Cuentan que en la entrada de una de las universidades sudafricanas se puede leer: “Para destruir una Nación no se requiere de bombas atómicas o misiles de largo alcance. Solo se necesita bajar el nivel de educación y permitir que se copie en los exámenes. Pacientes mueren en manos de tales doctores. Edificios colapsan en manos de tales ingenieros.
Dinero es perdido en manos de tales economistas y contables. Humanismo muere en manos de tales religiosos. La justicia muere en manos de tales jueces… El colapso de la educación, es el colapso de la Nación”.
Es, precisamente esto, lo que está sucediendo en Colombia: ya no somos el país del Sagrado Corazón sino el país de los carteles. Hay para todos los gustos: el cartel de la toga, el de la hemofilia, el cartel de los locos, el de los pilos y el más reciente, el cartel de los ascensos; cuando ya pensábamos que no, el Registrador Nacional destapó una olla podrida de compra de votos cuya fetidez se disipó con el suave olor del fútbol; casi al mismo tiempo, la Contraloría puso contra las cuerdas a algunos senadores recién electos, entre ellos Didier Lobo, a quien se le imputó responsabilidad fiscal por “elevados sobrecostos” en un contrato del Plan de Alimentación Escolar que suscribió cuando fue alcalde de la Jagua de Ibirico; es pan de cada día que asesinen a los líderes sociales porque aquí “ellos” matan a quienes les da la gana; somos el único país del mundo donde se nos pregunta si estamos de acuerdo en disminuir la corrupción a sus “justas proporciones” y donde premiamos a los políticos que cumplen con lo que les toca.
En nuestra normalidad anormal estamos midiendo el éxito por las cosas materiales, por eso el principal objetivo de nuestros profesionales es adquirir el carro más grande que haya en el mercado, comprarse un avión o un yate y alardear de qué comen y cómo visten por las redes sociales. Mientras sigamos valorando lo material por encima del conocimiento o de la educación seguiremos siendo un país subdesarrollado, un país del tercer mundo donde está permitido hacer lo que sea por dinero, donde el valor de la persona está relacionado con el número de ceros de su cuenta bancaria, un país de donde el talento se fuga a lugares donde en serio son valorados y donde quienes piensan distintos son catalogados como mamertos. Un país experto en odios.
Esta crisis profunda se refleja en nuestras conversaciones con expresiones como “la rosca no es mala, lo malo es no estar dentro de ella”, “papaya puesta, papaya partida y si no la parto yo la parte otro”…Me atrevo a afirmar, sin temor a equivocarme, que la única salida es la educación como formación integral que humanice a los seres humanos y les haga capaces de humanizar.
Es hora de empezar a cambiarle la cara a este país, es hora de empezar a romper con el inconsciente colectivo que nos amarra al pasado y nos hace pensar que “como las cosas siempre se han hecho o han sido así, nunca van a cambiar”. Es hora de empezar a comprender que la educación y la cultura es la salida a este callejón sin salida, y que como pueblo exijamos a los funcionarios públicos, que deben funcionar bien para el público, que se establezcan políticas claras encaminadas a fortalecerlas. Exigir a los funcionarios públicos que cumplan a cabalidad la misión que les fue encomendada cuando la mayoría votó por ellos. Esta tarea trasciende los elogios y los galardones que al final solo sirven para alimentar el ego.