En el Congreso Mundial sobre Seguridad Alimentaria, organismo de la ONU, el presidente Petro planteó una nueva tesis; se trata de la soberanía alimentaria, opuesta al concepto convencional de seguridad alimentaria basada en el mercantilismo. No se trata hacer de un juego de palabras con contenidos retóricos sino de una categoría económica no sujeta a las leyes del mercado asfixiante cuyo fundamento es el rendimiento por unidad de producción, desconociendo las necesidades antropológicas y sin importar las externalidades del efecto invernadero.
La nueva propuesta consiste en que cada país produzca los nutrientes necesarios para su población, involucrando elementos como la tierra fértil, la racionalidad en el uso de las aguas, la construcción de vías terciarias y el empoderamiento de los campesinos, en especial la mujer; ser campesino aquí se ha convertido en un peligro para la vida. En Colombia solo el 20% de las tierras fértiles se dedican a la agricultura, el resto lo ocupa la ganadería extensiva que produce el 15% del efecto invernadero.
Como consecuencia de la globalización de la economía, este país se convirtió en importador neto de alimentos; ya vamos por 13 millones de toneladas/año, la mitad de maíz; es absurdo que el país del mundo donde se conoció la primera mata de maíz, hoy lo esté importando. Pero la tesis del presidente Petro va más allá; sostiene que existe una relación directa entre la importación de alimentos y la exportación de cocaína: a mayor importación de alimentos, mayor exportación de cocaína degradando al campesinado.
Este concepto se seguridad alimentaria, según Petro, tiene dos efectos perversos; por un lado, muchos países no tienen cómo importar alimentos a los precios del mercado y por eso hoy, 2.8 mil millones de personas (36% del total) deambulan por el mundo buscando comida porque tienen hambre y en sus países no la hay; tampoco hay trabajo. Para que esta tragedia humana no continúe Petro propone que la ONU dictamine la soberanía alimentaria como un derecho fundamental.
Por otro lado, la naturaleza ya entró en crisis cuyos efectos futuros aún no han sido suficientemente valorados. La deforestación continua y la aspersión con venenos están causando daños irreparables; nuestras fuentes de agua se están secando y/o contaminando, la violencia se tomó el campo y las ciudades, y toda la sociedad se degrada sin que se presente un portal de retorno.
Además, nuestra estructura feudal ha sido un vehículo para que la soberanía alimentaria se haga imposible; el despojo, la herencia feudal y la ociosidad de las tierras fértiles coadyuvan al éxodo de nuestros campesinos. Ese nudo gordiano amarrado en el centro neurálgico de la economía alguien debe desatarlo; la tierra dejó de tener su función social para convertirse en sinónimo de prestigio de ciertas élites feudales y en formas de lavado de activos de nuevos y viejos terratenientes.
La revolución agraria dentro de los cánones constitucionales debe hacerse tal como Japón y Corea lo hicieron como requisito previo e indispensable a sus industrializaciones. El Último Samuray cuenta esta historia del Japón. Es una lástima que hayamos demorado tanto en hacerla. ¿Será que esperamos que la “última frontera agrícola, el Amazonas” se convierta en desierto? La primera revolución del mundo fue la agrícola y ocurrió hace 10 mil años (6.600 años antes del Paraíso Terrenal). Estos procesos no son de diaria ocurrencia, la segunda revolución, la industrial, solo ocurrió hace 500 años, 9.500 después de la primera. Ya el mundo va por la 5ª y Colombia en pañales, no va ni siquiera por la 1ª; romper paradigmas es muy difícil, nos ha costado mucho, pero tenemos que hacerlo, ya llegó la hora, estamos en el momento del Pacto Histórico. La soberanía alimentaria es imprescindible para convertirnos en potencia de vida.