EL VALLENATO

Peleas de gallos en Valledupar: ¿maltrato animal o tradición cultural?

La Corte Constitucional ordenó eliminar las peleas de gallos en tres años. Valledupar, donde esta práctica es símbolo de identidad y sustento para cientos de familias, enfrenta un dilema entre la tradición y el bienestar animal.

Un gallo de pelea despliega sus plumas durante la rutina de revisión y entrenamiento en la gallera Miguel Yaneth. El ejemplar gallino también está a la expectativa de la decisión de la Corte. Foto: Jesús Ochoa.

Un gallo de pelea despliega sus plumas durante la rutina de revisión y entrenamiento en la gallera Miguel Yaneth. El ejemplar gallino también está a la expectativa de la decisión de la Corte. Foto: Jesús Ochoa.

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¡Voy cien al chino! –grita un hombre de sombrero y carriel terciado, instalado en la banca más alta de la gradería del coliseo gallístico Miguel Yaneth, en Valledupar.

¡Voy al camagüey! ¡Van los cien! –riposta otro desde la baranda inferior. Es Wilman Oñate, un joven de 22 años que heredó de su padre no solo la pasión por los gallos, sino la idea de que en este mundo lo que sostiene a un hombre es la “palabra de gallero”. Por eso, a pesar de su juventud, ya es consciente del honor que defiende ante aquel desconocido.

Los jueces, uno con cada gallo en las manos, los acercan lentamente. Los animales se tantean, se pican y se reconocen. Es el preámbulo ritual antes de pasar al paño verde donde, casi siempre, uno saldrá muerto y el otro vivo, pero herido de regreso al corral.

Ese inicio, casi ceremonial, hace parte de lo que en el mundo se conoce como riñas de gallo, una tradición que acaba de recibir el espuelazo más mortal: la Corte Constitucional declaró constitucional la Ley 2385 de 2024, conocida como ‘No más olé’, que prohíbe corridas de toros, rejoneo, novilladas, becerradas y tientas, y que en un polémico parágrafo incluye el coleo, las corralejas y las peleas de gallos. Según el fallo, el país tiene tres años para extinguirlas.

“Recibimos la decisión con tristeza y asombro. La Corte Constitucional, sobrepasando sus funciones, legisla desde Bogotá desconociendo la ruralidad y las tradiciones del país”, señala Olimpo Oliver, director ejecutivo de la Federación Nacional de la Gallística Colombiana (Fenagacol), en diálogo con EL PILÓN.

Una noche de gallos en la Miguel Yaneth

A diferencia de los días de Festival Vallenato, la noche en la que visitamos la gallería Miguel Yaneth, ubicada en el barrio Los Caciques, estaba casi vacía. Sin embargo, el aguacero que cayó ese sábado no impidió que los más fieles a esta tradición milenaria acudieran a un combate que, para ellos, es espectáculo y herencia.

Coliseo gallístico Miguel Yaneth, escenario central de las riñas en Valledupar.  Foto: Jesús Ochoa.

Coliseo gallístico Miguel Yaneth, escenario central de las riñas en Valledupar. Foto: Jesús Ochoa.

Coliseo gallístico Miguel Yaneth, escenario central de las riñas en Valledupar. Foto: Jesús Ochoa.

Entre los presentes está Elvis Enrique Barrios Pertuz, de unos 55 años, cuidador, administrador y alma del recinto. Vive allí, entre las graderías y el corral, con su esposa e hijos. Tiene seis gallos propios, pero uno en particular —de raza gallino— es su orgullo. En medio de la entrevista, lo sostiene con cuidado, pasándole la mano por la cabeza. Habla sin apartar la mirada del ave, como si temiera que el futuro de ambos estuviera amarrado en ese cuello fino: “Un gallo no aparece de la nada. Antes de llegar al ruedo lo han tocado tres manos: el que lo enraza, el que lo cría y el gallero que lo afina. Cada uno deja algo en él. Lo que usted ve aquí es una historia entera”.

A pocos pasos, la escena se desarrolla con una solemnidad antigua, casi litúrgica. Antes de soltarlos al ruedo, los gallos fueron llevados a la mesa de pesaje, donde se verificó que ambos estuvieran en el mismo rango de gramos; ni uno más ligero que pueda correr demasiado, ni otro más pesado que gane por pura fuerza. La balanza es la primera jueza de la pelea: solo cuando marca equilibrio, la batalla es considerada justa.

Luego, la calzada, ese momento en el que intervienen los calzadores, hombres de manos firmes y vista minuciosa. Son ellos quienes ajustan las espuelas sintéticas —finas como aguja, cortantes como bisturí— sobre el espolón natural del gallo. Les llaman espuelas postizas, pero en el ambiente se les habla con respeto: “la muerte en miniatura”. Se atan con esparadrapo y cera; mal colocadas no cortan, bien puestas pueden decidir la pelea en un solo golpe. Es un trabajo tan preciso que se aprende en años. Aquí, un error no solo arruina la pelea: deshonra al gallero. 

La calzada es un momento clave. Intervienen los calzadores, hombres de manos firmes y vista minuciosa. Son ellos quienes ajustan las navajas de acero sobre el espolón natural del gallo.

La calzada es un momento clave. Intervienen los calzadores, hombres de manos firmes y vista minuciosa. Son ellos quienes ajustan las navajas de acero sobre el espolón natural del gallo.

Los calzadores, hombres de manos firmes y vista minuciosa. Son ellos quienes ajustan las navajas de acero sobre el espolón natural del gallo.

Después, los animadores (como yo les llamo) entran en escena. Ellos cargan al gallo contra el pecho, lo soplan, lo miran a los ojos, lo animan con palabras que para el resto no tienen sentido, pero que en el mundo gallero se consideran lengua íntima entre hombre y animal.  “Desde que vinimos del criadero, le hacemos un sonido que solo ellos entienden; para que el gallo pelee más”, confiesa Kaleth Bonilla, uno de los particulares protagonistas de la noche.

Entonces, los dos gallos se trenzan a pico y espuela. La sangre brota del pecho de uno, pero el otro también sangra del muslo. Cada espuelazo despierta gritos, apuestas, brazos levantados. En el borde del ruedo, los “aupadores” —o animadores— siguen de pie, moviendo el cuerpo como si pelearan ellos, pidiéndole a gritos al suyo que meta la estocada final. No hay tiempo para pensar: solo para mirar cómo dos animales que nacieron para enfrentarse cumplen su destino mientras el público anima a su favorito.

A pesar de lo cruel que pueda sonar, quienes participan en las riñas de gallos —desde el presidente de la Federación Nacional de la Gallística Colombiana hasta el más humilde de los cuidadores— sostienen que estos animales nacen con un propósito definido: pelear desde sus primeros días de vida. Diversos estudios en etología sugieren que ciertas razas de gallos de pelea poseen un instinto agresivo innato, un comportamiento heredado que se manifiesta incluso en los pollitos de pocos días, quienes ya muestran enfrentamientos naturales como parte de su desarrollo social y sexual.

Olimpo Oliver, presidente de la Federación Nacional de la Gallística Colombiana, Fenagacol, defiende esta visión frente a los críticos de la actividad: “Desde que salen del cascarón, pelean por instinto, por celos, por territorialidad. Si los sueltas en cualquier lugar, se buscan y se enfrentan sin intervención humana. Dios los creó así, y nosotros los respetamos y cuidamos dentro de ese contexto”.

Según Oliver, y los criadores experimentados, la pelea no es un aprendizaje impuesto, sino una manifestación natural del instinto de agresión y supervivencia de la especie, reforzado por generaciones de selección genética en la crianza de gallos de combate. Además, asegura: “Solo el 17.6 % de los gallos que combaten, mueren. Por cada gallo muerto nacen en los criaderos 14 machitos”.

De pollito a matón: el camino de un gallo campeón

Meses antes de aquella noche vallenata en la que el chino y el camagüey se trenzaron a pico y espuela, en dos galleras de Valledupar ya se cocía la historia de esos gallos. Todo comienza mucho antes de que la gallera se llene de gritos y apuestas, con el enrazador, el hombre que decide qué gallo pisa a cuál gallina, anotando cada detalle en un cuaderno gastado: padrote (gallo reproductor seleccionado por sus cualidades de pelea), madre, placa, linaje. Allí se escribe el destino de cada cría; unos serán campeones, otros quedarán olvidados entre polvo y plumas.

Cuando nacen, los pollitos pasan al machero, donde se crían hasta los seis o siete meses. Son meses de cuidado extremo: los alimenta, los separa para que no se maten entre ellos antes de tiempo, los protege del sol y del monte. Desde chiquitos, incluso con apenas mes y medio, se buscan, se miden, se entrenan sin que nadie les enseñe; es la bravura que viene de nacimiento, de sangre, de linaje.

Después entra en escena el gallero, el escultor de la pelea. Ahí empieza el trabajo de ponerlos bonitos, de darles estado físico, de esmejillarles las mejillas, motilar la cresta y hacerlos correr en la valla hasta que el músculo y el nervio estén listos. “No se les enseña a pelear: ya nacieron para eso”, reitera Elvis. “El gallero solo pule, perfecciona y selecciona”.

Elvis Enrique Barrios Pertuz, cuidador y administrador del coliseo gallístico Miguel Yaneth, vive en el recinto junto a su familia.
Sostiene a uno de sus seis gallos, un ejemplar gallino que considera su mejor ave. Foto: Jesús Ochoa.

Elvis Enrique Barrios Pertuz, cuidador y administrador del coliseo gallístico Miguel Yaneth, vive en el recinto junto a su familia. Sostiene a uno de sus seis gallos, un ejemplar gallino que considera su mejor ave. Foto: Jesús Ochoa.

Elvis Enrique Barrios Pertuz, cuidador y administrador del coliseo gallístico Miguel Yaneth, vive en el recinto junto a su familia. Sostiene a uno de sus seis gallos, un ejemplar gallino que considera su mejor ave. Foto: Jesús Ochoa.

Viene entonces la topa, la primera prueba oficial con guantes en las espuelas, para que no se lastimen. Allí se ve quién sirve y quién no. Algunos se descartan, otros sorprenden y se transforman en verdaderos matones. Todo depende del ojo del gallero, que sabe leer el coraje y la astucia de cada animal.

Finalmente, después de meses de cuidado, entrenamiento y selección, el gallo llega a la gallera, listo para el combate. Y allí, en el ruedo, bajo el grito del público, ya no hay palabra que valga ni dueño que hable.

“Un gallo genera cinco empleos”

En la gallería, los gallos no solo generan emoción y tradición: también mueven cifras que sorprenden. Según datos de Fenegacol, cada gallo genera alrededor de cuatro o cinco empleos directos: cuidadores, ayudantes, responsables de enrases y del desarrollo de los pollitos. “Nadie tiene un solo gallo, todos tenemos varios, y cada uno necesita atención especializada”, dice Oliver.

En Colombia existen alrededor de 28.000 gallerías, entendidas como espacios con mínimo 30 gallos en entrenamiento y cuido. Solo en Valledupar se calcula que hay entre 10 y 15 galleras, y cada una da sustento a 30 o 40 familias, lo que implica que unas 300 a 400 familias dependen directamente de esta actividad. A esto se suman los empleos indirectos: vendedores de comida, meseros, cuidadores de vehículos y administradores de taquilla, entre otros.

“No nos podemos imaginar un Festival Vallenato sin la feria de gallos de la Miguel Yaneth”, explica Oliver, recordando cómo estos eventos atraen público incluso durante los días de música y festividades. Y su advertencia es clara: “Perder estas tradiciones es como quitarle el alma a la región. Una sociedad sin alma es fácilmente manipulable. Esto no es solo cultura: es empleo, identidad y recreación para nuestros campesinos”.

Cada semana, en los municipios del Caribe y del Cesar, se realizan eventos gallísticos, desde grandes galleras con graderías y ruedos preparados, hasta las más pequeñas, de barrio o veredales. Todas conforman un entramado económico y cultural que mantiene viva la tradición, mueve millones de pesos y, sobre todo, garantiza trabajo a centenares de familias.

“Es totalmente absurdo, porque se le niega a una cultura, una tradición, seguir estas mismas costumbres del gozo totalmente popular. Las peleas de gallos hacen parte prácticamente de la tradición cultural de Valledupar, desde que uno entra a Valledupar uno encuentra un monumento a los gallos, tiene que ver con el arraigo que tiene la ciudad con los gallos. Lamentable que unos movimientos ideológicos mezclados con política traten acabar con esto porque serían los culpables de la extinción de la raza de los gallos de combate. Es la actividad más popular que tiene el país”, exclama Cali Castro Pumarejo, uno de los galleros que hace presencia permanentemente en la gallera Miguel Yaneth.

Después de meses de cuidado, entrenamiento y selección, el gallo llega a la gallera, listo para el combate. Foto: Jesús Ochoa.

Después de meses de cuidado, entrenamiento y selección, el gallo llega a la gallera, listo para el combate. Foto: Jesús Ochoa.

Después de meses de cuidado, entrenamiento y selección, el gallo llega a la gallera, listo para el combate. Foto: Jesús Ochoa.

La mirada animalista

Para France Lozano, especialista en bienestar animal, la prohibición de la Corte Constitucional no es un ataque a la tradición, ni se mide en dinero o empleo, sino un paso hacia la evolución ética y cultural de la sociedad: “Garantizar la protección de los animales y su bienestar es reconocerlos como seres sintientes, capaces de sentir dolor y sufrimiento. Las peleas de gallos, más allá de la herencia cultural, implican violencia innecesaria y modificaciones en los animales para aumentar el daño a su contrincante. Defender estas prácticas no es defender la cultura, es perpetuar el maltrato”.

Según Lozano, la transición planteada por la ley no es solo legal sino educativa: “Se busca generar conciencia y sensibilidad hacia otras formas de entretenimiento que no involucren sufrimiento animal, y ofrecer alternativas culturales y económicas para quienes dependen de estas actividades. La prohibición no destruye la identidad regional; la fortalece, porque promueve tradiciones que no lastiman ni ponen en riesgo a seres vivos”.

Último espuelazo

El chino mató al camagüey.  Un espuelazo cuando el reloj marcaba 11:50 (a 10 segundos de parar el combate) selló su destino.  Al borde del ruedo, un gallero festeja con un grito acompañado por un trago doble de Old Parr.  El derrotado, el dueño del gallo, recibe un trago, sonríe forzadamente, pero cumpliendo la ‘palabra de gallero’ desembolsa el dinero adeudado. En la arena, verde, un gallo agoniza, mientras otro alza el pecho en señal de victoria. Su destino está en manos de la Corte Constitucional que decidirá si le permite volver a batirse a muerte con otro contrincante o si, por el contrario, su época de ‘gladiador’ termina en un corral poniéndole fin a esta práctica milenaria y arraigada en Valledupar, pero que hoy es considerada por muchos una crueldad animal.

Afuera, bajo la lluvia, la ciudad sigue. Y en la avenida Simón Bolívar de Valledupar, el monumento a la riña —dos gallos eternizados en bronce, trabados en combate— mira hacia el cielo.  Tal vez, sin saberlo, también está peleando por no desaparecer.

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