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En un buque negrero

Eran siete barcazas grandes que sobre el rasero de las aguas estaban anudadas a unos estacones de madera afincados en la playa. Esperaban la señal de alguien para irse al impulso de sus remos hacia un buque negrero que en el mar esperaba a una distancia de dos tiros añadidos de bombarda. Eran horas de baja marea y bonancible estaban las aguas del lugar.

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Como un cisne en reposo estaba el San Bartolomeu de Braganza, buque negrero de pabellón portugués, que esperaba una carga de negros bozales asaltados en sus montes y en sus aldehuelas nativas. Tres días llevaba en espera con las anclas bajas y el velamen caído frente a la ensenada de Chaguto, pequeño paraje del extenso territorio de Angola.

Los remeros de las barcazas cobijadas de palma y cargadas con negros amarrados, no quitaban los ojos de un espacioso bohío, situado a un buen trecho más allá sobre la misma franja costera, residencia de Casanga, el reyezuelo negro de aquel territorio que vendía africanos cautivados en las aldeas vecinas, a los blancos traficantes de esclavos. Ahora, él, estaba ocupado en hacer cuentas de las mercaderías ganadas en el trueque de 65 cautivos suyos y que debía entregarlos a los negociantes portugueses del San Bartolomeu, con quienes había hecho el trato. Por eso sus hombres se habían ocupado toda la mañana en hacer arrumes en unas trojas altas con rollos de tela, barriles de pólvora, arcabuces, pipas de ron, charrascas y cuchillos, castañuelas, espejos, cascabeles y otros abalorios de cambio.

Nada se movía en aquellas planicies que no lo supiera Casanga. Era el último de una dinastía de bravos guerreros cuyo bisabuelo, el gran Casanga Pechi, había sido cabeza de una fiera alianza de tribus para guerrear con otras, tomando el dominio de las riberas del río Congo desde su nacimiento, allá por tierras de pigmeos, entre el río Dande, la meseta de Bié, hasta el lago Tangañica, en más de cien leguas metidas en lo profundo, para dar nacimiento al codiciado imperio Dongo, de donde venía el marfil en colmillos de elefantes y aquellas gotas duras de cristal que los lusitanos llamaban diamantes.

Mas ahora, todo aquel territorio estaba dividido en pedazos, porque las tribus de la alianza cruzaron lanzas entre ellas, quedando algunos tiranuelos, enemigos entre sí, como reyes de aldeas. Con la llegada de la gente blanca a aquellas costas, tales jefes se dedicaron, como oficio de lucro, a cautivar en partidas de caza por los montes o en asaltos a caseríos pajizos perdidos en la selva cerrada, a sus propios hermanos de sangre, aliados de antes y enemigos de ahora, para darlos en tratos de cambio a los barcos cristianos que merodeaban las playas. No era raro encontrar navíos negreros surtos en las bahías de Loango, Cabinda y Mayombe, en la costa de Ngola, que los portugueses adueñados de aquellas tierras mal pronunciaban como Angola.

De un bohío que se hacía notar porque estaba rodeado de una recia estacada y por su techo como en punta de capirote, cuando el sol calentaba en el punto medio del cielo, salió Casanga con la cabeza arropada por un tocado de plumas de marabú, la cara pintada con listas de alguna arcilla blanca, un collar de colmillos de jabalí que resaltaba su esmalte albo con el lustroso pecho bruno del reyezuelo, quien vestía un faldellín de rafia que cubría su cintura hasta más abajo de sus partes pudendas.

BUEN PRECIO

Se encaminó a la playa donde llegaba el reflujo de las ondas sobre la arena, acompañado de los guerreros principales. Alzó, entonces, los dos brazos con las muñecas ceñidas de brazaletes de cobre, con lo cual las siete barcazas repletas de negros encadenados soltaron amarras, apuntando sus quillas hacia el buque de velas, el cual estaba sin movimiento en la ensenada de Cheguto.

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A bordo estaba el Cónsul, quien sobre un pañuelo hundía boca abajo un frasco de aguas fragantes. Era inútil su intento de evitar que el hedor de orinas, excrementos y sudores recocinados de encierro se pegara a sus narices. El buque de treinta metros de eslora por siete de ancho no daba mucha distancia para alejarse de las sentinas y bodegas que estaban bajo cubierta. La popa era el sitio más apartado de tales puntos, y allí permanecía sumergido en una tina de duelas de encina con cocidos de hierbas emolientes, cuando Roderico Morejón, su obrajero de confianza, abría la trampa cuadrada que descendía por escalones de tabla a los pisos de los entrepaños, donde una hilera de cuerpos yacía en una obligada postura por la estrechez de los camaranchones.

Los últimos negros recogidos eran los de Cheguto, para un total de doscientos noventa y nueve “piezas de Indias”, como en la jerga del comercio de esclavos se les llamaba, de los cuales había treinta y nueve “muleques” entre ocho y doce años, setenta y dos “mulecones” entre los trece y dieciocho, noventa y seis mujeres y ciento dos varones, una buena cargazón que se vendería a buenos precios en los puertos de Las Antillas Mayores.

A diario, Morejón destapaba esas gayolas sin ventilación para dejar al lado de cada encadenado un cántaro de agua y una escudilla con guiso de garbanzos y boniato morado. Entonces un vaho de podredumbre subía, metiéndose por todas las hendijas de los camarotes, y el Cónsul, atacado de ahogos, sentía el revuelco de su estómago queriendo echar por la boca toda su dieta de oporto: jamones extremeños, higos secos y pan moreno.

Cuando estaba en ese estado de náuseas, le pesaba haberse metido en tamaña empresa de horror y riesgo, pero deseoso de saciar su ocio con emociones fuertes, había preferido aquella aventura de negrería, y desarrepintiéndose de su arrepentimiento de momento, al pasar la crisis de sus ascos, volvía a soñar despierto de encontrarse por las callejas de Coímbra, en paseos a lomo de un potro de esbelta estampa y bañado con esencias, luciendo sus negrísimos mostachos a la moda veneciana, y las plumas galantes de su sombrero ancho, para descubrir la furtiva figura de una dama que espiaba su paso desde los balcones moriscos, tras disimulada celosía.

Era su deseo hacer riqueza en el menor tiempo que fuera menester, no importaba que el tráfico de carne humana y la desgracia de unas vidas, así fueran negros, perturbara algunas veces su conciencia de cristiano convencido, más su empeño desesperado era hacerse a un blasón de conde o marqués, sin reparar el precio de su compra, y como un gran señor vivir en un alcázar sobre cuyo torreón ondeara el pendón de su nuevo linaje, rodeado de criados que se doblegaran con respeto a su grito de amo autoritario.

Todos los bienes que de manos de un abuelo recibió en Villa Modego, allá en Portugal, por haber muerto sus dos padres, los dio a su albacea para que abriera venta de ellos, y con los ducados de lo vendido hizo contrato de travesía con el dueño del San Bartolomeu de Braganza, y abonó, con la suma remanente, la cuantía de lo convenido con el asentista Manuel Rodriguez Lamego, quien para la época tenía el monopolio de proveer de negros en los años venideros a las Indias Occidentales, por contrato escriturado con la Casa de Contratación, que despachaba sus asuntos en su sede de Sevilla.

La vida le sonreía a don Santiago de Siliceo. A los treinta cinco años de edad era Cónsul en Santiago de Cuba, por distinción que le hiciera su majestad Carlos I, rey de España y Portugal, en buen resultado de la gestión de sus poderosos tíos en la Corte, viejos traficantes de negros en las cargazones de Gonzalo Váez Coutinho y Antonio Fernández Delvas.

PESTES

Entendía el cónsul Santiago de Siliceo, que eso de navegar en comercio negrero era un negocio doblado. Vendía esclavos en Las Antillas para que se revendieran en Nuevo Reino de Granada, Nueva España, Brasil y Perú, en cuyos lugares eran dedicados a lavar oro de mazamorreo o a excavar los túneles de las minas, a la cría de bestias de monta y vacunos de carne y piel, a labores de cosecheros y aun para los oficios de hogar que eran propios en las casas de las familias de alto vuelo social.

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Hecha la venta, luego repletaría sus bodegas de cueros, barriles de azúcar y maderas finas de América, para negociar en el puerto de Lisboa. Las piezas de Indias que llevaba en el San Bartolomeu fueron entresacadas por el maese Pedro de Ariño, cirujano y boticario de a bordo, meticuloso auxiliar que revisaba a cada uno de los negros en tierra, antes de ser llevados a las bodegas de los veleros, y quien hacía rechazo de los canosos, de los mayores de treinta y cinco años, de los desmochados de manos y pies, de los desdentados, de quienes tuvieran nubes en los ojos y de los que padecían algún mal de venéreas. Después, con un hierrillo calentado con viva llama de alcohol, los hacía marcar en la frente, mejilla o pecho, según fuera muleque, hembra o varón, con el monograma del traficante blanco.

Il·lustració de la portada del llibre ‘Negreros y esclavos’.

Un mes de travesía llevaba ahora. Si soplaran los vientos alisios con abundancia, llegaría a su destino en otro tanto, tal vez con añadiduras de días. Diez misas ordinarias y cinco solemnes mandaría a decir el Cónsul a la Virgen do Ferreira do Alentejo, si no ocurrieran contratiempos en el viaje.

Pero no duró más tiempo la bienandanza. Juan Morejón vino una mañana a decirle que en el compartimiento de los muleques, unas señales inquietantes habían aparecido en el cuerpo de ellos en la parte del sobaco, unos bulticos del tamaño de una almendra, además unos hilillos de sangre en las narices y las coyunturas desgonzadas, que les hacía difícil estirar brazos y piernas.

Apeló, entonces, a la ciencia del boticario, para que con sus emplastos y potingues atendiera el brote de la peste. Otras previsiones fueron tomadas: en adelante las bodegas de los muleques, mulecones y adultos tendrían unas de otras un aislamiento total. Ningún hombre de aquella tripulación podría, en adelante, violar a las negras apresadas; se aumentaría el agua y la ración de comida, y cada mañana, de diez en diez, se subiría a los cautivos a cubierta para que recibieran el aire y el sol. También se les haría bailar con la amenaza de un fuete, para que calentaran sus músculos entumidos.

Todo fue en vano. Se vino la catástrofe. Trece muleques, cuatro mulecones, cinco mujeres y ocho hombres expiraron en un solo día. El mar comenzó a recibir su cuota de muertos, las bodegas, de a poco, se iban vaciando de piezas de Indias. Hasta la misma tripulación comenzó a padecer el contagio. En sólo cuatro días fallecieron ocho de ellos, entre los cuales estaban el mismo boticario y el obrajero mayor.

Cara dura a la situación hacía el Cónsul para poner dominio a su mal ánimo ante el derrumbe de sus dorados sueños. Hasta comía con mucho temor, los desabridos trozos de galletas, y cuando tomaba una bocanada de aire, lo hacía con la sospecha de que por esa vía y en cualquier instante podía entrar en su cuerpo la peste.

Recurrió, doblado su temple por tanto castigo, al auxilio espiritual de la oración. Rezaba cada momento pasando entre sus dedos las cuentas de un rosario para invocar protección de Santa Rosalía de Palermo, guardiana que aleja los contagios y las fiebres malignas, para que cesara el azote que le caía y que ya le había variado el rumbo a su vida. Era un dolor muy grande ver cada día cómo los más robustos negros que tenían el costo de un buen puñado de ducados en los mercados de esclavos, o el precio de cinco caballos buenos u ocho mulas de arria, caían con el temblor violento de las convulsiones, para no pararse más.

Los cadáveres se seguían tirando al agua. Como un desfile siniestro, los tiburones cebados con carne de humanos seguían al buque en paciente espera de dar oficio a la sierra de sus fauces. Ya sumaban veintiocho de la tripulación que no pudieron sobrevivir los estragos del mal. El Cónsul, acosado de miedo y angustias, hizo la promesa si salía vivo del trance, de ir hasta Burgos y tomar allí el cayado y las sandalias para hacer viaje a pie como romero por el viejo camino jacobeo que desde muchos siglos de antes llevaba a los peregrinos a Santiago de Compostela, donde se decía que había muerto el apóstol de ese nombre.

En un afán de desaparecer la hediondez de carroña que se mudó hasta el último rincón del navío, se quemaban polvos de esencias aromáticas, pero en la suerte de la cartomancia que se hacía cada día, los naipes no daban los augurios de mejorar la desdichada suerte de aquel viaje.

EL FIN

El Cónsul sabe que está acabado. Sin embargo, un vuelco de alegría le dio su corazón cuando en un amanecer, el manto verde de una montaña virgen le cierra el paso a su buque. Adivina, entonces, que ha llegado a Cuba. Por lo menos llegó vivo, aunque sabe que lo espera la ruina. Sólo habían sobrevivido tres de sus tripulantes y cinco negros, dos de los cuales se ahorcaron en horas de la pasada noche.

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En la bahía de La Habana ordenó hacer señales de banderas para que las autoridades del puerto se hicieran presentes en la inspección que mandaban las cédulas reales. Santiago de Siliceo, aun cuando sabe su nueva condición de miseria, abre uno de sus baúles y se viste con las galas de su investidura de Cónsul: calzón corto con charnelas sujeta a la rodilla por botonadura de plata, altas medias blancas de algodón, zapatos escarpín con hebillas, chorreras en la camisa amplia, capa de grueso paño color de pasa y sombrero tricornio. Con sebo de olor se alisa el pelo que ata atrás en moño con una cinta, y toma en sus manos un bastoncillo de ébano con punta encasquillada en oro.

En una barcaza llegan el escribano, un alcalde ordinario, un fiscal mayor de la Real Contaduría y el secretario de la Inquisición. Apenas suben, con más prisa de la que llegan, regresan a sus falúas y se alejan no sin antes poner en cuarentena rigurosa al San Bartolomeu de Braganza, prohibiendo que persona alguna desembarque o suba a él, mientras las autoridades sanitarias deciden su última suerte.

El Cónsul ya no se desespera y rumia con paciencia su desplome. Al día siguiente, antes del amanecer, tomó papel, tinta y pluma para hacer el testamento y el inventario de sus deudas, a la luz de un candil. Llora, entonces, el naufragio de tanta pompa soñada. Ya no habrá doncellas ni hijas de oidores y cortesanos influyentes rendidas a sus requerimientos de galán, ni vistosas cabalgatas, ni regocijos en los salones del alto mundo, ni inmensos plantíos de cacao y caña de azúcar en Las Indias. Llora sus primeras lágrimas veraces, mientras en el aura de un nuevo amanecer se asoma el día. A lo lejos, sobre el adarve de las murallas con el brillo de salitre, los guardias del castillo de los Tres Reyes de la Cabaña y del fortín de La Punta, apagaban sus fogatas con las que, junto con sorbos de ron de caña vencieron la humedad de la noche. Arriba, muy arriba, un revuelo de aves negras traza sus espirales de muerte.

Ya se van posando sobre los palos de las gavias y de los juanetes del buque. Adivina lo que esto significa. Llama por sus nombres a los últimos tres hombres de su tripulación, y nadie le da voz de respuesta. Infla sus pulmones con todo el aire que pudieron atrapar, y con suavidad su dedo pisa el gatillo de un mosquete cuya boca sitúa debajo de su barbilla. Espantada sobre el mar, la turba de gallinazos voló con torpeza cuando el estruendo de la descarga trepidó en el disuelto cristal del nuevo día.

Casa de campo Las Trinitarias, Minakálwa (La Mina) territorio de la Sierra Nevada, 18 de marzo de 2021.

  Por Rodolfo Ortega Montero.

Categories: Crónica
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