El vallenato actual poco o nada se preocupa por los crecientes problemas sociales del país. El género se ha convertido en un espacio para improvisar de manera “chabacana” sobre la infidelidad, sobre el cortejo descarado, sobre las variopintas formas del consumo; en fin, el inmarcesible ritmo de guacharacas, cajas y acordeones parece que efectivamente se está marchitando. Con esto tampoco quiero decir que todos los géneros (o el vallenato exclusivamente) tengan que dedicarse a preocuparse por los problemas de la gente –aunque si existen problemas, lo más lógico sería pensar en solucionarlos o mostrarlos, por lo menos–: hay espacio también para cantarle al cortejo, al amor, al despecho, a la muerte, etc.; pero no de esta forma tan mediocre y desconsiderada con la música. Alguna vez Nietzsche dijo que “la vida sin música sería un error”; pero nunca se imaginó la música así, en este estado; ahora, en estos tiempos, el filósofo alemán diría: “La vida con esa mediocre música es un error”.
Como lo que nos ocupa de momento es el vallenato, aquel vallenato bravo que queremos reivindicar, hablaremos de Máximo Jiménez, máximo exponente del vallenato protesta en el mundo. Esta tercera entrega de la serie la quisimos centrar en este compositor magistral por las condiciones sociales, políticas y económicas que atraviesa nuestro país; un intento por darle ritmo a esta parranda de incertidumbre que nos agobia a diario de sur a norte.
Máximo Jiménez Hernández empezó a abrir trochas con su música vallenata en la década del 70, cuando la problemática social y económica se agudizaba para los más desvalidos (como ocurre ahora en el Cauca, Nariño, Buenaventura, La Guajira, Urabá, Bolívar, sur del Cesar), cuando apenas tenía diecisiete años. Por ese entonces el joven Máximo estudiaba para formarse como tractorista. Nació el 1 de abril de 1949 en Santa Isabel, Córdoba, en el noroccidente colombiano donde la vida siempre ha sido más sabrosa; conoció la música por herencia de su padre y su abuelo, grandes percusionistas en cada época correspondiente. Su abuelo, Bartolo Jiménez, solamente a los doce años de edad fue considerado el mejor tocador de tambor alegre en el Festival de la Cumbiamba (predecesor del actual Festival Nacional del Porro) realizado en San Pelayo, Córdoba, en 1900.
Su idilio con el vallenato empezó luego de que su papá consiguiera una serie de instrumentos musicales para alegrar fiestas en las veredas, entre esos instrumentos, un acordeón; aparato que el señor José Jiménez cuidaba más que a sus propios hijos. A Máximo le tocó aprender a tocar a escondidas, sin que su papá lo viera, porque dañar el aparato equivalía a perder un día completo llevándolo a Montería para arreglarlo; pues entonces, Jiménez Hernández aprendió entre el miedo y las ganas. En su caminar por las veredas de Córdoba el joven Máximo conoció de primera mano la situación paupérrima de los campesinos y las comunidades en general; le parecía inadmisible que la “gente que trabajaba de sol a sol no tenía nada, mientras que otros que no hacen nada, lo tienen todo”; esto fue creando un espíritu inconforme que se vio reflejado a lo largo de todo su repertorio musical.
Para 1975 cuando lanzara su primer elepé, que lo catapultó al escenario campesino-popular, “El indio sinuano”, ya había un gran descontento en el agro. Esta recopilación musical cuenta con quince canciones, las cuales hablan de las costumbres de los pobladores y los campesinos de Córdoba, de las historias de desplazamiento y despojo que patrocinaron los grandes latifundistas de la época; en un vallenato alegre, sentido, lleno de un magistral uso de la caja y la guacharaca: auténtico vallenato bravo.
Máximo Jiménez se fue convirtiendo rápidamente en un ícono popular gracias a su gran carisma costeño, a sus letras que evocaban el sentir real de los campesinos que luchaban por recuperar o hacerse con unas tierras baldías (baluartes, como les decían de antaño a los terrenos) y las clases más tocadas por la miseria; tuvo la oportunidad de presentarse en el Festival de la Leyenda Vallenata (antes del exilio) en 1977 donde cantó tres canciones: Usted señor presidente, El burro leñero y Productores de algodón. Logró llevar a la praxis el idealismo que profesaba en sus canciones sumergiéndose en actividades políticas y culturales que por ese entonces adelantaban estudiantes, sindicalistas, obreros y campesinos que estaban inconformes con el estado de la sociedad. Donde estaba el pueblo, las luchas, estaba él. Las masas dispuestas a escuchar sus canciones eran su combustible: por eso mantenía yendo y viniendo, de un lado para otro, donde había alguna manifestación o alguna marcha, ahí estaba él, alegrando la fiesta de la revolución con su canto sincero y honesto.
A través de su canto logró animar al movimiento campesino a finales de los 70 y comienzos de los 80; esta relación con líderes sociales le valió para codearse con importantes intelectuales colombianos que también se preocupaban por la realidad social, entre esos los escritores David Sánchez Juliao, Gabriel García Márquez y Nelson Osorio; la cantante Eliana y el sociólogo, Orlando Fals Borda, quienes se autodenominaron un “grupo de cuadros científicos en el proceso revolucionario colombiano, que aportan su trabajo a las organizaciones y gremios populares para actuar dentro del mismo proceso” en la fundación La Rosca de Investigación y Acción Social. Incluso llegó a tener relaciones incipientes con Hugo Chávez, a quien conoció antes de que el líder de la revolución bolivariana llegara al poder por elección popular; sus relaciones incluso llegaron hasta Nicaragua, donde tuvo contacto con algunos aspectos musicales de la revolución sandinista.
Máximo Jiménez no le canta al amor, o al menos a lo que conocemos como “amor”: Jiménez le canta al amor a su pueblo, al amor por la libertad; canta por el bienestar colectivo, su musa es la transformación social de este país. “En el vallenato de Máximo se escucha otro grito herido, lleno de amor y dolor también, pero causado por el destierro campesino, la sangre y las opresiones. Sus cantos alzan la voz como protesta y, en la región caribeña de Colombia, cuando hay un paro agrario o una retoma de reservas campesinas, son estas melodías las que se tararean.” Su cantar le salió caro. Empezaron a llover amenazas contra él y miembros de su familia, pues los dueños del poder en el caribe colombiano consideraban que apoyar esas causas era sinónimo de subversión y de estar en movimientos guerrilleros. Y de eso se encargaron los medios de comunicación: de estigmatizar al cantor popular que ya no era músico vallenato sino un “peligroso elemento”.
El estilo y el sonido que logró Máximo con su conjunto vallenato nos acerca a esa esencia del vallenato clásico, donde nos deleitamos simplemente con escuchar un pito de acordeón bien pensado, una letra bien sentida y un acompañamiento de caja y guacharaca dignos de un acordeón sublime. Canciones como ‘Niño campesino’ dejan ver el lado herido y sentimental del acordeón de Jiménez, un ritmo que nos invita al mismo tiempo a bailar y a reflexionar sobre nuestras conductas en relación con el campesinado de nuestro país. Ya en sus canciones de aquella época se veía la preocupación por el rumbo del vallenato, por el deterioro del género que vemos hoy; en ‘Pentagrama’ dice claramente que “muchos artistas quieren perratiar el vallenato”; de igual forma que se preocupaba por los campesinos, la justicia y la equidad, también lo hacía por la música, que era su puente para lograr llegar a la orilla de las reivindicaciones que necesita este país.
Algunas de las canciones que podemos incluir en esta lista “para no olvidar jamás” pueden ser las siguientes: El burro leñero, Usted Señor Presidente, El indio sinuano, Hombre pobre, Pentagrama, Niño campesino, Me dijo un terrateniente, Préstame tu lanza y Concierto; aclaro que es una lista no definitiva, que sólo obedece a mi sentir como oyente y a la calidad estética y lírica de sus letras comprometidas.
Actualmente se encuentra en Montería, viviendo en el barrio P5; dejó Europa, una tierra lejana y ajena a la suya, donde se ganaba la vida preparándoles música y tamales calientes a esa gente de sangre fría, porque los suyos, los colombianos, lo obligaron a marcharse.
Adelante, sumerjámonos en el mar de sorpresas que es Máximo Jiménez, en su símbolo, en su vida y obra, que importan más que las causas que lo hicieron retirar de nuestra tierra.
Por Andrés Cuadro.