En continuidad con la anterior reflexión sobre los templos, vale la pena preguntarse, ¿acaso en algún momento de la vida no hemos experimentado a los templos como escenarios sagrados que posibiltan el encuentro con Dios, con nosotros mismos, las demás personas y hasta la naturaleza misma? Esta es la identidad y misión de la Iglesia, cuyo espacio litúrgico visible se manifiesta en los templos, ella en su ser y quehacer prioriza tal experiencia relacional, procurando que los templos sean dignos y bellos.
Al mismo tiempo, es preciso saber que en el espacio del templo existe: limitación y unidad. Esto significa que el templo, de forma inexorable posee un sentido tangible y otro espiritual, el primero remite al segundo. Y este a su vez nutre y da valor al primero. Por tanto, el templo limita y une espacio-temporalmente a la comunidad de los creyentes, es decir, a las personas de fe, que han de ser su reflejo vivo, fiel y transparente.
Ahora bien, ¿dónde radica la mayor importancia del templo?, ¿por qué es el momento de volver gradual, progresiva y alegremente a nuestros templos en medio de la pandemia donde sea posible acogiendo las normas de bioseguridad? No es el espacio o lugar físico mismo, sino la ofrenda o don entregado y recibido el principal protagonista del templo: Jesús, el Cristo, el Hijo Eterno de Dios, que nos lleva al Padre en el Espíritu Santo. Por eso, Él mismo dijo: “«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto”. (Jn 14, 6-7). Esta es la mayor importancia del templo: remitir a Dios, conectar con su amor y su gracia transformadora.
Por eso mismo, ahora es el momento justo de retornar a nuestros templos para que, en primer lugar, volvamos a contemplar la hermosura y riqueza inigualable de estar en los lugares sagrados dedicados exclusivamente al culto a Dios (cf. Sal 27; 24, 42); en segunda medida, para que disfrutemos del re-encuentro con nuestros hermanos en la fe, mirarlos de nuevo a los ojos, sentir su humana cercanía, animarnos mutuamente, ver la Iglesia viva que son cada uno de ellos (cf. Hch 11,23); y en tercer momento, reconocer a Dios en los sacramentos, adorar la incuestionable presencia real de Jesús en la Sagrada Eucaristía (cf. Jn 6,54; 1Cor 10,26) y a la vez alimentarnos de Él sacramentalmente, no solo a través de la distancia en la comunión espiritual, a la que tal vez nos hemos acostumbrado por la virtualidad.
Volvamos a nuestros templos, para saciar el hambre de Cristo, comulgando su Cuerpo y Sangre, lo necesitamos mucho más que el aire, el agua, la luz del sol y la luna. Sin Él nuestra vida es triste y vacía, Cristo es fuente, centro y cima de nuestras vidas, “plenitud de nuestras aspiraciones y anhelo de nuestros corazones”, como diría el Papa Pablo VI.
Volvamos a nuestros templos con el corazón exultante de gozo y cantando: “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!”(Sal. 121,1).Así cerramos nuestra reflexión sobre las casas, calles, parques y templos, constatando que son un camino hacia la Cultura del Encuentro definitivo y eterno con Dios, Uno y Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Finalmente, recordemos las palabras del Papa Francisco: “Necesitamos vivir la ciudad a partir de una mirada de fe que descubra que Dios habita en sus casas, en sus calles, en sus plazas. Esta presencia debe ser descubierta, desvelada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero”.