Al entrar al pueblo llegábamos primero a la casa de “Poncho” Joiro, que siempre guardaba café bien cargado, luego pasábamos donde Rosita Marenco, donde mi mamá siempre se quedaba para hacer visita, mientras nosotros seguíamos hacia juzgados en la plaza, donde mi papá siempre pasaba a revisar los casos que llevaba.
A comienzos de los años 80 tuve una experiencia maravillosa que todavía reposa en mi memoria; en una de los tantos viajes en el Toyota verde de Valledupar a Fonseca con mis padres, siempre había que hacer una parada obligada en San Juan del Cesar, tierra de grandes compositores como Hernando y Deimer Marín, Máximo Móvil, Nacho Urbina, Juancho Rois, Marciano Martínez, Diomedes Díaz y muchos más que regaron poesías cantadas en este lugar.
Al entrar al pueblo llegábamos primero a la casa de “Poncho” Joiro, que siempre guardaba café bien cargado, luego pasábamos donde Rosita Marenco, donde mi mamá siempre se quedaba para hacer visita, mientras nosotros seguíamos hacia juzgados en la plaza, donde mi papá siempre pasaba a revisar los casos que llevaba.
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Apenas entraba, yo iniciaba mis aventuras por el río Cesar, que estaba justo detrás, con mi honda que no me faltaba para cazar, alguna que otra iguana, recuerdo que era un momento que disfrutaba mucho porque también aprovechaba para darme un chapuzón, sabía que podía demorarme porque mi papá después que terminaba sus trámites, se iba a la casa de Yin Daza a pocos metros a saludar y hablar de literatura, poesía y política; siempre me llamó la atención su educación y don de gente, además de su intelectualidad, sus charlas eran amenas y bastante profundas para mi edad de 10 años, pero me servía para obtener más tiempo y seguir haciendo mi exploración correteando mariposas amarillas en un pueblo encantado, con callejuelas pequeñas y gente curiosa en las ventanas que me deslumbraba.
En esos recorridos llegué hasta una casa donde había un patio cerrado con tablas, por las rendijas logré ver varias camionetas Ford de alta gama parqueadas, en el fondo una parranda donde cantaba un juglar pequeño y gracioso que portaba un sombrero, parecía un personaje de los que habitaban Macondo en Cien Años de Soledad.
Solo escuché una canción, cuando un hombre se levantó de su taburete, sacó un revólver de su cintura e hizo tres disparos al aire y gritó: “Bueno, que pase la gente que está allá afuera, porque voy a parrandear y no quiero más molestias”. Enseguida entraron como 30 personas al patio, mujeres embarazadas, ancianos, en fin, yo también aproveché el desorden y me volé la cerca; la gente hizo una cola frente al misterioso hombre quien puso un maletín marca Sansonite negro en la mesa y comenzó a sacar billetes de 200 pesos para darles a esas personas, que le besaban la mano como agradecimiento; al terminar exclamó: “Bueno ahora sí, ahora sí, que siga la parranda que quiero es bebé”. “Colacho ya escuchaste al Chijo López, toca ese acordeón, que vamos es parrandea”, dijo el juglar de baja estatura y sombrero.
La gente se fue feliz con la plata en la mano y de nuevo el acordeón embrujó ese patio donde había un palo de limón, un mango frondoso, al lado una olla de sancocho en un fogón de leña y una pequeña troja cubierta por un árbol del carácter del hombre, donde todos se resguardaban del sol.
Se escucharon más canciones hermosas en la voz de ese artista que me parecía descomunal, porque expresaba una fuerza para cantar y un carisma inigualable al bailar, el tiempo pasó volando, cuando me vine a dar cuenta ya se había ido gran parte del día.
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Regresé a la plaza y mis padres preocupados ya me andaban buscando, después de un justo regaño seguimos a Fonseca a visitar a mi abuela Tota, pero con un momento vivido que jamás pude olvidar.
Mucho tiempo después me reencontré con ese cantante pequeño de sombrero que marcó mi memoria, al llegar a su casa en Valledupar para conocer su vida y obra e incluirla en el libro ‘Juglares Contemporáneos’, de inmediato recordé todo, era el gran Isaac “Tijito” Carrillo que, con unas canas y algunas arrugas en su frente, me volvió a interpretar aquellas canciones que me emocionaron de niño: ‘De hinojos’, ‘La Guayabalera’, ‘El Monarca’, ‘La Cañaguatera’ y muchas más.
Esta historia solo la podía vivir en San Juan del Cesar, un pueblo que recuerdo mucho y donde conservo amigos como el periodista Hermes Francisco Daza, la fiscal Ana María Castrillo y Tatiana Murillo y en especial, a una mujer que se fue a la eternidad hace poco, Soledad Brito, un gran ser humano.
San Juan del Cesar cumple 323 años de creación, hoy se ha convertido en un referente en el tema salud y un emporio turístico, quise recordar esta historia para homenajear a su gente, no sin antes decir que desde la lejana Italia me gustaría volver a caminar sus calles para respirar ese aire que baja de nuestras dos Sierras y apreciar en una noche la luna Sanjuanera, la más bella del universo, como la dejó inmortalizada en su canción el compositor Roberto Calderón.
Por Jacobo Solano C.
Al entrar al pueblo llegábamos primero a la casa de “Poncho” Joiro, que siempre guardaba café bien cargado, luego pasábamos donde Rosita Marenco, donde mi mamá siempre se quedaba para hacer visita, mientras nosotros seguíamos hacia juzgados en la plaza, donde mi papá siempre pasaba a revisar los casos que llevaba.
A comienzos de los años 80 tuve una experiencia maravillosa que todavía reposa en mi memoria; en una de los tantos viajes en el Toyota verde de Valledupar a Fonseca con mis padres, siempre había que hacer una parada obligada en San Juan del Cesar, tierra de grandes compositores como Hernando y Deimer Marín, Máximo Móvil, Nacho Urbina, Juancho Rois, Marciano Martínez, Diomedes Díaz y muchos más que regaron poesías cantadas en este lugar.
Al entrar al pueblo llegábamos primero a la casa de “Poncho” Joiro, que siempre guardaba café bien cargado, luego pasábamos donde Rosita Marenco, donde mi mamá siempre se quedaba para hacer visita, mientras nosotros seguíamos hacia juzgados en la plaza, donde mi papá siempre pasaba a revisar los casos que llevaba.
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En esos recorridos llegué hasta una casa donde había un patio cerrado con tablas, por las rendijas logré ver varias camionetas Ford de alta gama parqueadas, en el fondo una parranda donde cantaba un juglar pequeño y gracioso que portaba un sombrero, parecía un personaje de los que habitaban Macondo en Cien Años de Soledad.
Solo escuché una canción, cuando un hombre se levantó de su taburete, sacó un revólver de su cintura e hizo tres disparos al aire y gritó: “Bueno, que pase la gente que está allá afuera, porque voy a parrandear y no quiero más molestias”. Enseguida entraron como 30 personas al patio, mujeres embarazadas, ancianos, en fin, yo también aproveché el desorden y me volé la cerca; la gente hizo una cola frente al misterioso hombre quien puso un maletín marca Sansonite negro en la mesa y comenzó a sacar billetes de 200 pesos para darles a esas personas, que le besaban la mano como agradecimiento; al terminar exclamó: “Bueno ahora sí, ahora sí, que siga la parranda que quiero es bebé”. “Colacho ya escuchaste al Chijo López, toca ese acordeón, que vamos es parrandea”, dijo el juglar de baja estatura y sombrero.
La gente se fue feliz con la plata en la mano y de nuevo el acordeón embrujó ese patio donde había un palo de limón, un mango frondoso, al lado una olla de sancocho en un fogón de leña y una pequeña troja cubierta por un árbol del carácter del hombre, donde todos se resguardaban del sol.
Se escucharon más canciones hermosas en la voz de ese artista que me parecía descomunal, porque expresaba una fuerza para cantar y un carisma inigualable al bailar, el tiempo pasó volando, cuando me vine a dar cuenta ya se había ido gran parte del día.
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Mucho tiempo después me reencontré con ese cantante pequeño de sombrero que marcó mi memoria, al llegar a su casa en Valledupar para conocer su vida y obra e incluirla en el libro ‘Juglares Contemporáneos’, de inmediato recordé todo, era el gran Isaac “Tijito” Carrillo que, con unas canas y algunas arrugas en su frente, me volvió a interpretar aquellas canciones que me emocionaron de niño: ‘De hinojos’, ‘La Guayabalera’, ‘El Monarca’, ‘La Cañaguatera’ y muchas más.
Esta historia solo la podía vivir en San Juan del Cesar, un pueblo que recuerdo mucho y donde conservo amigos como el periodista Hermes Francisco Daza, la fiscal Ana María Castrillo y Tatiana Murillo y en especial, a una mujer que se fue a la eternidad hace poco, Soledad Brito, un gran ser humano.
San Juan del Cesar cumple 323 años de creación, hoy se ha convertido en un referente en el tema salud y un emporio turístico, quise recordar esta historia para homenajear a su gente, no sin antes decir que desde la lejana Italia me gustaría volver a caminar sus calles para respirar ese aire que baja de nuestras dos Sierras y apreciar en una noche la luna Sanjuanera, la más bella del universo, como la dejó inmortalizada en su canción el compositor Roberto Calderón.
Por Jacobo Solano C.