Ella, Luz María, días antes de morir, me tomó de las manos y con sus ojos llenos de amor me invitó a que me sentara a su lado, en la cama donde reposaba. Con voz fresca y afectiva comenzó a contarme cómo había nacido su relación sentimental, por el lejano año de 1947, con quien fue su esposo.
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Con cada palabra que empleaba, para relatarme la historia, sentía que me designaba como heredero de su historia amorosa. Sabía que la atesoraría, porque manteníamos una complicidad alimentada por la narración de lo que llamaba el tiempo viejo.
Era una mujer de tez clara, de buena estatura, de piernas gruesas y torneadas, su boca era pequeña y delineada, jamás descuidó su aspecto físico. Luchó, dándole amor a su familia y al prójimo, contra un cáncer, que la venció cuatro años después de habérsele declarado en su cuerpo. Durante ese tiempo fue actora principal de su familia.
Su esposo, Cesar Aurelio, falleció veinticuatro años atrás. Un bolero que a él siempre le gustó, ‘Angustia’, interpretado por Bienvenido Granda, se transformó en uno de sus apoyos después de este hecho. Fue parte de sus soportes para sobrellevar el peso de su ausencia.
Lo cantaba cada vez que el sol de las nostalgias alumbraba su pensamiento.
Angustia de no tenerte a ti
Tormento de no tener tu amor
Angustia de no besarte más
Nostalgia de no escuchar tú voz.
Me contó que fueron novios después de que él se posesionara como telegrafista de Pedraza. Antes de llegar a este lugar había sido estudiante de bachillerato en la Universidad de Cartagena. Dejó de serlo cuando su padre decidió regresarlo para Calamar, donde nació, después, optó por vincularlo como trabajador de Telecom.
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“Él frecuentaba la tienda de mi hermana Mercedes”. -Me dijo mientras una brisa tenue entraba por un ventanal del cuarto de su vivienda, donde hablábamos-.
“Aprovechaba el tiempo que quedaba sola para enamorarme. Para entonces yo iba a cumplir 18 y él 22 años”. -No era el único que la había pretendido para establecer con ella una relación amorosa-.
“A uno de esos pretendientes casi le recibo una carta, pero mamá se dio cuenta y me pegó. Para ella no había hombre con el qué yo me pudiera enamorar…”
“Cesar insistió hasta que yo lo acepté. Él era un hombre simpático, moreno, delgado, no era alto, de trato cariñoso, tenía una sonrisa que enamoraba. Cuando nos hicimos novios tenía otras enamoradas, una de ellas desde que se enteró de nuestras relaciones más nunca me dirigió la palabra”.
“Al principio fueron amores de papelitos, los míos los hacía Zoila Argote, que ya se había casado con mi hermano Juan Manuel. Cuando mamá supo de nuestras relaciones no se opuso porque Santander Fernández, que era yerno de ella, apadrinó y acompañó a Cesar a pedir mi mano. Sino es por Santander yo hubiera quedado para vestir santos”.
Pedraza, para entonces, era un pueblo de noches oscuras, de sonidos de chicharras, de personas sentadas en taburetes en las puertas de las casas, donde esperaban la hora de dormir respondiendo saludos y comentando las pocas cosas que sucedían en ese lugar. Cesar aprendió a conocer las calles, a caminar en ellas sin sorpresas, pese a que reinara la oscuridad, para cada noche ir a visitar a su enamorada. En las noches de luna clara el brillo de la arena aluvial regada en las calles le marcaba el sendero que iba desde la plaza, donde vivía, hasta la casa de los Osorio Molinares.
La llegada a la casa, todas las noches, tenía su parte ceremonial: saludar a Isabel y a Juan, los padres de Luz María, a los hermanos de la novia. En oportunidades escuchaba a Ana María, una de las hermanas de su prometida, preguntar por la política, por el partido Conservador, al que el enamorado también pertenecía.
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En otras noches hablaba con Pablo, el hijo mayor de los Osorio Molinares, el único seguidor del partido Liberal de esa familia, lo oía asegurar que su jefe político, Jorge Eliecer Gaitán, iba a ser presidente de la Republica.
“…Cuando comenzó a visitarme yo lo atendía en la sala, pero, después, mis hermanas mayores decidieron que fuera en el comedor. Lo decidieron para de esa manera burlar las miradas de un hombre que todas las noches iba a vernos. Aprovechábamos que mamá se distrajera para besarnos, por papá no nos preocupábamos porque no intervenía en nada.
Cómo voy a olvidar el primer beso que me dio. Ningún hombre me besó como él, porque más nadie más besó mis labios durante toda la vida. Y si, después, otro lo hubiera hecho, jamás habría olvidado ese momento en que sus labios se juntaron con los míos. Fue después de besarnos por primera vez cuando concluí que estaría para siempre en mi vida.
Me visitó de manera constante durante tres meses, porque el 11 septiembre de 1947, día de su cumpleaños, nos casamos. Antes del matrimonio me ponía serenatas, el músico era Eladio Ruiz, quien, con su trompeta, interpretaba boleros, después, lo siguió haciendo con un grupo guitarristas. Nunca dejó de enamorarme, de hacerme sentir que la decisión de casarse conmigo fue la más acertada. Figúrate mijo, cómo lo voy a dejar de amar, si yo siempre fui su amor.
Cuando se acercaba la fecha del matrimonio, mi hermana Griselda me regaló el ajuar, lo compramos en el almacén Onelia de Barranquilla. Era un vestido blanco con una cola que el día de la boda llevaron mis sobrinos Diógenes y Orfelina. También lucí un velo y guantes blancos y un ramo de flores del mismo color.
Él viajó a Barranquilla a comprar la ropa para el matrimonio, un vestido entero de color gris, camisa blanca, zapatos y corbata negra. Desde allá me envió un telegrama que decía: ‘Recibe un rosario de caricias y una millonada de besos’.
Fueron dos días de fiestas, la boda y el matrimonio, tocó la banda de viento de los Barrios. Vino gente de diferentes partes del país. Hubo muchos regalos, incluso aún conservo algunos. Nos casamos en un lugar distinto a la iglesia porque la estaban construyendo. La fotografía en la que aparezco con el traje de novia al lado de Cesar, la tomaron unos días después del matrimonio.
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Hay una canción de Diomedes Díaz, que cuando la escucho siento la piel de Cesar juntarse a la mía. Me toma de las manos, me las acaricia. Escucho su voz llamándome: ‘Niña’, como siempre lo hizo. Pasa sus manos por mis cabellos, lo veo sonreír, su risa es amor.
Ay amor cuanto te extraño
Y eso es porque tú me extrañas.
Yo sé que no volverá, también que pronto me iré. Pero de algo estoy segura, que nunca dejaremos de estar juntos porque nuestro amor nos seguirá uniendo aun después de la muerte”.
Por Álvaro de Jesús Rojano Osorio.