La luz de la mañana se insinuaba por encima del lomo de la montaña que desvestía las inmensas rocas del cerro Pintao de Villanueva, alcanzando a divisarse desde el aeropuerto de Valledupar. El reloj marcaba las cuatro y media de la mañana y estábamos esperando a Jorge Oñate y a Nancy, que llegarían desde La Paz, para iniciar un periplo lleno de actividades relacionadas con el Festival Vallenato, en homenaje a él y el reconocimiento al compositor Rosendo Romero.
Eduardo Montero era nuestro compañero de viaje. La llegada de los dos produjo un saludo corto, cargado de afecto. Él y ella eran la misma sombra, agarrados de manos nos enrumbamos a hacer el chequeo de nuestro vuelo que abordaríamos a las 05:45 de la mañana.
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En la sala de espera, la conversación era fluida cargada de anécdotas; Jorge gesticulaba y se movía acompañado de una risa burlona cuando se refería a las invenciones de su compadre ‘Poncho’ Zuleta. “Ponga ‘cuidao’ pariente Mono: antes del 26 de abril compro el avión… porque la pila de gente que tengo invitada al festival no va a ‘cabé’ en el Jumbo de Avianca”. Soltó la risotada. No dejaba de caminar de un lado para el otro, masticando chicle, ansioso tal vez por el estrés del viaje. La gente lo saludaba y expresaba su cariño, sin duda alguna era un personaje muy especial.
El vuelo fue tranquilo, llegamos al aeropuerto El Dorado una hora y quince minutos más tarde, donde nos recogió una buseta que nos tenía la Fundación del Festival rumbo al centro de la ciudad, destino restaurante Bakers, en la carrera 8 con calle 12 en el centro de Bogotá. Allí nos reunimos con Rodolfo Molina y Gloria Inés, Diana y Andrés Alfredo Molina, Jorge Luis, el ‘Mono’ Romero y la periodista Tatiana Orozco de la Fundación. Desayunamos a manteles. Oñate pidió una tortilla española que me hizo saborear por ser un plato especial del lugar, mientras Nancy circunspecta meditaba en ayuna. Este lugar es de esos sitios bogotanos donde frecuentan los magistrados y personajes que tienen que ver con la justicia. Nos emperifollamos y salimos a cumplir la cita en el Palacio con el presidente Iván Duque, quien nos recibiría a las 11:00 de la mañana, para invitarlo formalmente al 53 Festival de la Leyenda Vallenata.
La fila para entrar al Palacio era corta pero llena de requisitos, piden de todo, le inspeccionan a uno hasta la suela de los zapatos. En los zaguanes del Palacio se movía mucha gente ya que en uno de los salones, contiguos al nuestro, el presidente le daba posesión al nuevo ministro de Salud, Fernando Ruiz Gómez. No sospechaba nadie entonces de la importancia de esa posesión.
La delegación vallenata la encabezaba el grupo de la Fundación, el alcalde de Valledupar, Mello Castro, los reyes vallenatos Jaime Dangond, Ciro Meza, Ponchito Monsalvo, Alfonso Novoa, y en el recinto se nos unieron los congresistas José Alfredo Gnecco, Didier Lobo, Cristian Moreno, Ape Cuello, Eloy Quintero y una cantidad de personajes que se sumaron al acto.
La llegada del presidente al salón fue muy emotiva, saludando a todos con mucha deferencia, especialmente a Jorge Oñate, a quien le expresó su admiración. Su intervención fue corta pero sustanciosa, donde resaltó la labor de la Fundación en pro de la música vallenata y el compromiso de su gobierno en reactivar el emprendimiento cultural de nuestra región. Acto seguido, Jorge cantó con el rey vallenato Jaime Dangond ‘El Cantor de Fonseca’, de Carlos Huertas, y la ‘Vieja Sara’, del maestro Escalona, al unísono con los tres reyes.
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El presidente intervino entre aplausos y le pidió a Jorge que cantara ‘La bola de Candela’ de Hernando Marín, pero la interpretó Jaime Dangond, rematándola con versos libres, invitando al presidente al evento.
El más motivado sin duda era Oñate, no cabía en la ropa de la dicha, su risa iba de oreja a oreja, se le notaba a leguas, era uno de sus sueños. El haber invitado personalmente al presidente le auguraba el éxito que se buscaba para hacer un festival apoteósico como se lo imaginaba.
PROVINCIA
Salimos del Palacio tranquilos y contentos por lo exitoso que había sido la visita, la amabilidad del presidente Duque que, a pesar de haber regresado de Nueva York horas antes, nos atendiera con especial afecto, exaltando la labor que hacíamos en la promoción de nuestro festival. Era hora de almuerzo cuando regresamos a la buseta dirigiéndonos al norte de la ciudad al restaurante ‘Casa Matilde’, donde nos esperaba un grupo de amigos con quienes departimos un suculento almuerzo acompañado de Jaime Dangond con su acordeón, el guitarrista Richard Viloria y su hijo, quienes amenizaron el momento.
Bogotá, a pesar de estar cerca de las estrellas, alberga una cantidad de gente provinciana que nos hacen sentir como en casa, su gastronomía y la alegría que le imprimen al quehacer diario es maravillosa, sobre todo ‘Casa Matilde’, un lugar especial para recordar la provincia en la fría capital.
Eran las cuatro de la tarde aproximadamente cuando emprendimos el regreso Jorge, Nancy y mi persona; los otros se quedaron haciendo actividades relacionadas con el Festival. La buseta avanzó rauda y llegamos a tiempo para tomar el vuelo de regreso. Nos despedimos del conductor y seguimos al despacho de Avianca para registrarnos pero nos dijeron que el vuelo estaba retrasado, hicimos un gesto de conformidad y Jorge nos invitó a Crepes & Waffles, en el segundo piso del aeropuerto, para que deleitáramos el mejor helado de Bogotá y la verdad que después de degustarlo evidencié que sin duda alguna sí lo era. Hablamos de todo, entre otras, de su diabetes porque Nancy se lo recordó, pero… una vez al año no hace daño le disintió, entre risas. Me acordé que días atrás me hiciera una invitación a probar la sopa de mondongo más verraca de la región, hecha por Margoth en el kiosco de su casa y mientras hablábamos de la casa museo nos interrumpió e hizo traer una torta de almendra dietética que le habían regalado en Valledupar. Nancy le dijo: “Jorge, estamos hablando de algo importante y sales brindando torta”, y él le expresó: “¡Esa torta es dietética, Nancy, no les hace daño!”. Él era así, un anfitrión a carta cabal.
A la mesa, mientras saboreábamos el helado, se acercaron quienes lo reconocían y él amablemente posaba y extendía su sonrisa para la cámara. Allí duramos un buen rato hasta que nos llamaron para abordar el vuelo por la salida número 71.
Eran las 10:25 de la noche cuando emprendimos el vuelo de regreso, estábamos muertos del cansancio, los ojos se nos abrían y cerraban solos, los bostezos iban y venían. Jorge masticaba el chicle con menos rapidez que en la mañana cuando por fin llegamos justo una hora después, recuerdo que me dijo: “Pariente, ¡por fin llegamos! La gente no sabe el sacrificio que hace uno por el folclor, andamos dando vironda desde las cuatro de la mañana y fíjese que todavía no terminamos y lo que nos falta!”.
Fue el último vuelo, donde compartimos intimidades y pude penetrar en su alma, supe del inmenso valor de su trabajo como hacedor, como gestor cultural, un guerrero a carta cabal, lástima que sus dos últimos sueños no los pudo realizar: el homenaje que le brindaría la Fundación Festival de la Leyenda Vallenata y el Museo Jorge Oñate González en la casa de su madre Delfina, en La Paz.
Aprendí que detrás de un gran hombre existe una gran mujer, Nancy, altiva y dulce a la vez, una mezcla explosiva de afectos, capaz de mantear las dificultades que tuvo Oñate para que pudiera ser una Leyenda.
La noche se hizo más oscura en la medida que avanzaba, su figura se balanceaba entre las sombras como el péndulo del viejo reloj de la alhambra, agarrado de manos de ese amor que le marcó el destino y los dos se me perdieron en la oscuridad. A Jorge nunca más lo volví a ver.
Por Efraín Quintero Molina