Peregüetano centinela de ramas con rizos de flores blancas abanica el camino de los ríos.
Los árboles no son pecadores
imaginan la muerte en la vejez,
lejos de la desgracia arboricida.
Cuando el día abre sus ventanas
alucinados ofrendan sus colores
que duermen el silencio de la sombra.
El campano, árbol de lluvia o samán,
gigante sombrero de sabanas,
alterno banquete del ganado.
Peregüetano centinela de ramas
con rizos de flores blancas
abanica el camino de los ríos.
La ceiba bosquejo de ballena,
con frondas de nubes retira
de su estancia la sequía.
El higuito de rostro ermitaño,
barbas colgantes sus raíces;
apacible soñador de los bosques.
El caracolí escudo a la tormenta,
su fruto un corazón de harina
en la mesa antigua de la comarca.
El sol atrapa la danza del cañaguate,
silencia por instante la voz del arco iris.
Detenerse en el festivo cañaguate
es levitar en la magia de la luz.
Por José Atuesta Mindiola
Peregüetano centinela de ramas con rizos de flores blancas abanica el camino de los ríos.
Los árboles no son pecadores
imaginan la muerte en la vejez,
lejos de la desgracia arboricida.
Cuando el día abre sus ventanas
alucinados ofrendan sus colores
que duermen el silencio de la sombra.
El campano, árbol de lluvia o samán,
gigante sombrero de sabanas,
alterno banquete del ganado.
Peregüetano centinela de ramas
con rizos de flores blancas
abanica el camino de los ríos.
La ceiba bosquejo de ballena,
con frondas de nubes retira
de su estancia la sequía.
El higuito de rostro ermitaño,
barbas colgantes sus raíces;
apacible soñador de los bosques.
El caracolí escudo a la tormenta,
su fruto un corazón de harina
en la mesa antigua de la comarca.
El sol atrapa la danza del cañaguate,
silencia por instante la voz del arco iris.
Detenerse en el festivo cañaguate
es levitar en la magia de la luz.
Por José Atuesta Mindiola