Para quienes llevamos el vallenato en el alma, la escena es familiar y a menudo dolorosa. Escuchamos un bajo eléctrico donde antes reinaba la guacharaca, una batería que asimétricamente compite con la caja, o una letra que parece más cercana al pop urbano que a las crónicas de un juglar. Surge entonces la preocupación, casi un lamento, que repiten quienes alguna vez gozaron de un viejo vallenato “yuca” como el de Poncho Zuleta o Diomedes Díaz: ¿estamos perdiendo nuestra ancestralidad?
Esta inquietud es un eco de una tensión universal. Y la clave para entenderla, paradójicamente, no se encuentra en un festival de música, sino en las teorías de los recién laureados con el Premio Nobel de Economía 2025: Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt. Su trabajo nos recuerda que lo que percibimos como una “embestida” a nuestra tradición es, en realidad, la manifestación cultural de un motor imparable: la destrucción creativa. El economista Joseph Schumpeter, padre intelectual de los laureados, describió el progreso como un “vendaval perenne”. No el vendaval de Farid Ortiz, sino aquel que revoluciona incesantemente la estructura económica —y cultural— desde adentro, “destruyendo la vieja y creando una nueva”.
Lo que Aghion y Howitt formalizaron es que este vendaval no es un accidente, sino un proceso impulsado por la innovación y la competencia. En el mundo del vallenato, los artistas y productores son los “empresarios-innovadores” de Schumpeter. Al introducir un nuevo instrumento o una nueva tecnología de producción, no buscan traicionar el folclor, sino conquistar nuevos mercados y audiencias, motivados por la promesa del éxito.
El modelo de Aghion y Howitt nos explica por qué este proceso se siente como un conflicto. Cada innovación exitosa —pensemos en el impacto de los “Clásicos de la Provincia” de Carlos Vives— crea un nuevo estándar y, al hacerlo, “destruye” la posición dominante de las formas anteriores, volviéndolas comercialmente obsoletas. La nostalgia que sentimos por el vallenato “puro” es el eco de esa destrucción. Los puristas y los artistas tradicionales, en la jerga económica, son los “incumbentes” que ven amenazado su statu quo por los “nuevos entrantes” que traen la disrupción.
Pero esta dinámica no opera en el vacío. Justo cuando el mercado empuja hacia la novedad, otro actor poderoso entra en escena: el Estado, actuando como guardián de la memoria. En 2015, la UNESCO, a petición de Colombia, incluyó el vallenato en la Lista de Patrimonio Cultural Inmaterial que requiere medidas urgentes de salvaguardia. Lo fascinante es que una de las amenazas citadas fue, precisamente, “una nueva ola de vallenato que está marginando la música tradicional“. Es decir, la propia innovación schumpeteriana fue identificada como un riesgo. En respuesta, el Estado colombiano diseñó un Plan Especial de Salvaguardia (PES) para proteger los aires tradicionales y fomentar la transmisión en espacios como la parranda.
Este pulso entre el mercado y el Estado no es exclusivo de Colombia. En España, la región de Andalucía aprobó una ley para proteger el flamenco, introduciéndolo en el currículo escolar, aunque no sin críticas de expertos que advirtieron que legislar el flamenco podría ser lo más anti-flamenco del mundo. En Argentina, tras décadas en que las dictaduras militares lo reprimieron, el Estado revivió el tango con una Ley Nacional y una Academia, llevándolo a ser patrimonio de la UNESCO. Y Francia, desde 1994, obliga por ley a sus emisoras de radio a programar una cuota de música en francés para proteger su chanson de la “invasión anglosajona”. Lo que estos casos demuestran es que la cultura es un campo de batalla entre la conservación y la innovación.
La perspectiva histórica de Joel Mokyr nos ayuda a entender por qué gana la innovación a largo plazo: la globalización y la tecnología han creado un “mercado de ideas” musical a escala planetaria. Un joven músico de Valledupar hoy tiene en su smartphone acceso a toda la música del mundo en distintas plataformas, un caldo de cultivo para la experimentación impensable para los juglares de antaño.
Un folclor que se atrinchera en la pureza absoluta corre el riesgo de convertirse en una pieza de museo. La “embestida” de la innovación es la prueba de su vitalidad. Es la señal de que el género es lo suficientemente robusto como para dialogar con el presente, para mutar sin morir. Hoy, el vallenato se canta en diferentes idiomas y se fusiona con instrumentos inimaginables décadas atrás, algo que demuestra su capacidad de conquistar nuevos mercados, tal como predijo Schumpeter.
El trabajo de los Nobel no nos pide que abandonemos la nostalgia. Al contrario, nos da un marco para entender que la tensión es necesaria. La preocupación por la ancestralidad, y el papel del Estado como su custodio, actúa como un ancla, un recordatorio del legado. Pero la innovación es el viento que llena las velas. Así, la próxima vez que escuchemos un vallenato que nos suene extraño, recordemos que estamos presenciando el vendaval en acción. No es una traición, es el pulso del progreso. Es el doloroso pero indispensable proceso de destruir para crear, el mismo que hoy garantiza que el sonido de un acordeón, aunque se mezcle con un sintetizador, seguirá contando las historias de nuestro tiempo.
Por: Erlin David Carpio Vega.











