Esta crónica se adentra en el corazón de esos relatos inmortales: los mitos y leyendas que, generación tras generación, siguen tejiendo el tapiz invisible de nuestra identidad. Prepárense para cruzar el umbral donde la ficción se confronta así misma y el miedo es la única regla.
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Era pasada la medianoche cuando Maribel despertó con un nudo en el pecho. Afuera, la ciudad parecía dormida, pero dentro de su casa, en el Callejón de las Estrellas, algo se movía entre la oscuridad y el silencio.
El calor era insoportable, y al intentar abrir la ventana, escuchó un llanto que le heló la sangre.
—¡Ay, mis hijos! —gritaba una voz femenina.
El eco se fue acercando poco a poco, hasta sentirse justo en su habitación. Maribel temblaba. Aquella voz no era desconocida. Corrió a la cocina, donde su madre había dejado una cruz de madera. Pero al llegar, se paralizó: frente a la cruz, una figura blanca la observaba.
Envuelta en una sábana, aquella mujer levantó lentamente la cabeza. Su rostro estaba cubierto de sangre, las lágrimas eran rojas, y su mirada, vacía. Maribel la reconoció al instante: era la paciente del 301.
Dos meses atrás, Maribel, enfermera del Hospital Rosario Pumarejo, había cometido un error fatal. Por estar distraída llenando un informe, olvidó suministrar un medicamento. La paciente murió por omisión. Desde entonces, la culpa la perseguía.
Ahora la tenía frente a ella, llorando sangre, sin pronunciar palabra. Maribel quiso pedir perdón, pero la figura se desvaneció lentamente, dejando un aire frío y pesado.
Desde aquella noche, Maribel soñaba con la mujer, siempre frente a la cruz, siempre llorando. Hasta que un día decidió buscar información sobre ella. Descubrió que había vivido en una invasión detrás del Batallón La Popa, junto a sus tres hijos y su abuela inválida.
Desde entonces, Maribel se hizo cargo de ellos. Les lleva comida, paga sus estudios y los visita con frecuencia. Y desde que lo hace, nunca más volvió a soñar con la paciente del 301.
Una historia que, dicen, solo demuestra que a veces los muertos descansan… cuando los vivos corrigen sus errores.
Por Juan David Carrillo, estudiante de Comunicación Social de la Andina











