Fabian me puso la mano en el hombro y en tono confidente comenzó a contarme sus afugias económicas, pues tenía varios años que no tenía trabajo estable, pero que eso no le haría perder su alegría ni las ganas de vivir y gozar la vida.
Comenzaré contando que después de ser un parrandero empedernido que todos los fines de semana rumbeaba de amanecida, por una promesa que hice a un ser querido tomé la determinación de no probar una gota de alcohol y seguí el método de las 24 horas de sobriedad y ya completo los diez años de ser abstemio.
Esa abstención cambió mis hábitos y la forma de relacionarme con los amigos, por ello me he refugiado en la lectura y en la escritura y permanezco la mayor parte del tiempo recluido en mi pequeño estudio rodeado de libros y papeles, sentado en un amplio escritorio tecleando tercamente en un viejo portátil lo que de mi caletre obtuso -como diría Degreiff- trato de sacar con tirabuzón.
Corría el mes de septiembre del año 2019, mes en que se realizan las fiestas patronales de Tamalameque (tenemos dos santos patronos, ambos festejados en el mes de septiembre, el Cristo el 14, y San Miguel el 29); era viernes 13, víspera de la fiesta del Cristo, el pueblo estaba engalanado, había corralejas, carreras de caballo, competencias ciclísticas y de atletismo y sobre todo una rumba colectiva impresionante, los atronadores estallidos de la polvera retumbaban en las alturas, la música a alto volumen se sumaba a esa sensación de loca alegría que se apodera de los pueblos en sus ferias y fiestas.
A eso de las cinco de la tarde salí de mi estudio y me paré en la terraza de mi casa y acodado en una reja de altura media que separa mi tarraza de la calle comencé a observar el desfile de paisanos que eufórico pasaba por el frente, muchos me saludaban al pasar, otros se detenían un breve instante a hablar conmigo, algunos pasaban sin verme, pero yo notaba el estado de alicoramiento por el volumen y tono de lo que conversaban con sus acompañantes.
A lo lejos divisé una figura de andar zigzagueante que caminaba en dirección al centro del poblado, lo observé detenidamente, era mi amigo Fabián, sí, Fabián Roberto Rodríguez Vega, un personaje de mi pueblo, festejado por sus simpáticas anécdotas y su nutrido repertorio de dichos y refranes.
Pasó sin verme, y cuando iba como a cinco pasos le llamé la atención con un «Hola don Fabio, a dónde va con esa juma». Al reconocer mi voz se detuvo en seco, y se regresó con la mano extendida a saludarme con una amplia sonrisa: «Qué hubo, Pinocho», me dijo, y estrechó mi mano con cariño e inició a contarme que venía de donde Fernando Pérez su amigo, que había tomado Whisky a tutiplén y que estaba más ‘peado’ que calzón de loca, pero que estaba alegre como nunca: «Sin plata pero alegre», me dijo, y soltó una carcajada. Luego citando a otro paisano dijo: «Como dijo Mingo Gómez, plata no tengo, pero mala vida no me doy».
Fabian me puso la mano en el hombro y en tono confidente comenzó a contarme sus afugias económicas, pues tenía varios años que no tenía trabajo estable, pero que eso no le haría perder su alegría ni las ganas de vivir y gozar la vida, que cada día traía su afán pero que ese afán por fuerte que fuera venía con su solución, que lo que pasaba era que el afán llegaba en un vehículo mucho más rápido y por eso llegaba de primero, pero que la solución la mandaba Diosito en un carro destartalado y por eso llegaba de último, pero que de que llegaba, llegaba.
«Mire viejo Pino», me dijo, «la vida hay que vivirla como venga, no hay manera de decirle: ¡Oye tú! no me gusta como viniste o como te estás poniendo. Nada, viejo Pino, la vida no escucha, ella llega como le da la gana y ni modo, hay que tomarla y bailar con ella, ¿sabes por qué? A su lado está la huesuda, la del garabato, la muerte, esperando que le hagas mala cara para llevarte y esa señora sí es jodida, esa no se deja hablar, ni baila ni bebe, es fea, seria y resabiada.
¿Sabes una cosa? En esta vida todo tiene un precio, todo se negocia, todo se resuelve. La única que no acepta negocio es la huesuda. Pinocho si la muerte se transara, si la muerte se dejara negociar, si uno pudiera preguntarle ¿Oiga, cuánto me cobras por 5 años más de vida? y ella diera un precio, te lo juro viejo Pino, te lo juro por Cristo bendito, que yo estuviera del otro lado del río Magdalena tirando rula en una zocola para reunirle la plata a la muérgana esa, para que me diera una gabela de por lo menos cinco años más de vida».
Soltó una estruendosa carcajada y se despidió diciéndome: «Cuidado escribes lo que te dije porque si lo haces lo niego en público», esta vez reímos los dos y nos despedimos, desde entonces no he dejado de pensar en sus palabras.
Por: Diógenes Armando Pino Ávila
Fabian me puso la mano en el hombro y en tono confidente comenzó a contarme sus afugias económicas, pues tenía varios años que no tenía trabajo estable, pero que eso no le haría perder su alegría ni las ganas de vivir y gozar la vida.
Comenzaré contando que después de ser un parrandero empedernido que todos los fines de semana rumbeaba de amanecida, por una promesa que hice a un ser querido tomé la determinación de no probar una gota de alcohol y seguí el método de las 24 horas de sobriedad y ya completo los diez años de ser abstemio.
Esa abstención cambió mis hábitos y la forma de relacionarme con los amigos, por ello me he refugiado en la lectura y en la escritura y permanezco la mayor parte del tiempo recluido en mi pequeño estudio rodeado de libros y papeles, sentado en un amplio escritorio tecleando tercamente en un viejo portátil lo que de mi caletre obtuso -como diría Degreiff- trato de sacar con tirabuzón.
Corría el mes de septiembre del año 2019, mes en que se realizan las fiestas patronales de Tamalameque (tenemos dos santos patronos, ambos festejados en el mes de septiembre, el Cristo el 14, y San Miguel el 29); era viernes 13, víspera de la fiesta del Cristo, el pueblo estaba engalanado, había corralejas, carreras de caballo, competencias ciclísticas y de atletismo y sobre todo una rumba colectiva impresionante, los atronadores estallidos de la polvera retumbaban en las alturas, la música a alto volumen se sumaba a esa sensación de loca alegría que se apodera de los pueblos en sus ferias y fiestas.
A eso de las cinco de la tarde salí de mi estudio y me paré en la terraza de mi casa y acodado en una reja de altura media que separa mi tarraza de la calle comencé a observar el desfile de paisanos que eufórico pasaba por el frente, muchos me saludaban al pasar, otros se detenían un breve instante a hablar conmigo, algunos pasaban sin verme, pero yo notaba el estado de alicoramiento por el volumen y tono de lo que conversaban con sus acompañantes.
A lo lejos divisé una figura de andar zigzagueante que caminaba en dirección al centro del poblado, lo observé detenidamente, era mi amigo Fabián, sí, Fabián Roberto Rodríguez Vega, un personaje de mi pueblo, festejado por sus simpáticas anécdotas y su nutrido repertorio de dichos y refranes.
Pasó sin verme, y cuando iba como a cinco pasos le llamé la atención con un «Hola don Fabio, a dónde va con esa juma». Al reconocer mi voz se detuvo en seco, y se regresó con la mano extendida a saludarme con una amplia sonrisa: «Qué hubo, Pinocho», me dijo, y estrechó mi mano con cariño e inició a contarme que venía de donde Fernando Pérez su amigo, que había tomado Whisky a tutiplén y que estaba más ‘peado’ que calzón de loca, pero que estaba alegre como nunca: «Sin plata pero alegre», me dijo, y soltó una carcajada. Luego citando a otro paisano dijo: «Como dijo Mingo Gómez, plata no tengo, pero mala vida no me doy».
Fabian me puso la mano en el hombro y en tono confidente comenzó a contarme sus afugias económicas, pues tenía varios años que no tenía trabajo estable, pero que eso no le haría perder su alegría ni las ganas de vivir y gozar la vida, que cada día traía su afán pero que ese afán por fuerte que fuera venía con su solución, que lo que pasaba era que el afán llegaba en un vehículo mucho más rápido y por eso llegaba de primero, pero que la solución la mandaba Diosito en un carro destartalado y por eso llegaba de último, pero que de que llegaba, llegaba.
«Mire viejo Pino», me dijo, «la vida hay que vivirla como venga, no hay manera de decirle: ¡Oye tú! no me gusta como viniste o como te estás poniendo. Nada, viejo Pino, la vida no escucha, ella llega como le da la gana y ni modo, hay que tomarla y bailar con ella, ¿sabes por qué? A su lado está la huesuda, la del garabato, la muerte, esperando que le hagas mala cara para llevarte y esa señora sí es jodida, esa no se deja hablar, ni baila ni bebe, es fea, seria y resabiada.
¿Sabes una cosa? En esta vida todo tiene un precio, todo se negocia, todo se resuelve. La única que no acepta negocio es la huesuda. Pinocho si la muerte se transara, si la muerte se dejara negociar, si uno pudiera preguntarle ¿Oiga, cuánto me cobras por 5 años más de vida? y ella diera un precio, te lo juro viejo Pino, te lo juro por Cristo bendito, que yo estuviera del otro lado del río Magdalena tirando rula en una zocola para reunirle la plata a la muérgana esa, para que me diera una gabela de por lo menos cinco años más de vida».
Soltó una estruendosa carcajada y se despidió diciéndome: «Cuidado escribes lo que te dije porque si lo haces lo niego en público», esta vez reímos los dos y nos despedimos, desde entonces no he dejado de pensar en sus palabras.
Por: Diógenes Armando Pino Ávila