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Columnista - 10 agosto, 2014

Las peripecias de Ovidio

Después de la nalgada de la comadrona el primer alarido del recién nacido, fue silenciado por las notas del acordeón de Juan Granados, que así le daba la bienvenida a su nuevo vástago, más tarde bautizado como Ovidio, quien sería el más ilustre nieto de Juancito Granados “El Gallo de Camperucho”, un juglar de renombre […]

Después de la nalgada de la comadrona el primer alarido del recién nacido, fue silenciado por las notas del acordeón de Juan Granados, que así le daba la bienvenida a su nuevo vástago, más tarde bautizado como Ovidio, quien sería el más ilustre nieto de Juancito Granados “El Gallo de Camperucho”, un juglar de renombre en toda la comarca provinciana.
Celoso en extremo con su acordeón, Juan no quería que sus hijos siguieran sus pasos en la música ilusionado por tener un profesional en la familia y así cuando atendía las labores del campo, lo guardaba en un viejo baúl que solo él podía abrir. El pequeño Ovidio prefería quedarse en la casa los sábados por la mañana cuando su madre llevaba la prole para el rio donde todos lavaban su ropa sucia de la semana y el, que ya le conocía la caída al baúl, sacaba el acordeón y le pegaba su buena trilla.
Rápidamente y con gracia podía tocar el paseo “Adiós mi Maye” que grabado por Luis Enrique Martínez sonaba por todas partes. Enterado Juan que ya el pelao tocaba, un día de tragos sacó el acordeón del baúl y entregándoselo le ordenó: bueno, toque a ver cuál es la vaina. Ovidio se fajó entusiasmado, pero como no le daba bien a los bajos, fue descalificado con la advertencia de su progenitor: “Ni siquiera un dedo me le pone encima, que me va es a esmigajá el acordeón”.
Más adelante su progenitora le regalo un dos hileras y ya con este rápidamente comenzó a lucirse en el patio mariangolero.
Con el trajín, el acordeón necesitó ser reparado y hasta Caracolicito se fue donde Ismael Rudas, el viejo,tenía su artesanal quirófano donde le daba vida a los acordeones que llegaban vueltos flecos. Semanalmente Ovidio visitaba al componedor y así descubrió la intimidad y secretos que pronto le permitirían graduarse como el más diestro técnico de acordeones que hasta el presente tiene el folclor vallenato.
En una ocasión en que Ovidio arreglaba el acordeón, llegó su padre y al ver el aparato desarmado imaginando que él lo había despedazado, se quitó el cinturón y enfurecido le encamino a cuero. El muchacho voló como una perdiz buscando protección en el monte.
Con el tiempo, el viejo Juan se ufanaba en las parradas de que su hijo era la verraquera, no solo tocaba el acordeón, sino que también los arreglaba, y “Billo” para sus adentros repetía: “pa’ fregate nojoñe, sino corro, me jodei a fajón”.
Como una constante en la vida de los juglares, ninguno quería que sus hijos fueran músicos, ya que detrás del acordeón siempre habían trasnochos, amanecidas, borracheras y un pollerín. Actualmente las cosas no es que hayan cambiado mucho.

Por Julio Oñate Martínez.

Columnista
10 agosto, 2014

Las peripecias de Ovidio

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Julio C. Oñate M.

Después de la nalgada de la comadrona el primer alarido del recién nacido, fue silenciado por las notas del acordeón de Juan Granados, que así le daba la bienvenida a su nuevo vástago, más tarde bautizado como Ovidio, quien sería el más ilustre nieto de Juancito Granados “El Gallo de Camperucho”, un juglar de renombre […]


Después de la nalgada de la comadrona el primer alarido del recién nacido, fue silenciado por las notas del acordeón de Juan Granados, que así le daba la bienvenida a su nuevo vástago, más tarde bautizado como Ovidio, quien sería el más ilustre nieto de Juancito Granados “El Gallo de Camperucho”, un juglar de renombre en toda la comarca provinciana.
Celoso en extremo con su acordeón, Juan no quería que sus hijos siguieran sus pasos en la música ilusionado por tener un profesional en la familia y así cuando atendía las labores del campo, lo guardaba en un viejo baúl que solo él podía abrir. El pequeño Ovidio prefería quedarse en la casa los sábados por la mañana cuando su madre llevaba la prole para el rio donde todos lavaban su ropa sucia de la semana y el, que ya le conocía la caída al baúl, sacaba el acordeón y le pegaba su buena trilla.
Rápidamente y con gracia podía tocar el paseo “Adiós mi Maye” que grabado por Luis Enrique Martínez sonaba por todas partes. Enterado Juan que ya el pelao tocaba, un día de tragos sacó el acordeón del baúl y entregándoselo le ordenó: bueno, toque a ver cuál es la vaina. Ovidio se fajó entusiasmado, pero como no le daba bien a los bajos, fue descalificado con la advertencia de su progenitor: “Ni siquiera un dedo me le pone encima, que me va es a esmigajá el acordeón”.
Más adelante su progenitora le regalo un dos hileras y ya con este rápidamente comenzó a lucirse en el patio mariangolero.
Con el trajín, el acordeón necesitó ser reparado y hasta Caracolicito se fue donde Ismael Rudas, el viejo,tenía su artesanal quirófano donde le daba vida a los acordeones que llegaban vueltos flecos. Semanalmente Ovidio visitaba al componedor y así descubrió la intimidad y secretos que pronto le permitirían graduarse como el más diestro técnico de acordeones que hasta el presente tiene el folclor vallenato.
En una ocasión en que Ovidio arreglaba el acordeón, llegó su padre y al ver el aparato desarmado imaginando que él lo había despedazado, se quitó el cinturón y enfurecido le encamino a cuero. El muchacho voló como una perdiz buscando protección en el monte.
Con el tiempo, el viejo Juan se ufanaba en las parradas de que su hijo era la verraquera, no solo tocaba el acordeón, sino que también los arreglaba, y “Billo” para sus adentros repetía: “pa’ fregate nojoñe, sino corro, me jodei a fajón”.
Como una constante en la vida de los juglares, ninguno quería que sus hijos fueran músicos, ya que detrás del acordeón siempre habían trasnochos, amanecidas, borracheras y un pollerín. Actualmente las cosas no es que hayan cambiado mucho.

Por Julio Oñate Martínez.