Cada amanecer, cuando el sol comienza a dorar los techos y los pájaros anuncian un nuevo día, Valledupar despierta junto al esfuerzo de miles de personas que, sin contrato ni seguridad laboral, salen a las calles a ganarse el sustento diario. Son los vendedores de tinto que recorren las avenidas, los emboladores que trabajan bajo la sombra de los árboles, las mujeres que ofrecen dulces en los semáforos o los que preparan cholados para mitigar el calor. Todos ellos son el reflejo de una lucha constante, silenciosa y muchas veces invisible.
Uno de ellos es Saúl Daza, un campesino que llegó hace más de veinte años desde Guamalito, Norte de Santander, desplazado por la violencia. Con voz pausada y mirada serena, relató que desde el año 2000 se dedica a vender café, tinto y chocolate por las calles de Valledupar.
Su jornada empieza a las cinco de la mañana y termina a las cinco de la tarde. En un buen día puede ganar cuarenta mil pesos; en uno malo, apenas treinta. De ese dinero, doce mil se van en arriendo, quince mil en comida y el resto en artículos de aseo. “No es mucho —cuenta—, pero me alcanza para vivir”. Sueña con volver al campo, “porque allá se vive más tranquilo”, pero mientras espera la indemnización que el Estado prometió hace años, sigue recorriendo las calles de la ciudad con su termo al hombro y su fe intacta.
“Si no salgo a trabajar, no como”
A pocas cuadras, frente a la Alcaldía, se encuentra doña Carmen —nombre cambiado a petición suya—, una mujer de rostro cansado y manos temblorosas que lleva siete años trabajando en la misma acera. Vende dulces envueltos en una pequeña mesa plástica, justo donde antes trabajaba junto a su esposo, quien falleció hace siete años. Desde entonces, su vida cambió por completo.
Sus hijos también viven del día a día y, aunque quisieran ayudarla, apenas ganan lo suficiente para sostener a sus propias familias. “No puedo quedarme en la casa —explica—. Si no salgo, no comemos”.
Hace dos años sufrió un infarto y estuvo tres meses hospitalizada. Tiene una válvula tapada, pero aun así, cada mañana se levanta y se ubica frente a la Alcaldía, donde los trabajadores del lugar la saludan y, de vez en cuando, le compran o le regalan algo para aliviar su jornada. “Aquí la gente me ayuda —dice con una sonrisa tenue—. Ellos saben que yo sigo aquí por necesidad, no por gusto”.
Mientras acomoda sus dulces, mira el puesto vacío que antes ocupaba su esposo. “Él siempre decía que el trabajo dignifica, y yo le prometí que no iba a dejar de luchar. Aquí sigo, por él y por mis hijos”.
Las amigas del semáforo
A varios metros de allí, en un semáforo donde el calor parece derretirlo todo, están Mónica y Laura, dos amigas que cada día se ganan la vida vendiendo confites a los conductores. Entre risas y cansancio, comparten historias de solidaridad, miedo y esperanza.
Ambas hacen parte de las más de 132.000 personas que trabajan en la informalidad en Valledupar. Estas dos amigas comenzaron hace más de siete años, cuando la falta de empleo las obligó a salir a la calle con una bolsa llena de dulces y un puñado de sueños. “No hay trabajo fijo —cuenta Mónica—. A veces la gente nos compra, otras no, pero siempre hay que salir, porque de esto vivimos”.
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Sin embargo, su oficio no siempre ha sido bien recibido. Laura recuerda un episodio doloroso: un policía de civil, creyendo que era venezolana, la humilló y le lanzó una moneda de cincuenta pesos sin valor. “Me amenazó, me dijo que no me iba a dejar trabajar más, que me iba a poner droga si no me quitaba del semáforo —relata—. Me dio miedo, pero no podía irme, porque este es mi sustento”.
Además del acoso, enfrentan la presión de las autoridades locales. “El Bienestar Familiar (ICBF) nos ha molestado varias veces —cuenta Mónica—. Dicen que por nuestros hijos, que por la seguridad, pero uno no está aquí porque quiera, sino porque necesita trabajar. Nos toca madrugar todos los días, aunque haya lluvia o calor, porque si no vendemos, no comemos”. Mónica es madre de cinco hijos.
A pesar de las dificultades, ambas se apoyan mutuamente. “Hay gente buena que nos compra o nos da palabras de ánimo —dice Laura—, pero también hay quienes nos humillan. Yo solo quiero que entiendan que no pedimos limosna, estamos trabajando”. Sus historias reflejan la resistencia femenina en medio de la precariedad: mujeres que cargan en su espalda la necesidad, pero también la fuerza para seguir.
De acuerdo con cifras del DANE, en Colombia más del 55% de los trabajadores se encuentra en condiciones de informalidad. En ciudades intermedias como Valledupar, ese porcentaje es aún mayor, especialmente en sectores como el comercio ambulante, los servicios personales y el transporte informal. Y es que con un 64,9%, Valledupar es la segunda ciudad con mayor porcentaje de trabajadores en la informalidad, según datos del mes de agosto del 2025.
Los cholados de la plaza
Más adelante, en la Plaza Alfonso López, el señor Pedro, un vendedor de cholados, se prepara cada mediodía para enfrentar el calor vallenato. Bajo la sombra de una sombrilla multicolor, mezcla hielo raspado, jarabes de frutas y trozos de piña. Con orgullo cuenta que el negocio le ha permitido sostener a su familia. “Gracias Dios me va bien”, dice.
Pedro conoce a casi todos los comerciantes del sector y asegura que, aunque la competencia es dura, entre ellos hay camaradería. “Uno aprende a compartir, a ayudarse, a no dejarse vencer. Aquí todos estamos en lo mismo: rebuscándonos la vida”.
Y en una esquina de esa misma plaza, Jesús Estrada, un embolador de zapatos de manos curtidas, recuerda que lleva más de tres décadas en su oficio. Antes fue ayudante de carpintería y de cocina, hasta que decidió dedicarse a limpiar zapatos para trabajar con independencia. “Yo veía que los emboladores ganaban su plata y se iban cuando querían. Me gustó eso, y aquí sigo desde entonces”, dice. Con nostalgia, comenta que los tiempos han cambiado. “Antes esto era una plaza viva, ahora no hay día bueno. Pero seguimos, porque si uno deja de venir, se queda sin nada”.
Caminar por las calles de Valledupar es encontrarse con miles de historias como las de Saúl, Carmen, Mónica, Laura, Pedro y Jesús. Son historias de lucha, dignidad y resistencia que pocas veces aparecen en los titulares, pero que sostienen gran parte de la economía local. Detrás de cada termo, cada caja de dulces o cada betún hay un corazón que late con esperanza.
En Valledupar, la informalidad no es una elección; es una necesidad que, con el paso del tiempo, se ha convertido en una forma de vida para miles de familias. Cada rostro refleja sacrificio, fe y el deseo de salir adelante en medio de las carencias.
A pesar de las largas jornadas, las altas temperaturas y la falta de oportunidades, los trabajadores informales mantienen una fortaleza admirable. Cuando el día termina y las calles se vacían, ellos siguen ahí: guardando sus cajas de dulces, lavando sus termos o empacando sus herramientas, listos para repetir la rutina al amanecer. En cada esquina de Valledupar hay una historia de lucha que merece ser contada, una voz que pide ser escuchada y una esperanza que se niega a apagarse.
Informe hecho por Leonela Montes, Andrea Vergara, María Orozco, Verónica Linares, estudiantes de Comunicación Social del Área Andina











