prójimo.
Ya llevo varios años tratando de “ubicarme” políticamente. Respeto a quienes están en la política, pero no comparto sus comportamientos ni su insensibilidad. El que quiera que este servidor le crea, entonces comience por sentir afecto, especialmente por aquellos a los que todo el mundo desprecia.
Creo en varios seres humanos excepcionales, pero no comulgo con la izquierda, tampoco con la derecha –aunque hay ambidiestros-, y muchos menos con los de centro que considero una especie de dinosaurios en el limbo; ello no es gratuito, y se lo debo en parte a una rara rebeldía existencial.
Lo que he visto en mi vida como periodista me alcanza para saber que ningún partido político piensa honestamente en el ser humano. En mi trabajo he conocido el dolor, el hambre y la angustia. Yo vi morir a un juglar de la tradición oral de física tristeza viendo partir a los suyos de una parcela que representaba el todo para ellos. También he visto un centenar de elefantes blancos adornando el ambiente. Entonces, que nadie me eche cuentos ideológicos porque vi caer al más bueno de los hombres.
Siempre cuestiono los alcances del hambre, el desarraigo, el analfabetismo y la ofensa, generadores de violencia. Esa falta de equidad que degrada, que causa complejos y moldea a la sociedad, obedece básicamente a la deshumanización de hombres insensatos que desprecian lo hermoso de la vida. Vivimos en la nación de las Necesidades Básicas Insatisfechas.
Nací en la calle de las flores en Rincón Hondo, y allí fui criado bajo los dictámenes de una “Regla” de madera de mi profesor Israel Ayala Camargo– mi tío “Rao” – ¡Ah! y no me traumaticé. En ese contexto de arreboles pintorescos, conocí una escopeta de manubrio con la que habían combatido dos generaciones; al tocarla sentí la misma furia del diluvio del 70. Allí, donde los gallos cantaban puntuales, percibí el arrullo de mi madre y de aquellas hermosas mujeres que me cargaron y que llevo en mi corazón. También escuché por primera vez los versos del amor amor en la voz de Teresita Camargo, en vez de los discursos conservadores que proliferaban como las transfusiones de sangre de azul de metileno.
Diferente fue para mi padre y su familia, a quienes los sacaron de sus tierras a bala en el 48, dizque porque supuestamente eran liberales. 34 años después lo mataron frente a mis ojos en nombre de una narco democracia que ofende la vida y que no garantiza ni las mínimas condiciones para la supervivencia.
Algunas cosas se nos vuelven tan familiares que terminamos adoptándolas. Se a que huele la muerte porque me ha respirado en el cuello. Siempre le digo que Dios tiene la última palabra. Por eso, sigo a Jesús de Nazaret, quien me enseñó a perdonar y amar, y también a esperar en los tiempos del Creador de los cielos y la tierra.
Por: Miguel Ángel Castilla Camargo [email protected] El odio, el chisme y la envidia gobiernan al país. Esos tres males endémicos opacan las buenas iniciativas de muchos colombianos honestos. Por ello, converso mucho con unas rosas que tengo en casa. No hablo en lenguas, pero todos los días llamó a mi luz celestial – Mâran’athâ- en […]
Por: Miguel Ángel Castilla Camargo
El odio, el chisme y la envidia gobiernan al país. Esos tres males endémicos opacan las buenas iniciativas de muchos colombianos honestos. Por ello, converso mucho con unas rosas que tengo en casa. No hablo en lenguas, pero todos los días llamó a mi luz celestial – Mâran’athâ- en su idioma materno.
Con la publicación de la novela El Perfecto Demócrata y de las columnas de opinión en el Diario El Pilón, me han llegado al correo electrónico muchas preguntas sobre mi verdadera ideología. Algunos me tildan de irresponsable y atrevido porque hablo de la putrefacción nacional con naturalidad. Soy de los que le reconoce las cosas buenas hasta a los personajes más siniestros.
No estoy de acuerdo con la derrota anticipada, ni tengo el silencio como un hábito visceral. No juego a ser valiente porque mi fortaleza es prestada. El que me empuja a decir verdades, sabe que mi verbo solo busca fomentar una actitud crítica constructiva.
Admiro a quienes miran hacia atrás y le dan la mano al caído, a esos que entienden el concepto de la retribución en su máximo grado, esos que conocen la magnanimidad de Dios y la profesan amando al prójimo.
Ya llevo varios años tratando de “ubicarme” políticamente. Respeto a quienes están en la política, pero no comparto sus comportamientos ni su insensibilidad. El que quiera que este servidor le crea, entonces comience por sentir afecto, especialmente por aquellos a los que todo el mundo desprecia.
Creo en varios seres humanos excepcionales, pero no comulgo con la izquierda, tampoco con la derecha –aunque hay ambidiestros-, y muchos menos con los de centro que considero una especie de dinosaurios en el limbo; ello no es gratuito, y se lo debo en parte a una rara rebeldía existencial.
Lo que he visto en mi vida como periodista me alcanza para saber que ningún partido político piensa honestamente en el ser humano. En mi trabajo he conocido el dolor, el hambre y la angustia. Yo vi morir a un juglar de la tradición oral de física tristeza viendo partir a los suyos de una parcela que representaba el todo para ellos. También he visto un centenar de elefantes blancos adornando el ambiente. Entonces, que nadie me eche cuentos ideológicos porque vi caer al más bueno de los hombres.
Siempre cuestiono los alcances del hambre, el desarraigo, el analfabetismo y la ofensa, generadores de violencia. Esa falta de equidad que degrada, que causa complejos y moldea a la sociedad, obedece básicamente a la deshumanización de hombres insensatos que desprecian lo hermoso de la vida. Vivimos en la nación de las Necesidades Básicas Insatisfechas.
Nací en la calle de las flores en Rincón Hondo, y allí fui criado bajo los dictámenes de una “Regla” de madera de mi profesor Israel Ayala Camargo– mi tío “Rao” – ¡Ah! y no me traumaticé. En ese contexto de arreboles pintorescos, conocí una escopeta de manubrio con la que habían combatido dos generaciones; al tocarla sentí la misma furia del diluvio del 70. Allí, donde los gallos cantaban puntuales, percibí el arrullo de mi madre y de aquellas hermosas mujeres que me cargaron y que llevo en mi corazón. También escuché por primera vez los versos del amor amor en la voz de Teresita Camargo, en vez de los discursos conservadores que proliferaban como las transfusiones de sangre de azul de metileno.
Diferente fue para mi padre y su familia, a quienes los sacaron de sus tierras a bala en el 48, dizque porque supuestamente eran liberales. 34 años después lo mataron frente a mis ojos en nombre de una narco democracia que ofende la vida y que no garantiza ni las mínimas condiciones para la supervivencia.
Algunas cosas se nos vuelven tan familiares que terminamos adoptándolas. Se a que huele la muerte porque me ha respirado en el cuello. Siempre le digo que Dios tiene la última palabra. Por eso, sigo a Jesús de Nazaret, quien me enseñó a perdonar y amar, y también a esperar en los tiempos del Creador de los cielos y la tierra.