FARÁNDULA

En honor a Alfonso López Michelsen

El presidente intelectual por excelencia, hizo grandes aportes al Cesar siendo su primer gobernador, como fue la creación del Festival Vallenato.

En honor a Alfonso López Michelsen

En honor a Alfonso López Michelsen

canal de WhatsApp

Como tributo al centenario del natalicio del exgobernador y expresidente Alfonso López Michelsen, esta casa editorial reproduce su editorial del día 30 de junio de 2013, titulado: Alfonso López, vallenato, colombiano.

El expresidente López, es recordado como destacado por su liderazgo, aporte social, económico y político que le hizo no solo al Cesar, al ser su primer Gobernador, sino a Colombia, siendo un representante del partido Liberal.

Alfonso López, vallenato, colombiano

El Pilón rinde homenaje a Alfonso López Michelsen, unido de sangre a la provincia vallenata y a la Costa Caribe, primer gobernador del Cesar y fundador del Festival de la Leyenda Vallenata. Presidente de Colombia. Se conmemoran hoy 100 años de su nacimiento.

No hay palabras para representar lo que López, con sus vicisitudes, significó en la vida nacional en la segunda mitad del siglo XX. Ya en el presente, en los 90 años de vida, fue inmenso su compromiso por representar a las víctimas de la violencia y buscar el entendimiento y el acuerdo humanitario. Son famosas sus frases y su interpretación del momento político. Hoy recordamos aquella en que dijo que a la guerrilla primero se le derrotaba y después se negociaría. Ese sentido de la historia parece darle la razón: después de una década de frontal lucha contra ella y su debilitamiento se han abierto los diálogos de paz.

No hay suficientes palabras para reconocer su educación superior, su universalidad, sus libros, sus conocimientos económicos, sociales, jurídicos y de la idiosincrasia y las regiones de Colombia.

No hay suficientes palabras para evocar su contribución a mostrar a Valledupar, y a su vecindario, su cultura, su gente, ese Cesar, que, como el río, veía extendido hasta La Guajira. Con él a la cabeza, sin desconocer el papel de una generación de políticos honestos, como José Antonio Murgas, que creó el departamento y de ciudadanos de todos los matices, como Consuelo Araújo y Rafael Escalona, en el de forjar un festival de acordeones, el mundo vallenato se abrió paso en los grandes salones y en los más connotados círculos del poder político y empresarial. Consuelo era la enjundia. Rafael (y Gabo), fantasía y magia. López la erudición y el poder.

No hay suficientes palabras para reconocer su afán por esta tierra y su progreso. De allí que es un ícono su nombre, como el de su padre, López Pumarejo, en obras, monumentos, plazas, terminales, salones y cantos.

Es una ironía, una paradoja, que nos lacera y desafía con rabia, que el departamento piloto, – con sus municipios y la región de progreso que se soñó- , que al crearse tuvo como primer gobernador quizá al colombiano integralmente más educado del Siglo XX, (sumido en una inversión de valores y atrapado por mafias políticas, de la contratación y el enriquecimiento personal a costa del erario público y la ciudadanía de bien), haya sido expuesto a la luz nacional como cadáver ganándose el galardón del departamento de peor acceso, logro y calidad en la educación superior.

“Rosario Pumarejo de López, mi abuela”

Rosario Pumarejo de López.

Rosario Pumarejo de López.

Rosario Pumarejo de López.

Mi abuela, Rosario Pumarejo de López, era un personaje enigmático en las crónicas de la familia. Murió siendo muy joven, antes de cumplir los 30 años, pero dejó una numerosa prole. De ella sólo se conserva un retrato único, el mismo que figura en todas la biografías de mi padre. Ni siquiera sobreviven cartas de puño y letra. Alguna vez su prima hermana, Josefina Cotes, me regaló en la población de La Paz, municipio del hoy Departamento del Cesar, una carta en la que le confía que está esperando un niño (que vino a ser mi padre) y le decía que quería salir de la tradición de los Pedros y los Manueles y le iba a poner un nombre nuevo en la familia: Alfonso.

La carta la perdí en un accidente de automóvil, cuando imprudentemente, tratando de averiguar un desperfecto del vehículo, prendí un fósforo en la toma del combustible y, en el curso de segundos, el coche se convirtió en una inmensa hoguera.

La señorita Cotes era la única persona que la conoció desde la infancia y, ya muy avanzada en años, recordaba a su prima Rosario como una niña muy dulce, de ojos tristes que, para mí, es la imagen que debieron conservar sus contemporáneos. Mi padre, que la perdió prematuramente, apenas recordaba el esmero con que lo vestía y el calificativo de “Gallito Fino” con que lo designaba. Como en el caso de los parientes López, mi padre nunca se interesó por el historial de sus antepasados Pumarejo. Eran latifundistas en el valle del río Cesar, donde llegaron a poseer más de 120.000 hectáreas de tierra entre las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta y el río Cesar. Los López Pumarejo experimentaban cierto orgullo inocultable en pertenecer a una de las más prominentes familias de la Costa Atlántica, dueña de un gran poder económico y político, que le permitió a José Domingo de Pumarejo votar infructuosamente por el Doctor Mariano Ospina Rodríguez para la Presidencia de la Republica, cuando la elección era en segundo grado y la decidió el Senado, en las célebres jornadas de 1851, en las que triunfó el ciudadano liberal José Hilario López, “ el libertador de los esclavos”, con quien nada tenía que ver la familia del mismo, o sea, la nuestra.

Estos Pumarejo, de origen andaluz, llegaron a Colombia a mediados del siglo XVIII y sus descendientes desempañaron algún papel en las guerras de la independencia, alineándose al lado de Bolívar en la emancipación de la que se conocía entonces como la Provincia de Santa Marta. Surgió en Valledupar la mujer más destacada de aquellos tiempos Doña Concepción Loperena de Fernández de Castro, hija de españoles, que abrazó al lado de Bolívar la causa de la revolución. La Declaración de la independencia de Valledupar, redactada de su propia mano, es de una esbeltez literaria incomparable. Con su don de mando, esta extraordinaria mujer le impuso a los Miembros de Cabildo de Valledupar, entre los cuales forzosamente figuraba un Pumarejo, la obligación de suscribir su proclama separatista; hizo donación de 500 novillos de un mismo color al General Bolívar para subvenir a los gastos de la emancipación del yugo español y las autoridades del Virreinato no se atrevieron a sancionarla, sino con la imposición de un confinamiento obligatorio en sus propiedades de Chiriguaná, castigo al que se sometió a instancias de su marido. Figura en lugar prominente en la correspondencia de Bolívar, quien asegura que sin su colaboración “la independencia de la Provincia de Santa Marta no hubiera sido posible”. Santander, a su muerte, le hizo rendir honores militares, como miembro de los ejércitos republicanos, y un hálito de leyenda cobija su recuerdo. Sospecho, sin haber profundizado el tema de esta disquisición, que la Loperena, como se conoció popularmente entre los vallenatos, no fue, como Policarpa Salavarrieta y otras tantas heroínas de aquellos tiempos, una soldadera, pan de soldado, que, por amor o por patriotismo, acompañaban a la tropa en los sinsabores y glorias de las campañas. Era una mujer culta, imbuida de las ideas liberales del siglo XVIII europeo, que se entregó por entero a la causa antiespañola, que era la de su estirpe, y sobresalió entre las mujeres de su tiempo por una capacidad de liderazgo desconocido en aquellas edades, y en un medio tan proclive al “machismo”, como ha sido siempre nuestra Costa Norte.

El recuerdo de Rosario Pumarejo, aquella abuela desconocida, muerta en la última década del siglo XIX, debió influir en forma decisiva sobre la vida de muchos seres que apenas llegaron a conocerla y transmitieron una imagen amable de la pobre huérfana, a quien había precedido en la tumba, su padre, Sinforoso Pumarejo y su madre Rosario Cotes. Valledupar yacía perdida como una aldea más entre la brumas del recuerdo, arrullada en sus sueños por los acordeones venidos de Curazao, sin que nadie, entre los López, en muchos años tratara de llegar, para conocer aquellas haciendas de nombres sonoros: ”El tambor “, “Leandro”, “Camperucho”, “Mariangola”, “El Diluvio”… Esta última había sido de Sinforoso, que murió empitonado por un toro en unas corralejas en Santa Marta, cuando apenas salía de la adolescencia. Llegó, en medio del jolgorio, a desafiar un astado y pagó cara su osadía. Su figura de bebedor, parrandero y mujeriego, se conservó por muchos en la región donde se le conocía con el simpático apodo de “Polocho”. Tuvo dos hijos, un varón y una mujer, y de esta última se hizo cargo una tía sin descendencia, Doña Josefina Pumarejo De Mier, casada con uno de los descendientes del español hospitalario bajo cuyo techo, en San Pedro Alejandrino, expiró el Libertador. Empresario de muchos recursos, el hijo del señor De Mier tenía una casa de comercio en Honda, a donde se trasladó con su mujer y su sobrina y allí tuvo lugar el encuentro de la joven Rosario con Pedro A. López. Alfonso López Pumarejo fue el mayor de los hijos varones y su memoria ocupará lugar prominente en estas páginas destinadas a reconstruir la crónica de los López”, escribió Alfonso López Michelsen en “Mis Memorias”, 2007, La Oveja Negra-Quintero Editores, Bogotá.

*Tomado del libro Mis Memorias

TE PUEDE INTERESAR