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El legendario don Francisco Valle

Francisco Valle. FOTO/CORTESÍA.

Se decía que la abundancia de sus bienes se debía al trato que había hecho con el maligno. Lo predicaron Liberato Galindo y Manuel Zapata como un hecho confirmado desde los tiempos en que él ‘Mono Olaya’ gobernaba a Colombia. A quienes quisieron oír los testimonios de tal acusación (que lo fueron todos los de la población) decían que ellos mismos habían oído la conversación, antes del primer canto de los gallos, de Francisco Valle con el Mañoco cuando iban al coso como matarifes, esa madrugada, para la matanza de cinco reses con que se abastecía de carne fresca a la gente del lugar.

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Algunos creían ese episodio de espanto, otros decían que eran alucinaciones de borrachos porque tales cortadores de carne, dizque para combatir el frío de las madrugadas, se achispaban empinando el codo con rones aquinados que los contrabandistas traían en burros cargados con galones de latón desde los alambiques nevadinos.

Los dos carniceros juraban, besando los dedos en cruz, por Santo Ecce Homo y la “bolita del mundo”, que a la hora seguida de la media noche, cuando caminaban sobre el pretil de la casa de don Francisco, se les erizó el pelo porque habían oído sonidos extraños que iban desde ruidos estomacales a chicharras de marzo, de berridos de verracos a ronquidos de  gigantes, y una cantidad de palabras raras como en revesino o de las jerigonzas que hablaban los gitanos entre sí, las veces que venían a comprar potros y a vender pailas de cobre.

Todo cambiaba tan rápido. Se oían frases cortas como partidas en trocitos, después otras como quien las dijera con la nariz congestionada, unas más cargadas de consonantes y algunas en retahíla desabrida como es el idioma de los turcos que venden telas y abalorios. Los matarifes añadían que había momentos en que esas voces se iban apagando temblorosamente para después subir claras y potentes.

Esa era la prueba de dos testigos sin réplica que don Francisco Valle se comunicaba en las madrugadas con Lucifer en el idioma del infierno, para hacer tratos de cambiar las almas de sus trabajadores por monedas de plata de buena ley y de oro de buen quilate. Alguno de los descreídos de la población, con un poco de ilustración sobre los inventos del mundo, decía que don Francisco quizás estaba estrenando un radio que era un aparato con tubitos de vidrio y alambres de cobre.

Terminaba siempre dando explicaciones sobre las ondas hertzianas, las interferencias atmosféricas, los ruidos del dial, y de la sintonía con remotas tierras de lenguas distintas cuyas emisiones podían venir de los fiordos de Noruega, de las selvas del Congo Belga, de los desiertos helados de Manchuria, de los cocoteros de la Polinesia o de los recalentados arenales de los musulmanes.

Medardo Rodríguez, con su voz cascada y las encías arrasadas de vejez, refería que había conocido a Francisco, su paisano y amigo, desde aquellos tiempos en que quiso sonsacarlo para llevarlo a los caminos de la guerra entre los godos del Gobierno y los rojos de Uribe Uribe, y que por eso su mamá miraba con recelo la amistad de ellos, pero que él, entre aculillado y curioso, desoía los consejos de aquella y se reunía con aquél cuando iba a cortar leña en el monte.

Además, decía, que era de mediana estatura, de piel oscurecida y de cabello liso, con fama de pateperro porque apenas a los 19 años se había fugado para irse a la guerra civil de 1885, la primera de las tres en las que estuvo. También refería Medardo que la gente decía que cuando nació Francisco en 1866, un “cucuriaco” experto en mal de ojos, en potingues vivificantes y en conocer la suerte de los tiempos del mañana, por petición de la madrina de bautizo le habían puesto “al chiche” un gránulo de piedra kankuama de chingamoko atado a una bolsita de cotón en la cintura para que se le abrieran los portones de la vida y para que no entraran a su cuerpo colmillos de serpientes, plomos de balas ni filos de aceros. Por eso había estado en tres guerras civiles y había venido sin un solo rasguño, cargado de fama por sus alocadas bravuras.

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Su vida de guerrero había comenzado la madrugada que salió por una ventana de su casa. A trote corto, una legua después de los últimos patios, cuando los repelones rocosos de los cerros se colorearon de bermejo con las luces del alba, llegó al Pozo Morito. Calmó su sed con el agua de lluvia que rebosaba en la comba de un árbol viejo de macurutú. De su mochila sacó queso y panela. Un rato más luego, con el aliento recobrado, emprendió el camino real hacia Valencia de Jesús donde juraría bandera entre las tropas del coronel Montaño. Su destino fue servir en el vapor Montoya que navegaba el río Magdalena aguas arriba hacia La Dorada. Por eso no estuvo en la bojotera de la Humareda, a poca distancia de Tamalameque, donde las tropas liberales sufrieron un gigantesco descalabro. Allí murieron más de 90 jefes de su partido. Con el alma caída regresó al terruño vallenato para paliar la pesadumbre del desastre.

Diez años después, en 1895, hay vientos de guerra. Los liberales del Olimpo Radical se alzan en armas. Francisco Valle es un activista de la causa en la comarca vallenata. Un día, un buen amigo de allí le dio aviso de su pronta prisión que ordenaba el mandamás del lugar, Tácito Martínez, Jefe Civil y Militar. Tuvo tiempo de evadirse. Cuando cruzaba el río Guatapurí escuchó a lo lejos la corneta del bando que se leía en las esquinas con el mandato de su captura, para ponerlo  tras barrotes en el viejo presidio de El Mamón. Monte a monte salió después a Villanueva para alistarse en las tropas del general Marco J. Serrano, jefe de la Revolución en estos territorios.

Asistió en su condición de combatiente a un encuentro armado por las barrancas del río Guatapurí en una toma armada de Valledupar, de donde los suyos salieron victoriosos, pero no duró mucho esa buena estrella porque en los cañaverales de Enciso, en tierras de Santander, el general gobiernista Rafael Reyes derrota al ejército liberal. Entonces Francisco Valle, sabiéndose perseguido, toma el rumbo de Ecuador y luego el de Panamá.

Tierra de promisión es el Itsmo. Una esquina del mundo. El auge del progreso confluye allí y pasa por el ferrocarril que une los dos océanos. Es un universo de maravillas nuevas. Francisco Valle toma empleo en un taller de forjar hierro que tiene un francés de apellido Coke. Todo lo observa y asimila.

Pero otro día de nuevo hay redoblantes de guerra. Benjamín Herrera y Uribe Uribe se van en una gran revuelta contra el gobierno de los godos de la capital. Francisco acude al llamamiento de las armas. Hay escaramuzas y encuentros sangrientos. Se pelea bravo y parejo en Panamá. Asciende rápido a los rangos militares de sargento mayor, teniente y capitán. Los galones de coronel los obtuvo cuando en el combate de Aguadulce tomó la espada de su jefe caído y con ella coronó la altura del cerro Penenomé. Pero otra vez los hados le son contrarios. La revolución es aplastada en Palonegro por el general gobiernista Próspero Pinzón. Se firma la paz en la hacienda de Neerlandia y a bordo del buque Wisconsin. Fue la guerra que duró mil días y que sembró de cruces los campos de Colombia, la más larga y sangrienta de todas las contiendas civiles.

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DE OTRO TIEMPO

Francisco Valle con ideas en retoño, decide el regreso a su provincia vallenata desde siempre intocada y aislada del mundo por ríos de bravo ímpetu, selvas oscuras y húmedas en las cuales hacía estragos la fiebre amarilla, los jejenes del carate y las calenturas frías de las tercianas, donde las únicas faenas humanas se reducían a los sembrados de la socola campesina, al cuidado de los rebaños de cabras y a la cría de vacas en soltura en los confines de las calurosas explanadas.

Con los ahorros que trajo compró dos fundos: La Mano de Dios y La Estrella, al otro lado del río Guatapurí. La primera la hizo un cañadulzal que atendía con sesenta hombres. La segunda la destinó al levante de novillos. Varios trapiches mecánicos hizo traer para la molienda. Una recua de mulas con bultos de panela llegaba a Riohacha y luego la carga continuaba a Curazao. Otro desfile de acémilas iba hasta los comisariatos distantes de la Zona Bananera. La abundancia vino en billetes de a peso y también los comentarios en frases de maliciosos resquemores. Fue cuando Liberato Galindo y Manuel Zapata corrieron despavoridos calle abajo para dar fe de haber escuchado una “conversa” de don Francisco aquella madrugada con el amo de los infiernos.

Se decía además de “los monitos”, unos diablejos que este manejaba a su antojo, y que tenía apresados en un bocón tarro de vidrio de los confites Dromedarios, los cuales le habían dado todo el dinero que quiso, y que él, por diversión los mandaba a tirar guijarros del río que mojados caían sobre techos y patios de los pobladores, a quienes les metía julepe, obligándolos, sin querer, a recitar la Catena Legionis y las jaculatorias del rosario.

Muchos años después de estos sucesos, una pared de adobones se vino al suelo en la Calle de la Estrella, en una casa ruinosa donde había residido una de sus muchas mujeres. Entre los escombros se halló una pequeña urna metálica en cuyo interior había tres muñequitos de cera negra de abeja cargabarro, que tenían la cabeza alargada, orejas de sátiros, cola de iguana y pies que terminaban en pezuñas de caballo.Dos muchachos en ese entonces del hallazgo,   ahora mayores, (el Negro Sánchez y Carlos Liñán), dan testimonio de haberlos visto y tirados en la corriente del río.

Otto Lanker, un alemán que trajo don Francisco, aficionado a la cacería de tigres y a los guineos maduros, era un genio para las máquinas. A ciencia y paciencia atendía el auto Studebaker que este había metido en las calles del pueblo, después que una cuadrilla de hacheros, abrieron trochas y atajos de camino. También trajo un aparato Lumiére de cine mudo que movía con manivela las cintas de celuloide y que durante la función una banda de música animaba desde un solar vecino, a un costo de diez centavos por asistente.

Otro día Otto Lanker armaba un pianoforte que desde Las Antillas había hecho llegar don Francisco para obsequiarlo a Francia, su única hija del segundo matrimonio que contrajo con doña Lucía Díaz.

La gente se amontonó en la puerta de la casona para oír desde afuera la instrucción que daba Otto sobre la diferencia entre un piano de cola, uno vertical y un clavicémbalo, así como el uso del pedal derecho para llevar la secuencia de las notas y el izquierdo como sordina de compases. Después, ceremonioso, abrió un cuaderno de partituras y con su castellano machucado se dirigió a la gente de la puerta diciendo que interpretaría el concierto número uno, en sol menor, opus 25, de Mendelssohn. Algunas personas se retiraron con desánimo porque era una música desabrida y sin vértebras sonoras, y porque al alemán no le dio la gana de tocar la Piña Madura.

Cuando el coro de gallos rompía el silencio de los amaneceres, don Francisco estaba en pie. Un pocillo de café cerrero le sacudía el ánimo para iniciar las faenas del día frente a su tropa de servidores. Leal, buen amigo, a menudo tenía gestos de desprendimiento como cuando le levantó paredes a la señora que le hacía los servicios de planchado de su ropa, para que ella pagara la casa con los abonos de su humilde trabajo.

En sus cumpleaños le nacía el deseo vivo de que el mundo lo supiera. Montaba en ‘La Gasolina’, una de sus yeguas favoritas, que jineteaba en las ocasiones de pompa. Un polvorero reventaba el cielo encendiendo varillas de pirotecnia con un tabaco, detrás del jinete en su recorrido por las calles del pueblo. Un poco más atrás venía la banda de música de Luis Cotes, repitiendo cuatro temas musicales, de la preferencia del cumplimentado: ‘La Niña María Cachucha’, ‘Alipio no tiene plata’, ‘Hojas de Calendario’ y ‘Tristezas del Alma’.

La caminata terminaba en la plaza. Entre dos árboles de toco ponía un encordado de fique para colgar una hamaca con guarniciones, se quitaba los zamarros y los espolines para suspenderlos de una rama, se echaba a dormir en un plácido sueño mientras la banda soplaba su repertorio de pasodobles, polkas, valses y mazurcas. Después de un rato, un amplio bostezo y un estiramiento de brazos, anunciaba que el durmiente estaba otra vez en uso de entendimiento.

Una mañana de abril de 1929, llegó un carretón tirado por bueyes con unas cajas de madera que bajaron por las barrancas del río. Otto Lenker, de overol caqui, comenzó el montaje de unas piezas de hierro hasta hacer un armatoste, guiado por unos planos en cartulina que sacó de un maletín. Un gentío fue a ver el prodigio que llamaban planta de electricidad. Cuando se puso en función, hacía ruidosos pálpitos como un monstruo herido, que asustaba a los curiosos. Era el milagro de la luz que daba en aporte al progreso don Francisco. Una hilera de postes conducía los alambres de cobre desde allí hasta su casa, distante media legua.

Por la noche, una rebrujina de gente se situaba en la acera de enfrente para asombrarse con las bombillas luminosas. Las mariposas de la noche y una granizada de cucarrones y demás avechuchos revoloteaban con torpeza alrededor de las luminarias. Alguno, entonces, tuvo la mala ocurrencia de decir que esas criaturas antecedían la presencia de Candulfa, una hechicera de edad indefinida que nadie había visto, pero que afirmaban su existencia en una cabreriza de tablas por los escondidos parajes de Ariguaní, y que treinta años antes había mandado una nube de langostas que repelaron el verdor de los montes ocasionando una hambruna bíblica que obligó a la gente a comer arepas de algarroba pulpa de tunas y las médulas tiernas de las palmas de corozo.

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“DIOS EN LAS ALTURAS Y FRANCISCO VALLE EN LAS BAJURAS”

Cada año, el 29 de abril, Francisco Valle sacaba de su faltriquera su reloj de leontina. Cuando marcaba las nueve de la mañana, no antes, entraba al templo de Santo Domingo. Entonces su atavío era un liqui liqui blanco de lino inglés con botonadura de oro, unos botines de charol negro y sobre el pecho las tres medallas que había ganado entre el humo de las batallas cuando su partido necesitó de su brazo armado. Le abrían paso hacia las primeras bancas para escuchar la misa de la Virgen del Rosario, junto al alcalde, el juez, el telegrafista y demás gente de rango y postín. Al salir al atrio entre el mugido de los caracoles marinos y la guazabara de los promeseros con atavíos de indios chimilas, esperaba que el cacique y su hijo presidieran la larga fila del serpenteado baile de la “culebra bomba”.

Después alguien le traía uno de sus caballos de paso, y de los bolsillos de la chaqueta del liqui liqui de gala, tiraba monedas de plata a la muchachada del lugar. Era su fecha querida. Una mochila pendía de cabezote de su silla de montar, de donde extraía una botella de brandy de Aquitania que empinaba a pico. Ya achispado, cabalgaba solitario por las calles, pero antes de volver a su casa, pasaba por donde vivía doña Rosa Monsalvo, para gritar su divisa de júbilo: “¡Comadre Rosa, Dios en las alturas y Francisco Valle en las bajuras!”.

Cinco hijos varones tuvo con Lucía Díaz: José Domingo, Pastor Vicente, Octavio Rolando, Bedel de Jesús y Francisco Clemente. Este último estudiaría leyes y no sacerdocio como deseaba su madre, porque la autoridad indiscutida de don Francisco le cambió el misal por el Código Civil. Este sería alcalde, diputado, juez, contralor y un respetado jurista.

Bríos juveniles sacuden en Francisco Valle recuerdos dormidos de pólvora y cargas de batallas. Para 1932, a través de su radio RCA, supo la noticia. Pidió su caballo y salió a la calle tremolando el tricolor de Colombia y dando mueras a Sánchez Cerro, el presidente de Perú, nación con la que estábamos en guerra. Dos días después recogía de puerta en puerta la contribución para financiar a las tropas del general Vásquez Cobo que partían hacia el trapecio amazónico para detener la invasión extranjera. Del cofre de su hija Francia no quedaron zarcillos, sortijas, cadenas ni dijes que no fueran decomisados por su padre para la gran cruzada patriótica.

También hizo una subasta para los donativos de guerra, de sus famosas panoplias de armas blancas compuesta por sables, bayonetas, estoques, espadas y dagas; y la de armas de fuego integrada por fusiles Malincher, Winchester, Peabody, revólveres y pistolas de varios calibres y hasta de chopos que hacía su compadre Dorancé Padrón en su taller de armero, al final de la calle de Santo Domingo.

En su edad otoñal, los viernes por la tarde oía la emisora que transmitía los discursos del Negro Gaitán, su ídolo, acompañado de la agradable quemazón del brandy que más lo enardecía cuando le llegaba la voz rebelde y ardida del caudillo.

Para tales tiempos, Otto Lanker, su mano derecha, prendado de su hija Francia, la había desposado, de quienes habían salido dos nietos. Pero otro día cundió la noticia que Hitler estaba en guerra con media Europa. Otto sintió el llamado de la patria para irse a las trincheras de la contienda. Pasaron años y aquél no aparecía ni daba señales de haber sobrevivido. Fue una espera angustiosa de su esposa que con el tiempo se convirtió en dolida resignación. Segura de su viudez, rehízo su vida en un segundo matrimonio. Una tarde apareció Otto Lanker que había estado confinado en las estepas congeladas de Siberia, condenado a pena de trabajos forzados como prisionero de los rusos.

 Entonces con el ánimo a rastras por su patria hundida en la humillación de la derrota, su familia de Alemania deshecha en el turbión de la guerra y sin el refugio del hogar que aquí había perdido, como otro Werther, el de la novela epistolar de Goethe, encogido de dolor se va a morir de pena moral a Cartagena, en el hospital de un pabellón de caridad.

Ya antes, a Francisco Valle se le había ido la vida en 1942, víctima del asma que padecía desde sus tiempos de guerra, y de un ataque al corazón. Con su casaca de coronel fue sepultado. Para ese entonces su patrimonio se había reducido casi a situaciones de crisis.

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Como corolario podemos decir que él fue un ciudadano incomprendido, que nació en un tiempo que no era el suyo, y que espléndido, a pérdida le apostó con sus bienes y energía al progreso de la patria chica. Queremos pensar además, que este singular patricio, tronco de familias de alta distinción en el solar vallenato, está en el más allá exhibiendo los inventos de poleas, rotores y cintas de celuloide; peleando sus gallos finos; mandando sus cargas de guerra y que luciendo sus caballos de paso va seguido de una banda de música que anima el grito de su divisa de júbilo: “¡Dios en las alturas y Francisco Valle en las bajuras!”.

Ciudad de los Reyes del Valle de Upar, octubre 29, 2020.

POR: RODOLFO ORTEGA MONTERO

Categories: Crónica Cultura
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