La partida de Crispín Villazón de Armas es como si en el desierto se perdieran varios capítulos del libro de la dignidad del Cesar, y en especial de Valledupar, ese compendio que él, con Aníbal Martínez, Alfonso Araujo Cotes y José Antonio Murgas, escribieron para darles a las generaciones venideras una cátedra de ética, buenas prácticas y elegancia al hacer y decir.
Pero es una verdadera lástima que los destinatarios de este vademecum nunca lo hayan leído. ¡Que diferencia media entre la forma como los gestores del Cesar vieron y practicaron la política, con mucho altruismo, humildad, inteligencia y respeto, a como las siguientes generaciones lo han hecho! Ahora, las ideas, los principios y los métodos son otros; el todo vale, la componenda, la perfidia y el fin último, han hollado y enmarañado el camino que estos quisieron mostrarnos.
Tal vez por eso Crispín abandonó prematuramente el arte de hacer la política, al percatarse que detrás de él venía una horda de francotiradores para cambiar el paradigma de la decencia. Y es una verdadera lástima porque nos privamos de un portento de talento, humildad y sencillez. Desde la Universidad Nacional, como estudiante de derecho, Crispín dio muestras de su coherencia conceptual y de su contundente capacidad oratoria, en defensa de la democracia, exponiendo su vida frente a las balas de la dictadura de Rojas Pinilla; Bogotá teñía de sangre su pavimento frío. Crispin fue expulsado ya en su último año de derecho pero, junto con otros héroes, recibió asilo en el Externado por ese gran demócrata que fue Hinestrosa. Sus grandes aportes a la región ya los conocemos, pero quizás, el tamaño de su inteligencia pocos la calificaron dentro de su medio vallenato.
Hubo una época en que la posibilidad de que un vallenato ocupara una cartera ministerial, era impensable, pero el presidente Misael Pastrana sí le tenía medidas a la estatura intelectual de este provinciano; no por casualidad ni por cuotas políticas, lo designó Ministro del Trabajo y Seguridad Social. Desde esta cartera brilló con luz propia; fue un gran componedor. Pero antes, Carlos Lleras R. en su campaña electoral, lo había incluido en un grupo de los doce oradores más insignes para agitar las banderas liberales durante su campaña por la presidencia de la República. Su lírica y la métrica de su discurso eran propias del Parnaso; esta vena artística la heredó, quizás, de su abuela Clemencia Pumarejo, de los mismos de Tobías Enrique y Tito, casados con las musas.
A Crispín solo le faltó ser presidente de la República, tenía las condiciones para ello, tal vez no se lo propuso, una frustración vallenata. En su carrera pública no dejó la más mínima sospecha sobre su ejercicio, no fue un político convencional, su arma fue el verbo; su vida pública fue una urna de cristal a prueba de escrutinios, fue una estela guía. A nivel familiar y frente a sus amigos, siempre fue un hombre sin barreras, su entrega era total. Que pesar que hasta ahora no aparezca la generación de relevo, vamos al precipicio. Mientras tanto, veamos que podemos aprender de los que ya murieron y de los que nos quedan, Alfonso y Toño a cuyas vivencias deberíamos aferrarnos. Dios los guarde.
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