EL PILÓN transcribe este texto del fallecido Álvaro Bejarano, reconocido escritor del Valle del Cauca, publicado en el diario EL PAÍS de Cali en julio de 1973. En esta columna Bejarano escribió sobre su relación con el mundo vallenato y algunos personajes luego de una visita a la ciudad.
No tengo ninguna reticencia ni ningún frenamiento para afirmar categóricamente que soy un vallenato que nació en un lugar distinto de esa provincia de la costa Atlántica. Me gusta su paisaje. Me gusta su gente y su folclor mágico me embriaga con el más dulce de los vinos emocionales. Si mi vida fuese otra desde el ángulo económico, me iría a vivir lo que resta oyendo los acordeones míticos de Colacho y de Pacheco.
Gastaría el último aliento que me resta como habitante soñoliento de ‘La casa en el aire’ de ese poeta de la poesía y de la vida que es Rafael Escalona. He dicho hasta la saciedad que este folclor de acá –del interior- no me hace vibrar porque su postulación es una cadena lloriqueante de frustraciones y bajo esa enfermiza premisa no se puede concitar el júbilo de vivir, ni de amar, ni de padecer lindamente. Porque una cosa es el padecimiento estremecido y otra es la queja a la manera de las plañideras.
Los peces voladores son ciegos irremediablemente. Si viesen cantarían. Eso le ha pasado a los vallenatos. Un día abrieron los ojos y miraron el esplendor del mundo. Le echaron mano a un
acordeón y principió la confabulación de la belleza bajo la cual cuentan las cosas lindamente elementales de su vida esplendente.
El folclor interiorano se acartonó y está envuelto en academismos. El canto vallenato es un fluir constante que vive más allá de las explicaciones porque encierra en sí mismo todas las significaciones.
Volver a encontrar esa emoción en una hora definitiva de mi vida equivalió a sacar de un furgón encerrado bajo siete llaves todo el júbilo de una existencia hecha para la fugacidad de la vida y para el mamagallismo sublimado.
Creemos en la institución pero no como esclavitud. La institución sirve para convivir socialmente pero esclavizarse en ella es la más maldita de las victorias malditas. Volví a encontrar las amistades sin sombras de Clemente Quintero. De Pepe Lafaurie Acosta. La cordialidad de ese gentil hombre que es Álvaro Araujo Noguera. Todo enmarcado en el acordeón milagroso de Colacho (Mendoza). Todo repiqueteado con los dedos extraordinarios del mejor tocador de caja que es Calderón.
Más allá estaba el canto jocundo de Pacheco y un tanto más allá el misterio costeño que se encierra en la lucidez de Rafa Escalona. Si esto no fuese poco, al abordar el avión refresqué mi vieja admiración por Alfonso López Michelsen en la verba fluida de esa cordillera de simpatía que es Consuelo de Molina.
Un día iré a vivir bajo el claro cielo de Valledupar. Ahí está lo que siento musicalmente como patria. Allá está lo que me estremece como canción. Esa gente rasgada y cordial es la medida
de mi jocunda actitud ante el mundo. Un mundo que no quiero explicarme porque me abruma. Un mundo que he deseado vivir en cada una de sus palpitaciones sin que me estrangule.
Valledupar es un mundo para experimentar por los que no están muertos espiritualmente ni están cegados por los quehaceres que imbecilizan la vida en otras latitudes. Allá nadie está disminuido por los fanatismos que agostaron nuestras posibilidades como pueblo. Por eso, motores humanos como Jorge Dangond andan dándole pedalazos al progreso seguros de que han disparado la flecha del desarrollo.
Que Colombia entera se prepare a la sorpresa que le ha de ofrecer en breve esa tierra, que ya no es un impalpable fantasma sino una realidad tan concreta como los cantos de Escalona y el acordeón de Colacho, a quienes no podré olvidar sino cuando se me vaya el último aliento.
Cuántas veces pueda ir a esa tierra lo haré. De allá vine enredado en un capullo impenetrable de recuerdos alucinados. Allá -en Valledupar- acrecí la amistad y nada me es intimidatorio para consignar mi admiración por esa gente feliz y trabajadora ejemplar.
Por Álvaro Bejarano.