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Columnista - 3 agosto, 2014

El gran jefe

La valentía es silenciosa, prudente, recatada. La cobardía es bulliciosa, petulante, jactanciosa. Agentes del imperio español, para disminuir la moral de los nativos, divulgaron ostentosamente la información de que el gran jefe Tunare había muerto en combate. Evidentemente, los mil indios que quedaban lamentaron profundamente la pérdida. Su amargo dolor era un suplicio y preferían […]

La valentía es silenciosa, prudente, recatada. La cobardía es bulliciosa, petulante, jactanciosa.

Agentes del imperio español, para disminuir la moral de los nativos, divulgaron ostentosamente la información de que el gran jefe Tunare había muerto en combate.
Evidentemente, los mil indios que quedaban lamentaron profundamente la pérdida. Su amargo dolor era un suplicio y preferían la muerte antes que la de su gran líder.
Cuentan que lo lloraron durante seis días y seis noches. Hasta que una voz interior les gritó a cada uno de ellos: “yo soy Tunare, yo soy Tunare, yo soy Tunare” y fueron invadidos de su coraje.
Se reorganizaron. Cada nativo formó su propio ejército con tíos, primos, padres, hijos y mujeres. Entonces los invasores se enfrentaron a mil feroces ejércitos comandados cada uno por el gran guerrero y fueron aniquilados totalmente el día que festejaban el primer mes de la muerte del gran jefe Tunare.

El Ariete
La noticia que apareció en primera plana de los diarios de hoy sorprendió a todos: dos mujeres en un pueblito pesquero de la Costa Pacífica se pelearon a machete tendido las bondades de un marido que en realidad no era de ninguna de las dos pero que las embrujaba a todas con sus dones.
Lo sorprendente es que amabas dirigieron su sables con feroz puntería hacia sus partes nobles: una perdió una pierna y la otra recibió heridas tan graves en tan mala parte que le impedirán volver a disfrutar de sus tesoros amatorios de por vida.
A él lo alcanzó la ingrata noticia treinta millas mar adentro en una paradisiaca isla mientras disfrutaba los placeres de una monumental morocha que apodaban “La Avispa”, no tanto por su trasero descomunal sino por el veneno de su ponzoña que, además, era de una fogosidad endemoniada.
En sus aguas enardecidas habían sucumbido varios capitanes de buques de gran calado, habían doblegado sus fuerzas cerca de quince contramaestres asiáticos, esto sin incluir a varios alférez y otros oficiales de mar de cinco continentes que lloraban a lágrima viva las bondades de la avispa.
A todos los mandó a la mar, no cambiaba ni por todo el oro del mundo las bondades del negro, ella lo llamaba “El Ariete”, que es el nombre de una alargada arma de guerra con la punta reforzada en un cabezote de metal, sus razones tendría, dicen que este artefacto podía atacar en todo tipo de terreno, por distintos frentes, bajo cualquier clima y a cualquier hora del día o la noche.
La avispa entró en cólera con la sangrienta noticia, en venganza agarró un sable de filo acerado, arrancó de cuajo el ariete del negro y lo lanzó a los tiburones que entraron en jauría a devorar la renombrada presa.
El apetecido amante murió degradado y sin reputación.
Todo se había ido al fondo del mar en cuestión minutos.

Por Leonardo José Maya

Columnista
3 agosto, 2014

El gran jefe

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Leonardo Maya Amaya

La valentía es silenciosa, prudente, recatada. La cobardía es bulliciosa, petulante, jactanciosa. Agentes del imperio español, para disminuir la moral de los nativos, divulgaron ostentosamente la información de que el gran jefe Tunare había muerto en combate. Evidentemente, los mil indios que quedaban lamentaron profundamente la pérdida. Su amargo dolor era un suplicio y preferían […]


La valentía es silenciosa, prudente, recatada. La cobardía es bulliciosa, petulante, jactanciosa.

Agentes del imperio español, para disminuir la moral de los nativos, divulgaron ostentosamente la información de que el gran jefe Tunare había muerto en combate.
Evidentemente, los mil indios que quedaban lamentaron profundamente la pérdida. Su amargo dolor era un suplicio y preferían la muerte antes que la de su gran líder.
Cuentan que lo lloraron durante seis días y seis noches. Hasta que una voz interior les gritó a cada uno de ellos: “yo soy Tunare, yo soy Tunare, yo soy Tunare” y fueron invadidos de su coraje.
Se reorganizaron. Cada nativo formó su propio ejército con tíos, primos, padres, hijos y mujeres. Entonces los invasores se enfrentaron a mil feroces ejércitos comandados cada uno por el gran guerrero y fueron aniquilados totalmente el día que festejaban el primer mes de la muerte del gran jefe Tunare.

El Ariete
La noticia que apareció en primera plana de los diarios de hoy sorprendió a todos: dos mujeres en un pueblito pesquero de la Costa Pacífica se pelearon a machete tendido las bondades de un marido que en realidad no era de ninguna de las dos pero que las embrujaba a todas con sus dones.
Lo sorprendente es que amabas dirigieron su sables con feroz puntería hacia sus partes nobles: una perdió una pierna y la otra recibió heridas tan graves en tan mala parte que le impedirán volver a disfrutar de sus tesoros amatorios de por vida.
A él lo alcanzó la ingrata noticia treinta millas mar adentro en una paradisiaca isla mientras disfrutaba los placeres de una monumental morocha que apodaban “La Avispa”, no tanto por su trasero descomunal sino por el veneno de su ponzoña que, además, era de una fogosidad endemoniada.
En sus aguas enardecidas habían sucumbido varios capitanes de buques de gran calado, habían doblegado sus fuerzas cerca de quince contramaestres asiáticos, esto sin incluir a varios alférez y otros oficiales de mar de cinco continentes que lloraban a lágrima viva las bondades de la avispa.
A todos los mandó a la mar, no cambiaba ni por todo el oro del mundo las bondades del negro, ella lo llamaba “El Ariete”, que es el nombre de una alargada arma de guerra con la punta reforzada en un cabezote de metal, sus razones tendría, dicen que este artefacto podía atacar en todo tipo de terreno, por distintos frentes, bajo cualquier clima y a cualquier hora del día o la noche.
La avispa entró en cólera con la sangrienta noticia, en venganza agarró un sable de filo acerado, arrancó de cuajo el ariete del negro y lo lanzó a los tiburones que entraron en jauría a devorar la renombrada presa.
El apetecido amante murió degradado y sin reputación.
Todo se había ido al fondo del mar en cuestión minutos.

Por Leonardo José Maya