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La Constitución Nacional, un tesoro intocable de la dignidad y la esperanza

Hoy, en medio del desencanto político, defender la Constitución es un acto de amor. En sus artículos reside la memoria de los ausentes, la voz de los pueblos originarios, el clamor de las mujeres y el derecho a soñar de los jóvenes

Fausto Cotes, columnista de EL PILÓN.

Fausto Cotes, columnista de EL PILÓN.

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La Constitución Política de Colombia de 1991 nació como una alternativa después de noches prolongadas de violencia y desconfianza. Fue el suspiro de un país que, cansado del dolor, decidió creer en la palabra como refugio y en la justicia como destino. Nació para fortalecer la unidad de la nación, asegurar la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad y la paz.

No fue solo una carta jurídica; fue un acto de fe en el espíritu humano. En ella se selló el pacto entre el sufrimiento y la esperanza, entre la memoria y el porvenir. Ella brotó del invierno más cruel de la historia colombiana: el de la intolerancia, el olvido y la sangre. Su letra, entonces, no fue solo política; fue poética, fue redentora, fue un intento de reconciliación entre el país y su propia conciencia. Desde su esencia, es un tesoro nacional intocable, porque guarda en su núcleo lo más sagrado del espíritu colectivo: la dignidad humana.

El Estado Social de Derecho que ella instituye es una filosofía moral que coloca al ser humano en el centro de la vida pública, donde la justicia, la participación y la paz dejan de ser privilegios para convertirse en derechos y deberes compartidos.

Sin embargo, se ha olvidado su espíritu. Hoy se la manipula, se la acomoda, se la vacía de alma. Y el país, en lugar de romper esas cadenas, a veces las renueva con nuevas formas de poder, corrupción y desigualdad. La Constitución, que debía ser escudo de los débiles, se convierte en herramienta de los fuertes. Aun así, en cada maestro que enseña libertad, en cada juez que resiste la tentación de la injusticia, en cada campesino que exige respeto, la Constitución renace.

Hoy, en medio del desencanto político, defender la Constitución es un acto de amor. En sus artículos reside la memoria de los ausentes, la voz de los pueblos originarios, el clamor de las mujeres y el derecho a soñar de los jóvenes. Hay que recordar que el perdón, concebido como acto moral, es el único medio de quitarnos de encima el pasado funesto, y la Constitución fue esa promesa y ese perdón colectivo. Así deben entenderlo los procesadores de la paz, pero parece que hoy día, en los pactos de reconciliación, hacen caso omiso de sus funciones.

Y se la maltrata. Se la manosea con reformas que no buscan justicia, sino poder. Acomodar el poder a capricho de mediocres que han despreciado su patria no es nada loable para profesionales ilustres y de presencia jurídica que la representan, para que se les permita convertirla en instrumento de coyuntura, olvidando que su verdadero valor no está en el contenido de sus artículos, sino en su espíritu, y cada intento de manipulación por interés político es un golpe al alma nacional, una afrenta a la memoria de quienes hemos soñado con un país más humano.

No se puede dejar, entonces, al libre albedrío de falsos ídolos que alimentan de populismo la ignorancia de la gente para afianzarse en el poder desmedido que cabalga en la locura.

Proteger la Constitución es la última acción de la esperanza en esta era de ilusos, miserables y vanidosos llenos de amor propio. En ella está escrita la posibilidad de que la voz del pueblo no sea de adorno y de que la riqueza y el poder se compartan con justicia.
La Constitución es un acto de libertad cuya filosofía, al cumplirla, es hacer de la vida cotidiana el acto más libre y revolucionario que un pueblo puede realizar.

Quizá, algún día, cuando Colombia aprenda a mirar su Constitución con los ojos del alma —como diría Leandro Díaz, el poeta vallenato— y no del poder totalitario, comprenderá que ella es más que una norma: es la conciencia viva de una nación que todavía sueña con la paz. Y ese sueño —hecho de justicia, de ternura y de dignidad— es el verdadero tesoro nacional que no debe ni puede tocarse jamás.

Sin embargo, yo, que nunca la he leído, la he tocado… sí, pero en su corazón, con mi patriotismo, que, de tanto observar y escuchar a la naturaleza misma, me ha enseñado dónde lo tiene y me está indicando con qué facilidad se pasa de la democracia a la dictadura si no la protegemos.

Por: Fausto Cotes N.

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