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La mujer del barrio Cañaguate de Valledupar

Esta crónica se adentra en el corazón de esos relatos inmortales: los mitos y leyendas que, generación tras generación, siguen tejiendo el tapiz invisible de nuestra identidad. Prepárense para cruzar el umbral donde la ficción se confronta así misma y el miedo es la única regla.

La Mujer del Cañaguate 1

La Mujer del Cañaguate 1

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Esta crónica se adentra en el corazón de esos relatos inmortales: los mitos y leyendas que, generación tras generación, siguen tejiendo el tapiz invisible de nuestra identidad. Prepárense para cruzar el umbral donde la ficción se confronta así misma y el miedo es la única regla.

Esa noche, la parranda estaba viva en el barrio El Cañaguate, en Valledupar. El ambiente olía a ron, a música y a alegría. Poncho estaba allí, rodeado de sus amigos y su familia, celebrando un cumpleaños.

Era el alma de la fiesta: el que más reía, el que más bailaba… y también el que más tomaba. Ya llevaba ventaja frente a los demás con el trago. Su mamá, al verlo llegar más temprano, había dicho:
—Ese muchacho viene en temple.

Y así era. Poncho contagiaba a todos con su energía. La parranda se extendió hasta las dos y media de la madrugada, cuando algunos lo vieron prender su moto y salir del lugar.

A eso de las cuatro de la mañana, regresó a casa. Tocó la puerta, y su madre, medio dormida, fue quien le abrió. Lo vio pálido, amarillo, con los ojos desorbitados, como si hubiese visto al mismísimo diablo.

Hijo, ¿qué te pasó? —le preguntó—. Pareces haber visto al demonio.
Casi, madre… casi —respondió él, con la voz entrecortada.

Se sentó en el mueble de la sala, temblando. Su madre lo tocó y notó que tenía una fiebre altísima, el cuerpo hirviendo como una plancha.

Al día siguiente, cuando por fin pudo hablar con calma, intentó explicar lo ocurrido. Preguntó a todos los que estuvieron en la parranda si recordaban a una mujer rubia, de ojos claros, vestida con lino blanco. Todos lo negaron. Nadie la había visto.

Pero yo bailé con ella —decía Poncho—. Le canté, la enamoré. Ella me hablaba bonito, se reía conmigo. Después me pidió que la llevara a su casa.

Sus amigos se miraban confundidos.
Poncho, tú estabas solo —le dijeron—. Bailabas solo, hablabas solo, le cantabas a una silla. Pensamos que era cosa de borrachera.

Poncho juró que no. Contó que la mujer se había montado con él en la moto y que, al dar la vuelta por el Parque de las Madres, sintió un frío extraño que se le subió por la espalda.

Me daba miedo voltear a mirarla —relató—, pero ella me dijo: “para aquí”.
Su voz ya no era dulce; era ronca, profunda, casi tenebrosa. Paré justo frente a la puerta del cementerio.

Cuando la mujer se bajó, ya no era la misma. Su rostro se había transformado: pálido, los ojos hundidos, las mejillas secas y vacías. Era una cara de ultratumba.

Esa mujer era la propia muerte —dijo Poncho—. Todavía escucho el chirriar de la puerta del cementerio cuando se abrió.

La vio perderse entre las tumbas, pero antes de desaparecer por completo, volteó y le dijo con una sonrisa macabra:
—Nos vemos el sábado, en el mismo sitio… con la misma gente… y la misma parranda.

Poncho no recuerda cómo logró prender la moto ni cómo llegó a su casa. Solo sabe que desde esa noche nunca más volvió a parrandear después de las seis de la tarde.

Y dicen en el barrio El Cañaguate que, desde entonces, por la Novena Poncho no pasa ni de día ni de noche.

Por Juan David Carrillo, estudiante de Comunicación Social de la Andina

Temas tratados
  • barrio El Cañaguate
  • cuentos de terror
  • especial de terror EL PILÓN
  • historias paranormales
  • la mujer del Cañaguate
  • leyendas del Cesar
  • relatos vallenatos
  • terror en Valledupar

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