Septiembre es el mes del patrimonio. Nos toca mirar la casa. No el techo. El papel. En el archivo de la Academia late una memoria que arranca en 1727. Pero primero una claridad que cambia el mapa. La primera escritura del archivo, del 9 de julio de 1727, no es de Valledupar. Es de Valencia del Dulce Nombre de Jesús. Los cuatro primeros libros pertenecen a Valencia de Jesús. El primer tomo propiamente de Valledupar llega después. Es el libro 5. Abre el 27 de diciembre de 1790. La siguiente ya es de 1791. Ahí es el arranque real de nuestro archivo.
Luego vino el orden. En 1929, Misael Duque Parra levantó el primer índice y lo dejó por escritura el 1 de septiembre. Fue un hito silencioso. Desde entonces tenemos una brújula que nos ayuda a navegar. Un índice es una llave. Abre más que un libro. Abre una historia familiar. Abre un lindero. Permite que un abuelo encuentre su fecha y que una finca encuentre su historia.
Doce años después, en agosto de 1941, la Richmond Oil Petroleum coordinó un Índice General. Valledupar participó. Ese informe miró el archivo completo y propuso una lectura en dos partes. Lo dijo sin vueltas en su descripción. La primera, de 1727 a 1903, tiene lagunas. Muchas se explican por las guerras civiles. Otras por el tiempo. Otras por los insectos. También por empastes que mutilaron o dejaron incompletos algunos tomos. La segunda parte, de 1904 en adelante, quedó completa. El mismo informe deja constancia de un “libro Índice General” que cubre de 1727 a 1928. Es un mapa para no perdernos.
El archivo no es solo escrituras. También guarda vida civil. Hay seis libros de registro civil entre 1861 y 1887. Nacen hijos. Se casan vecinos. Mueren abuelos. Ahí se atan fechas con apellidos. Ahí se prueba la edad de una parcela o el parentesco en una sucesión. Para mí, genealogista, es oro. Para el abogado, brújula. Para la familia, espejo.
¿Por qué insistimos en conservar y ordenar todo esto? Porque la historia no es adorno. Es parte de nuestro ser. Si no sabemos de dónde venimos, repetimos los mismos errores. Y porque aquí también descansa la tradición de la tierra y de las casas. En estas hojas se ve cómo pasó la finca de una mano a otra. Cómo se abrió un camino. Cómo nació un barrio. Por eso el Gobierno Nacional mandó hacer el índice de 1941. Había que ordenar la propiedad y dejar trazado el hilo.
No todos tuvieron la misma suerte. A Riohacha ese esfuerzo no le llegó a tiempo. Como cantaba Jorge Oñate, al guajiro hasta la muerte le llega tarde. Hubo que esperar a 2023 para que un par de vallenatos se sentaran a leer hoja por hoja y a levantar el índice de la notaría vecina. María Fernanda Araujo Baute y yo. ¿Por qué hacerlo? Porque nuestra historia se cuenta con la de los vecinos. No somos fruto de generación espontánea. No vivimos aislados. La historia de Riohacha, Santa Marta y Ocaña también es la nuestra.
Visto así, el archivo de la Academia es un sistema de anclas. Valencia explica el origen. Valledupar arma el cuerpo principal. 1929 nos da la primera brújula con Duque Parra. 1941 afina el mapa y deja un Índice General hasta 1928. Los registros civiles cruzan las vidas con los linderos. Y nosotros, en 2025, tenemos el deber de cuidar, completar y abrir.
Este texto es también un llamado. La sala de consulta debería contar con un libro accesible que reúna el índice de 1929 y el de 1941. Un solo volumen legible. Con referencias cruzadas. Con una guía rápida que explique Valencia, el salto a Valledupar y el corte entre 1903 y 1904. Con reglas claras de acceso y horarios visibles. Un índice no es un lujo. Es infraestructura cultural. Esto lo debería financiar la Alcaldía de Valledupar, la creación de un libro que formalice nuestra historia, el índice de Misael no debería continuar siendo un grupo de fotocopias.
El mes del patrimonio es el momento perfecto para hacer tareas concretas. Separar lo de Valencia y rotular sin confusión. Revisar el estado físico de los tomos más viejos. Reponer lomos rotos. Invitar a estudiantes a practicar paleografía. Pedir a abogados y notarios horas de apoyo para limpiar referencias. Pequeños actos que suman. La Academia hace mucho con poco. Languidece por falta de apoyo local y nacional. Merece un plan sostenido. Un presupuesto básico. Un equipo mínimo para atender sala y avanzar en la puesta en valor.
En estos libros está la vida cotidiana del valle. La firma de un bisabuelo. La venta de una roza. La traza de un camino. Cuidar el archivo no es mirar atrás. Es preparar el suelo para lo que viene. Que el lector se anime a visitarlo. Que los investigadores lo usen. Que las familias encuentren su historia. Y que la Academia de Historia del Valle de Upar siga haciendo lo que mejor sabe hacer. Guardar. Ordenar. Entregar la memoria de todos.
Por: Ernesto Jose Altahona Castro.










