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Columnista - 9 abril, 2017

Croniquilla: La Leyenda del Milagro

Todo fue porque Ana de la Peña en un arrebato de celos le había cortado las moñas a una india tupe de su servicio. Francisca de nombre era, casada con otro tupe llamado Gregorio. Antonio de Pereira era el amo y esposo de Ana de la Peña, hija de un tonelero catalán. Al amo se […]

Todo fue porque Ana de la Peña en un arrebato de celos le había cortado las moñas a una india tupe de su servicio. Francisca de nombre era, casada con otro tupe llamado Gregorio. Antonio de Pereira era el amo y esposo de Ana de la Peña, hija de un tonelero catalán.

Al amo se le iban los ojos del deseo cuando la india pasaba por su vista, y su esposa ya tenía la malicia de lo que sucedía. Entonces, en burla, le tronchó las trenzas a Francisca. Como sólo el cacique podía hacer eso, según sus leyes, los dos indios se fugaron al Cercado Grande donde vivía Coroponaimo, a ponerle la queja de lo sucedido.

Fue cuando éste juró venganza del agravio.

Convocó a los caciques menores y aún a Paraguarí el anciano señor de los chimilas. De las tierras del cacique Sopatín y de los llanos de Poponí (Valencia de Jesús) y Garupal, llegaron muchos guerreros. Vinieron los jefes Orva y Uruma con un montón de itotos y cariachiles, conocidos por beber chicha en el cráneo de sus enemigos caídos. De los ríos Casacará, Maracas y Tucuy, llegaron socombas y acanayutos. De las riberas de los ríos Guatapurí, Socuiga (Badillo) y Pompatao (Cesar) llegaron chimilas con sus jefes Ichopete y Paraguarí, hijos de la cacica Itobá y de aquel Upar, ahorcado por el conquistador Alfinger, hacía cuarenta veranos.

García Gutiérrez de Mendoza, avencindado en Valle de Upar, tenía un hato ganadero en la región de Uniano, y en previsión mantenía buenas relaciones con los tupes, habiendo criado a Antoñuelo, un indiecito. Llegada la ocasión García Gutiérrez se fue a su hato con ocho hombres. De allí Antoñuelo se fugó y delató la presencia de aquellos blancos. Al amanecer los guerreros prendieron fuego a la cabaña y flecharon a quienes trataron de escapar. Un tal Peñaloza, huyó herido y un día más tarde llegó a dar aviso a la población de los Santos Reyes, pero los caracoles marinos de los indios le anunciaron que había llegado tarde.

La ciudad de los Santos Reyes de Upar fue saqueada. Hubo muertos en sus calles y los que pudieron, se refugiaron en el Convento de Santo Domingo. Antonio Suárez de Florez parapeta la defensa y con otros vecinos que tiraban con arcabuces, fueron metiendo miedo hasta que los indios ordenaron al anochecer al abandono de la población en llamas.

Cinco jinetes partieron de allí hasta Tenerife para dar parte de lo acontecido al capitán Lope de Orozco, Gobernador de la Provincia de Santa Marta, a la sazón en aquel sitio. Éste mandó a Alonso Rodríguez Callejas con un destacamento para el Valle de Euparí.

Un rastro en la maraña del monte llevaba a la laguna de Sicarare, donde los soldados hicieron un alto para descansar de las estropeaduras del viaje. Allí, sofocados, tomaron agua y un extraño sueño les cerró los párpados.

Con la paciencia de su raza, los indios esperaron ocultos en el monte el efecto del agua envenenada. Entonces apareció ella, la Guaricha, que en compañía de dos “piaches” había apagado con su manto los venablos encendidos, el día del ataque, clavados en el portalón del convento. Ahora, ella con un leve roce del manto les devolvía la vida a los españoles envenenados. Cuando éstos se recuperaron, sin percatarse de lo sucedido, continuaron la persecución de los indios. En un campo abierto, encontraron a Corponaimo con los suyos. En la refriega, un tiro de arcabuz le destrozó la garganta. Atados a las grupas de los caballos trajeron indios a la población, en medio de gritos y golpes. Cuando aquella comitiva de desdicha pasaba frente al altozano del Convento, los cautivos señalaban temerosos a la Virgen del Rosario como la Guaricha, que ahora, en el dintel de la puerta, estaba en compañía de los dos “piaches”, que creyeron reconocer en San Pedro y San Jacinto, imágenes allí expuestas en acción de gracias.

Tres caciques menores fueron arropados con leña. Sólo se quemaban tres indios infieles y rebeldes.
En la Casa del Ayuntamiento de Valle de Upar, al viento libre se batía el estandarte de Castilla, mientras la tarde se llenaba con un fuerte hedor de chamusquina.

Por Rodolfo Ortega Montero

 

Columnista
9 abril, 2017

Croniquilla: La Leyenda del Milagro

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rodolfo Ortega Montero

Todo fue porque Ana de la Peña en un arrebato de celos le había cortado las moñas a una india tupe de su servicio. Francisca de nombre era, casada con otro tupe llamado Gregorio. Antonio de Pereira era el amo y esposo de Ana de la Peña, hija de un tonelero catalán. Al amo se […]


Todo fue porque Ana de la Peña en un arrebato de celos le había cortado las moñas a una india tupe de su servicio. Francisca de nombre era, casada con otro tupe llamado Gregorio. Antonio de Pereira era el amo y esposo de Ana de la Peña, hija de un tonelero catalán.

Al amo se le iban los ojos del deseo cuando la india pasaba por su vista, y su esposa ya tenía la malicia de lo que sucedía. Entonces, en burla, le tronchó las trenzas a Francisca. Como sólo el cacique podía hacer eso, según sus leyes, los dos indios se fugaron al Cercado Grande donde vivía Coroponaimo, a ponerle la queja de lo sucedido.

Fue cuando éste juró venganza del agravio.

Convocó a los caciques menores y aún a Paraguarí el anciano señor de los chimilas. De las tierras del cacique Sopatín y de los llanos de Poponí (Valencia de Jesús) y Garupal, llegaron muchos guerreros. Vinieron los jefes Orva y Uruma con un montón de itotos y cariachiles, conocidos por beber chicha en el cráneo de sus enemigos caídos. De los ríos Casacará, Maracas y Tucuy, llegaron socombas y acanayutos. De las riberas de los ríos Guatapurí, Socuiga (Badillo) y Pompatao (Cesar) llegaron chimilas con sus jefes Ichopete y Paraguarí, hijos de la cacica Itobá y de aquel Upar, ahorcado por el conquistador Alfinger, hacía cuarenta veranos.

García Gutiérrez de Mendoza, avencindado en Valle de Upar, tenía un hato ganadero en la región de Uniano, y en previsión mantenía buenas relaciones con los tupes, habiendo criado a Antoñuelo, un indiecito. Llegada la ocasión García Gutiérrez se fue a su hato con ocho hombres. De allí Antoñuelo se fugó y delató la presencia de aquellos blancos. Al amanecer los guerreros prendieron fuego a la cabaña y flecharon a quienes trataron de escapar. Un tal Peñaloza, huyó herido y un día más tarde llegó a dar aviso a la población de los Santos Reyes, pero los caracoles marinos de los indios le anunciaron que había llegado tarde.

La ciudad de los Santos Reyes de Upar fue saqueada. Hubo muertos en sus calles y los que pudieron, se refugiaron en el Convento de Santo Domingo. Antonio Suárez de Florez parapeta la defensa y con otros vecinos que tiraban con arcabuces, fueron metiendo miedo hasta que los indios ordenaron al anochecer al abandono de la población en llamas.

Cinco jinetes partieron de allí hasta Tenerife para dar parte de lo acontecido al capitán Lope de Orozco, Gobernador de la Provincia de Santa Marta, a la sazón en aquel sitio. Éste mandó a Alonso Rodríguez Callejas con un destacamento para el Valle de Euparí.

Un rastro en la maraña del monte llevaba a la laguna de Sicarare, donde los soldados hicieron un alto para descansar de las estropeaduras del viaje. Allí, sofocados, tomaron agua y un extraño sueño les cerró los párpados.

Con la paciencia de su raza, los indios esperaron ocultos en el monte el efecto del agua envenenada. Entonces apareció ella, la Guaricha, que en compañía de dos “piaches” había apagado con su manto los venablos encendidos, el día del ataque, clavados en el portalón del convento. Ahora, ella con un leve roce del manto les devolvía la vida a los españoles envenenados. Cuando éstos se recuperaron, sin percatarse de lo sucedido, continuaron la persecución de los indios. En un campo abierto, encontraron a Corponaimo con los suyos. En la refriega, un tiro de arcabuz le destrozó la garganta. Atados a las grupas de los caballos trajeron indios a la población, en medio de gritos y golpes. Cuando aquella comitiva de desdicha pasaba frente al altozano del Convento, los cautivos señalaban temerosos a la Virgen del Rosario como la Guaricha, que ahora, en el dintel de la puerta, estaba en compañía de los dos “piaches”, que creyeron reconocer en San Pedro y San Jacinto, imágenes allí expuestas en acción de gracias.

Tres caciques menores fueron arropados con leña. Sólo se quemaban tres indios infieles y rebeldes.
En la Casa del Ayuntamiento de Valle de Upar, al viento libre se batía el estandarte de Castilla, mientras la tarde se llenaba con un fuerte hedor de chamusquina.

Por Rodolfo Ortega Montero