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Columnista - 28 febrero, 2017

Croniquilla: En un trágico carnaval

El General llegó a la venta de Cayetano Capella, a la entrada del pueblo y como ocurría todas las tardes, pidió un vaso con brandy de Aquitania. Luego sentado en una mecedora momposina, se ventiló el rostro con un abanico de plumas. Cuando el sol se hundió allá lejos entre los rizos del mar, se […]

El General llegó a la venta de Cayetano Capella, a la entrada del pueblo y como ocurría todas las tardes, pidió un vaso con brandy de Aquitania. Luego sentado en una mecedora momposina, se ventiló el rostro con un abanico de plumas. Cuando el sol se hundió allá lejos entre los rizos del mar, se incorporó en su bastón de patriarca y pagó el licor, después con una inclinación de cabeza se despidió.

Ese día los ecos del carnaval de Ciénaga venían en la brisa marina. El General, con paso tardo pero seguro, sin saberlo, se fue al encuentro con la muerte.

Quizás Ismenia Carmona, su hija, lo presentía cuando por los recados que le enviaba del Valle de Upar donde vivía, le hacía el ruego de que se fuera de ese pueblo, donde lo aborrecían, pero él se había quedado allí por la única razón de ser terco. Nunca volvió a sus llanos de Venezuela, quizás porque sus hermanos habían sido devorados por la guerra patriota. Ahora sólo quedaba con Honorato, su criado, quien lo salvó en el combate de las Queseras de en Medio, cuando una lanza española le rasgó la cabeza doblándolo sobre el potro que montaba y aquél se abrió paso con un machete para recuperarlo vivo. Ahora, viejos ambos, vivían juntos en aquel pueblo cumpliendo un pacto que nunca convinieron con palabras. Con él había estado en la guerra de Los Conventos, en el Páramo de Pisba, en el Pantano de Vargas, en la machetera de Boyacá sobre el rio Teatinos, en el asedio de Santa Marta con los generales Brión, Padilla y Montilla, para rendir ese último bastión español. Sus galones de General los había ganado entre el humo de los combates.

Cada 17 de diciembre vestía su uniforme militar con la pechera constelada de medallas y con su sable de gala al cinto, se iba de Ciénaga a la ciudad de Bastidas, en una calesa tirada por caballos.

En la Catedral visitaba la tumba de su amigo y paisano, Simón Bolívar, el General de Generales.

Fue en la derrota de Tescua cuando mandaba las fuerzas costeñas en la guerra civil de Los Conventos, donde se incubó ese rencor animal que por él sentían los cienagueros. Todo fue porque dio la orden de fusilamiento de un médico yerbatero de apellido Romero, quien había dado muerte a un oficial de caballería en un duelo a sable, sin importarle que estaban prohibidos tales retos entre los mismos compañeros de tropa.

El General trató de espantar esos malos recuerdos ahora. Un montón de candelillas del carnaval, que ese día, 24 de febrero de 1851, era una suma grande de negros que estrenaban libertad de cadenas por el decreto del presidente José Hilario López, y que estaban ansiosos de baile y sedientos de aguardiente. Por eso había un repique de tambores, bongóes y sonsonetes e los carrizos de cañaboba. Evitó topar la turba de borrachos y por un callejón llegó a su casa.

No vio el candil de aceite que Honorato debía encender. Se le antojó buscarlo para que atendiera sus ocupaciones y llegó a la esquina. Lo que presenció lo dejó sin aire. Allí sobre una mesa estaba un hombre metido en su chaqueta de General leyendo con unas antiparras de mentira un bando de carnaval. A bastonazos bajó al insolente que profanaba esa prenda venerada. Entonces el gentío se le vino. Algunos machetes asomaban. Francisco Carmona, el General, de su cintura extrajo un balduque y se aprestó a la defensa. Una arremetida de filos cortaba el aire.

Varios hombres cayeron a los pies del envejecido militar hecho una fiera, pero sintió un estallido en su cabeza y no pudo evitar su caída. Cuando otro día anunciaba el alba, Honorato sacudía su rabia y su llanto ahuyentando con piedras a los perros atraídos por el olor de carne repicada.

Allí sobre el empedrado yacía, hecho tasajos, el General de mil combates. No podía entender que en una trifulca de calle, deslucido, sin el honor de una bala contraria, había caído su bravo general Carmona, de la Orden de los Libertadores de Venezuela y Nueva Granada.

Columnista
28 febrero, 2017

Croniquilla: En un trágico carnaval

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rodolfo Ortega Montero

El General llegó a la venta de Cayetano Capella, a la entrada del pueblo y como ocurría todas las tardes, pidió un vaso con brandy de Aquitania. Luego sentado en una mecedora momposina, se ventiló el rostro con un abanico de plumas. Cuando el sol se hundió allá lejos entre los rizos del mar, se […]


El General llegó a la venta de Cayetano Capella, a la entrada del pueblo y como ocurría todas las tardes, pidió un vaso con brandy de Aquitania. Luego sentado en una mecedora momposina, se ventiló el rostro con un abanico de plumas. Cuando el sol se hundió allá lejos entre los rizos del mar, se incorporó en su bastón de patriarca y pagó el licor, después con una inclinación de cabeza se despidió.

Ese día los ecos del carnaval de Ciénaga venían en la brisa marina. El General, con paso tardo pero seguro, sin saberlo, se fue al encuentro con la muerte.

Quizás Ismenia Carmona, su hija, lo presentía cuando por los recados que le enviaba del Valle de Upar donde vivía, le hacía el ruego de que se fuera de ese pueblo, donde lo aborrecían, pero él se había quedado allí por la única razón de ser terco. Nunca volvió a sus llanos de Venezuela, quizás porque sus hermanos habían sido devorados por la guerra patriota. Ahora sólo quedaba con Honorato, su criado, quien lo salvó en el combate de las Queseras de en Medio, cuando una lanza española le rasgó la cabeza doblándolo sobre el potro que montaba y aquél se abrió paso con un machete para recuperarlo vivo. Ahora, viejos ambos, vivían juntos en aquel pueblo cumpliendo un pacto que nunca convinieron con palabras. Con él había estado en la guerra de Los Conventos, en el Páramo de Pisba, en el Pantano de Vargas, en la machetera de Boyacá sobre el rio Teatinos, en el asedio de Santa Marta con los generales Brión, Padilla y Montilla, para rendir ese último bastión español. Sus galones de General los había ganado entre el humo de los combates.

Cada 17 de diciembre vestía su uniforme militar con la pechera constelada de medallas y con su sable de gala al cinto, se iba de Ciénaga a la ciudad de Bastidas, en una calesa tirada por caballos.

En la Catedral visitaba la tumba de su amigo y paisano, Simón Bolívar, el General de Generales.

Fue en la derrota de Tescua cuando mandaba las fuerzas costeñas en la guerra civil de Los Conventos, donde se incubó ese rencor animal que por él sentían los cienagueros. Todo fue porque dio la orden de fusilamiento de un médico yerbatero de apellido Romero, quien había dado muerte a un oficial de caballería en un duelo a sable, sin importarle que estaban prohibidos tales retos entre los mismos compañeros de tropa.

El General trató de espantar esos malos recuerdos ahora. Un montón de candelillas del carnaval, que ese día, 24 de febrero de 1851, era una suma grande de negros que estrenaban libertad de cadenas por el decreto del presidente José Hilario López, y que estaban ansiosos de baile y sedientos de aguardiente. Por eso había un repique de tambores, bongóes y sonsonetes e los carrizos de cañaboba. Evitó topar la turba de borrachos y por un callejón llegó a su casa.

No vio el candil de aceite que Honorato debía encender. Se le antojó buscarlo para que atendiera sus ocupaciones y llegó a la esquina. Lo que presenció lo dejó sin aire. Allí sobre una mesa estaba un hombre metido en su chaqueta de General leyendo con unas antiparras de mentira un bando de carnaval. A bastonazos bajó al insolente que profanaba esa prenda venerada. Entonces el gentío se le vino. Algunos machetes asomaban. Francisco Carmona, el General, de su cintura extrajo un balduque y se aprestó a la defensa. Una arremetida de filos cortaba el aire.

Varios hombres cayeron a los pies del envejecido militar hecho una fiera, pero sintió un estallido en su cabeza y no pudo evitar su caída. Cuando otro día anunciaba el alba, Honorato sacudía su rabia y su llanto ahuyentando con piedras a los perros atraídos por el olor de carne repicada.

Allí sobre el empedrado yacía, hecho tasajos, el General de mil combates. No podía entender que en una trifulca de calle, deslucido, sin el honor de una bala contraria, había caído su bravo general Carmona, de la Orden de los Libertadores de Venezuela y Nueva Granada.