He seguido a través de las redes el debate sobre el desmonte de la estatua de Hernando de Santana planteado inicialmente por el dirigente Rodolfo Quintero Romero, en entrevista con Andrés Alfredo Molina en Radio Guatapurí, en el que también han participado el filósofo Simón Martínez, el historiador Tomás Darío Gutiérrez y muchos jóvenes vallenatos con opiniones no menos importantes y valiosas.
Me he mantenido al margen por razones de trabajo, pues entre la escritura de mi nueva novela, la argumentación de los libretos de Leandro y las visitas a los pueblos circunvecinos de Valledupar en busca de las locaciones para la serie, que comienza a grabarse el primero de julio, he estado bastante ocupado.
Pero también porque no tenía una idea clara sobre este debate alrededor del revisionismo histórico, o no había querido tenerla, que se viene dando en EEUU y Europa desde hace varios años. Sin embargo, la excelente columna de Molina Araújo publicada ayer me generó una serie de reflexiones que comparto aquí por si acaso puedan aportar en algo a esta discusión.
Tumbar estatuas de personajes controvertidos del pasado no es nada nuevo. Basta recordar aquella escena de Good bye Lenín, quizá la más impresionante y recordada de toda la película, en la que el líder soviético sobrevuela Berlín con la mano tendida hacia un pasado irrecuperable. Además de la caída del muro, la caída de la estatua de Lenín significó el desmonte del socialismo real en Alemania.
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En lugar de haber tumbado o vandalizado la estatua de De Santana, celebro, primero, que Valledupar discuta hoy sobre un tema que inició en otros países y que en otras ciudades del país ni siquiera se ha planteado. Hay aquí un progreso importante de resaltar; segundo, el debate deja claro el interés de los vallenatos, particularmente de los jóvenes, por apropiarse de nuestra historia y preocuparse por nuestro presente y futuro a través de este amplio diálogo; y, tercero, por participar en él con apasionamiento, pero con un lenguaje que no denota odios ni el deseo de cortar puentes, sino más bien el de contribuir en torno a una causa que a muchos nos interesa, y que es mucho más valioso en estos días en que el país atraviesa por su peor crisis de identidad de las últimas décadas. Este asunto del desmonte de esta estatua tiene que ver, precisamente, con nuestra identidad vallenata.
TEMA MENOR
Antes de continuar quiero detenerme en lo planteado por Andrés Molina en su columna. Tiene él toda la razón, como afirman los informes de Cesore (que leo juiciosamente cuando se publican), que la situación social del departamento es alarmante y que los índices de desigualdad, pobreza extrema, estancamiento salarial, desempleo, inequidad, injusticia, dependencia laboral del Estado, corrupción y demás, en lugar de reducirse cada vez asciende más y más. Y sin solución a la vista.
Es este el tema más importante del departamento hoy día, particularmente viendo lo que sucede en Cali. Seguramente los vallenatos no llegaremos a ese extremo, o al menos eso espero yo, pero sin duda hay una olla a presión a punto de reventar, por lo que las condiciones están servidas para que algo así suceda. Y posiblemente lo estarán más luego de la construcción del Centro de Cultura del Cesar, un museo necesario pero un gasto suntuoso que no se compadece con nuestra realidad social y al cual me refiero, en el capítulo sobre cultura, en el libro sobre el Cesar en la era poscarbón que próximamente publicará Fernando Herrera.
Comparado con todo esto, lo del desmonte (no hablo de tumbar o derribar) de la estatua del fundador sin duda es un tema menor, e incluso banal. Pero se trata de dos debates diferentes. Que un tema sea más importante no excluye la discusión de los otros. De hecho, hay muchísimos más que también ameritan discusión en el departamento sin quitarle su valía al problema social.
DIGNIDAD
Lo cierto es que la desigualdad no es solo un tema económico. Como escribió en ‘La tiranía del mérito’ el filósofo político Michael Sandel, una de las voces más respetadas y escuchada en el mundo actual, “Perdemos muchas cosas si solo nos basamos en los aspectos económicos de la desigualdad, aunque estos son importantes. Necesitamos también enfocarnos en la economía de la valoración”, la cual busca considerar las políticas de humillación por la falta o no de reconocimiento. Creer que la desigualdad es solo un asunto económico da fuerza vital al populismo “más que la desigualdad material como tal”. Y ojo con esto: es bueno tenerlo en cuenta en épocas preelectorales.
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“El que degrada a otro me degrada, y todo lo que se dice o se hace vuelve a mí al fin”, dice Walt Whitman en su célebre y celebrado poema. Las razones que motivan al hombre sobrepasan lo económico. La dignidad -esto es, la capacidad del ser humano de hacerse a sí mismo, de ser quien quiere ser, de poder transformarse en alguien cada vez mejor–, se asimila al thymós griego, esa parte del alma que sirve de soporte tanto a la rabia como al orgullo. Lo primero lo siente alguien a quien se le niega la voz, se ignora o se le coarta su identidad; lo segundo, aquel a quien se le reconoce su valor como ser humano.
No basta con la valía que el hombre se da a sí mismo si al tiempo no es reconocido por los otros como una persona con ideas, atributos y opiniones propias. Y lo que da sentido a esa dignidad es el reconocimiento y el respeto en igualdad de condiciones que a los demás. Esa dignidad se exige en lo individual, pero también cuando un grupo social ha sido irrespetado o humillado.
Esto es, precisamente, lo que exige el pueblo indígena en general, no solo el del Cesar (y debería ser una causa nacional, no solo indígena). Ellos, que estaban aquí siglos antes de que llegaran los españoles, tienen razón cuando preguntan por qué reverenciar el modelo de vida de un colonizador. Cortar esa parte de nuestra historia es un acto de reivindicación memorística, un juicio contra los símbolos de su dolor. Y es claro que al quitar la estatua no se olvidará el carácter genocida de la Conquista, pero tampoco se glorifica.
En todo esto hay un tema de profundo racismo: los indígenas no son vistos aquí como iguales a pesar de que crecimos tan cerca de ellos (no olvido, de mi infancia, las casas de los Castro, en la Plaza Alfonso López, visitadas todos los días por arhuacos. Y a Pepe, abuelo del hoy alcalde, departiendo sonriente con ellos). Es un tema, también, de respeto y tolerancia, no de ideología política como algunos pretenden enfocarlo.
Porque, digámonos la verdad, la mayoría de nosotros (y aclaro que uso el yo mayestático porque con los egos y sensibilidades actuales hasta esto hay que aclarar) ni siquiera nos acordábamos de esa estatua o sabemos dónde está ubicada. Hace mucho tiempo no paso por la Estación de Policía, pero la recuerdo como un monumento tan feo como el de la Cacica, Diomedes, Villazón, Vives y el de ‘Los Quintero’. Vale la pena vetarlas tan solo por razones estéticas, como escribió Andrés Alfredo, pues parecen más una burla que un homenaje.
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Mi prima Yarime Lobo hizo una propuesta interesante, apoyada, entre otros, por el dirigente conservador Álvaro José Soto: encaramar a De Santana en un pedestal en el barrio que lleva su nombre, a menos de cien metros de Radio Guatapurí. Algo similar sucedió en Lima con la estatua ecuestre del conquistador Francisco Pizarro, que pasó de la Plaza Mayor a un parque menor. En estos días de diálogo y concertación, ¿por qué no acudir a una solución como esta? Cambiarla de sitio no afecta la cotidianidad vallenata, pero sí amplía el espectro democrático, en especial en tiempos cuando la democracia está en riesgo por cuenta del populismo autoritario, bien sea de derecha o de izquierda. Como dice el pensador israelí Yuval Harari: “Hay algo profundamente problemático en darle la espalda a la democracia”.
Nabusimake existía exactamente igual a hoy cuando los españoles la rebautizaron San Sebastián de Rábago, el nombre con que yo la conocí de niño y hasta la Constitución del 91. Pocos en Valledupar le pararon bolas a este cambio. Hoy nadie discute que este caserío indígena debió llamarse siempre así, con ese hermoso nombre que en lengua arhuaca traduce “Tierra donde nace el sol”. Cambiar de sitio a De Santana no es un mero asunto de simbolismo, sino de paso un reconocimiento a nuestro pasado y a nuestra historia original, no a la impuesta por los españoles.
En lugar de exigir respeto, conviene ganarlo. Si no le metemos ideología política a los debates, como sucede con los originados por lo informes de Cesore, es más fácil dialogar sobre ellos hasta llegar a consensos.
Por: Alonso Sánchez Baute