José de los Santos Reyes Campo es un acordeonista habitante de San Pablo, que es un corregimiento de María la Baja, Bolívar. Tiene 85 años de edad, el brío de una persona de menos edad, la tolerancia del que nada lo incomoda, del que nada quiere cambiar, y la capacidad mental para contar historias que ha vivido y las que ha creado soñando que es famoso.
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Su casa es una de las pocas cuyas paredes no son construidas con barro y madera; sin embargo, no hay otro elemento que la distinga de todas las levantadas, como la de él, en torno a una antigua pista de aterrizaje de avionetas fumigadoras. Todas comparten la pobreza absoluta de sus habitantes. La edificó con el dinero que le dieron como víctima de un desplazamiento forzado de las tierras que fueron de su padre, lo que ha sido usual en los Montes de María donde la violencia ha hecho carrera y cimentado su historia.
La suya es la historia del vencido por la pobreza, la que no logró superar ni con el sonido de su acordeón. Derrotado ideó frases que apunta a aceptar lo que ha sucedido en su vida: “Lo que Dios le manda a quienes somos pobres, aunque sea poco es bastante”. “La riqueza me la mandaron en ciencia, y que no todo es dinero, aunque lo tengan como el rey”.
Él hace parte de un grupo de acordeonistas nacidos en el municipio de María la Baja, del que hacen parte Alejo Banques, Francisco y Miguel Polo, Osvaldo Ramos y Enrique Díaz. Zona del Caribe que no está mencionada entre aquellas en las que los cultores del vallenato han hecho importantes aportes a este género musical.
Lo abordamos una tarde en la que soplaba una brisa de lluvia que venía de las estribaciones de los Montes de María. Tras una larga búsqueda en el pueblo apareció cuando comenzamos a escuchar los primeros truenos que preludiaban el aguacero. Me sorprendió su agilidad al caminar, mas no la cara de alegría, pues conocía cuál era nuestro interés, tanto que portaba un acordeón nuevo que, a instancias de Guillermo Valencia, le regaló el productor musical Chaco.
De inmediato le pedimos que interpretara una melodía, tocó la cumbia llamada ‘Eusebia Salgado’, que grabó para una producción musical que este año saldrá al mercado. Después de hacerlo se mostró preocupado porque en la canción aparezca, en el trabajo que produce Chaco, como autor. Teme que de suceder lo demanden por plagio porque según él, quien la compuso, un poeta y vendedor ambulante de María la Baja, antes de morir no se la cedió a través de ningún papel ni mucho menos dándole el número de cédula de ciudadanía.
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José de los Santos nació a la orilla de un arroyo en la región de la Bonga, al que conocen como Arroyo Hondo; sin embargo, por decisión de su padre aparece como de San Pablo. Este señala que su progenitor acostumbró a denunciar el nacimiento de sus hijos ante un corregidor que se encargaba de llevar esos papeles para la parroquia ubicada en la cabecera municipal.
“SERÉ UNO DE LOS FLOJOS DE COLOMBIA”
Fue a los doce años cuando por primera vez abandonó la finca de su padre, se fue para Cartagena donde se empleó haciendo oficios varios en una casa de familia. Trabajaba en la mañana y en la tarde iba a una escuela cercana, pero al faltar a la jornada temprana, de las dos diarias, era castigado, los maestros lo arrodillaban sobre granos de maíz. Las reprimendas, los castigos, lo obligaron a abandonar los estudios.
“No fui más a la escuela cuando iba por la cartilla número tres. Yo no supe hasta qué curso llegué, por eso quedé todo sopeteado, sin estudios de servicios. Lo que hago es ayudarme con la mente para que no me engañen, no me jodan”.
Después regresó a la finca, y su padre le entregó la responsabilidad de alcanzar frutas como la guama y el aguacate, así como cortar palma para hacer techos. Adelantando esas labores fue cuando le anunció que quería ser acordeonista. Entonces se enfrentó al rechazo de este y lo hizo utilizando una frase que ya había escuchado de sus maestros, que era un flojo, porque el músico era sinónimo de ello, de bebedor y mujeriego. Después de acusarlo le ordenó: agarre el machetico ese que le afilé para que saque la tarea esa de limpiar el arroz y mate las culebras que encuentre por ahí.
“Es que los viejos decían que los músicos y los médicos eran flojos porque no se sacaban dos tareas todos los días tirando machete. Entonces yo dije: iré a ser uno de los flojos de Colombia, porque lo mío es el acordeón. Así que no le toqué más el tema hasta que me escuchó tocándolo. Aproveché, ya siendo un muchachón, para comprar uno con la plata que ahorré siendo jornalero. Yo le agradezco a un tío porque me enseñó a tirar machete”.
Lo compró en Cartagena, era de dos teclados, y con él se enfrentó al silencio indiferente de su padre con quien coincidía todas las mañanas temprano, este tomando café cerrero y humeante y él tocando el acordeón. Pero si la oposición de su padre no lo detuvo, tampoco lo iba a hacer el carecer de un profesor o guía que lo llevara a conocer los secretos del instrumento. Ideó un método para aprender, para estar al día con las canciones que estaban de moda. Iba a San Pablo y se acercaba donde los picot programaban la música vallenata, para escuchar, especialmente, la de sus ídolos: Alejo Durán y Andrés Landero.
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“Fue tanto lo que me gustó la música de Landero que una vez fui a grabar y me dijeron que no porque dos Landero no podían existir, lo que me obligó a buscar mi estilo. Y aprendía tanto de él porque lo seguía, lo reparaba, hasta perdía una noche, de pie, escuchándolo, viéndolo tocar en un baile”.
EL RECORRIDO
Después, cuando creyó que dominaba el instrumento se abrió en opera (así lo dijo) y comenzó a salir, a andar de pueblo en pueblo, amenizando bailes y parrandas. Los primeros en escucharlo fueron los habitantes de la finca cercana a la de su padre, después fue a Cativas, Munguía, Matuya, Manpujan, incluso hasta María la Baja.
“Empecé a animar bailecitos, a conseguir noviecitas y a comer sancochos. Me con mis diez, mis veinticinco centavos, tocando toda la santa noche. Me buscaban un taburete de estos nuevos y lo recostaba a horcón y la gente bailando y dándome fama”.
Asegura que en el trasegar por los pueblos, por los montes, se encontró con Durán, con Landero, Luis Enrique Martínez, Pacho Rada y aprovechó para verlos tocar, para seguir aprendiendo. Veía los movimientos de las manos, dónde pisaban las teclas, sin que supieran que lo enseñaban.
Volvió a marcharse hacia Cartagena, en esta oportunidad apoyado en su acordeón, y para lograrlo procuró asociarse con un grupo de músicos. De ese tiempo refiere una historia que debe ser producto de su imaginación, de su afán de mostrarse ante mí como un acordeonista importante:
“Me convertí en el acordeonero preferido de las reinas de belleza, por eso me bajaron en los mejores hoteles de Cartagena. Ahí comía las comidas finas que jamás pensé que podía saborear. Me hice famoso, por eso Fuentes me llamó para que grabara con él, por lo que me dio una buena plata”.
Pero volviendo a la realidad de su vida, cuenta José de los Santos que durante el tiempo que estuvo en esa ciudad se rebuscaba en las playas tocando el acordeón. Para entonces se casó, él tenía 17 y ella 16 años, con quien era su vecina en la región de la Bonga. Se fueron a vivir a Cartagena y tras regresar al lugar de origen de ambos, él retomó a las actividades del campo mientras que los domingos era acordeonista en los pueblos circunvecinos.
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“Ella se murió de parto y los pelaos quedaron chiquitos, entonces mi suegra me dijo que se quedaba con ellos porque como yo estaba joven me iba a buscar otra mujer, la que seguro les iba a pegar y eso no lo iba a permitir. Ella decía que si eso sucedía afilaba un machete y le volaba la cabeza. Uno de mis hijos es cajero profesional, como lo fue mi hermano Andrés Campo, que tocó ese instrumento con Andrés Landero y Luís Enrique Martínez”.
Él asegura tener más de cien composiciones, la mayoría inéditas. De esas ha grabado dos: ‘San Pablo’, que es un homenaje a su pueblo, y ‘El caballo alazán’. Esta canción está rodeada de una historia que es el mismo acordeonista quien nos las cuenta:
“Ese fue un caballo que compró Francisco Ledezma en Sincelejo, que corría en las fiestas de San Juan, en San Pablo y las ganabas todas. Entonces él me dijo que si le componía una canción y la grababa me daba un toro reproductor o una vaca parida. Así lo hice, pero oiga lo que sucedió: él tenía una mujer que era chocoana, la que tenía sus hijos, y resulta que Francisco vendió todo para tomárselo en ron y mujerear. Entonces mandó a los hijos a que lo esperaran en una punta de monte, después del Limón, y le quitaran la plata. Así fue, y, además, le dieron una palera que tuvieron que llevárselo para una clínica en Cartagena donde se gastó un poco de plata.
Resulta que cuando llego con mi disco y lo busco para dárselo y para pedirle que me cumpla, me respondió: ‘Ombe, José, qué te voy a dar, si yo estoy arruinado’. Entonces dije: ‘Se perdió mi trabajo, pero quedó el disco’. A veces me lo piden por ahí y me dan mis cinco mil pesos cuando lo toco”.
Enrique Díaz es el acordeonista más importante de la parte de los Montes de María donde se ubica el municipio de María la Baja. Su extensa obra musical así lo comprueba. José de los Reyes asegura que fueron amigos, incluso cuenta que en varias oportunidades tocaron juntos y tuvieron algunos piques.
“En uno de ellos Enrique me dijo que él era el tigre de María la Baja, entonces yo le respondí: ‘Si tú lo eres, yo soy el león de San Pablo’”.