Mi padre, José Cerveleón Rodríguez, le entregó a Candelaria, la partera del barrio ‘Yuca Asá’ de San Jacinto, la responsabilidad de recibirme al nacer. Fue mi madre Luisa Isabel Lora Ortega la que delegó en mi hermana Elvia Alfaro la atención que como recién nacido tenía que darme. Lo debía hacer mientras ella se recuperaba de quebrantos de salud productos del parto, pero, cuando eso sucedió continué a lado de Elvia. Con ella estuve durante veintiochos años.
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Por esa razón afirmo que tuve dos madres y dos padres. Sin embargo, ambos se fueron de mi lado a temprana edad. José Cerveleón murió cuando yo apenas tenía cinco años. El otro, el marido de Elvia, se enamoró en San Juan Nepomuceno y se marchó para allá. Ambos eran cazadores y agricultores. Un día de añoranzas arreglé una canción que mi padre José compuso, y que se llamó ‘El cazador’. La grabé el año pasado y se la dediqué a ambos.
Ya me llamó
El compadre Juan
Que allá en la huerta
Hay un comío de ñeque
Esta noche
Salgo a cazar
Con una jauría
Pa’ que respete.
Mi madre, la que me parió, era una mujer de carácter fuerte, de las que no se reía ni tomándole una fotografía junto a su familia, de estatura baja, cara ancha, así como la mía. Mientras que la que me crío tenía el cabello indio, de tez clara y buen sentido del humor.
Con ella y mi padre de crianza me fui cuando aún no cumplía los seis años de edad para la zona rural de un pueblecito de tres calles de arena y casas de palma llamado El Floral. Allá sembró tabaco y ñame en un pedazo de tierra donde, además, vivíamos de lunes a sábado. En ese lugar construyó un rancho de palma y dentro de él un zarzo, a la altura del techo, en el que dormíamos evitando ser víctimas del tigre, que cada noche nos rondaba.
LOS PRIMEROS SONIDOS MUSICALES
Fue en ese lugar donde comencé a interesarme por la música. Todo inició una noche que escuché un sonido que venía del monte. Era un tambor, quizá un llamador, no como el que usan para tocar gaita. Este emitía una música fina, profunda, embriagadora. La dejé de oír cuando me dijeron que lo que sonaba era el tamborito de las brujas.
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Después volví a escuchar música en El Florar, donde regresábamos los sábados en la mañana. En ese lugar habitaba Heriberto Chamorro que era dueño de un acordeón. Yo era un niño, no mayor de ocho años, y él un joven que nunca quiso prestarme el instrumento. Me resigné, entonces comencé a tocar unas maraquitas y una guacharaca que fabriqué para acompañarlo mientras él lo interpretaba.
En la finca estuvimos hasta que una noche se hizo día. Al principio escuchamos un ruido extraño y después vimos aparecer en el horizonte una bola de candela. De inmediato nos fuimos para El Florar donde encontramos a sus habitantes arrodillados, y con velas encendidas en las manos, en torno a una cruz de madera que había en una pequeña plaza.
Creo que fue al día siguiente cuando mi madre le dijo a papá que ella no regresaba para ese monte. Volvimos a San Jacinto, yo tenía nueve años. Entonces comencé a escuchar el sonido de otros tambores, los del conjunto de Andrés Landero, de Ramón Vargas y de gaiteros como Toño Fernández. Mamá, que me había advertido que no podía ir detrás de los tamborcitos que escuchaba en el monte, me permitió que lo hiciera con los que sonaban en Yuca Asá, nuestro barrio.
Seguí haciendo maracas y guacharacas, después me regalaron una dulzaina, y hasta me atreví a fabricar un tambor. Los tocaba llevando el compás de la música vallenata que programaban en Radio Libertad y Emisoras Unidas de Barranquilla, que eran las emisoras que se escuchaban en San Jacinto.
MI PRIMER ACORDEONCITO
Después de tanto bregar delante de un radio transistor con la guacharaca y la caja, hice parte de algunos conjuntos de acordeón en San Jacinto. Pero mi madre sabía que yo arrastraba un deseo, que a veces se transformaba en frustración, el de tener un acordeón y aprenderlo a tocar. Ella me lo compró con la condición de que siguiera estudiando bachillerato. Era de segunda mano y de dos teclados. Pese a asegurarle que lo continuaría haciendo, dos años después de tener el instrumento me retiré de los estudios y me casé.
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La primera canción que aprendí a tocar se llama ‘Así soy yo’, de Aniceto Molina. La escuché durante varios días en las bocinas de un circo que llegó a San Jacinto. De este no me interesaban sus payasos, los acróbatas, ni una mujer a la que enterraban viva en un hueco, sino que sonara la música.
Si me voy
Recuerda que yo volveré
Ruega a Dios
Que algún día tenga que volver.
Años después de estar aprendiendo a interpretar algunas canciones con el acordeoncito, me gané la Lotería de Bolívar. Con los veinticinco mil pesos que me dieron como premio compré una casa, un acordeón de tres teclados a Ramón Vargas y monté una tienda. Esta última no prosperó porque mi decisión era ser acordeonista. Desde entonces regresé al taller de acordeones del compadre Ramón, no para continuar siendo su ayudante, sino para que me arreglara el instrumento musical.
Cuando me di cuenta que dominaba las técnicas para interpretar el acordeón de tres teclados, formé, con un grupo de amigos sanjacinteros, un conjunto vallenato. Fue en ese tiempo cuando Andrés Landero me recomendó con Discos Tropical de Barranquilla. Para entonces mi repertorio estaba compuesto por canciones de Aníbal Velásquez, Alfredo Gutiérrez y, sobre todo, de Ramón Vargas con Adolfo Pacheco.
ANDRÉS LANDERO Y MI PRIMERA GRABACIÓN
El mismo día que Andrés Landero me recomendó en Discos Tropical grabé dos canciones: A mi madre, de Praxísteles Rodríguez y Mi Recompensa, de mi autoría. Al día siguiente de haberlo hecho el director artístico de esa disquera, Jaime Cabrera, me llevó a conocer la ciudad y en un almuerzo me hizo firmar un contrato de exclusividad con ellos, sin que recibiera un solo peso a cambio.
Pero para entonces, con dieciocho años de edad, eso no era un asunto importante. Yo estaba hecho de expectativas musicales. La música era mi norte, el acordeón, y el estilo de interpretarlo de Ramón Vargas y Alfredo Gutiérrez, la manera de llegar a él. El sacrificio económico dio resultados, la canción A mi madre, se convirtió en un éxito musical en la Costa Caribe. Eso después de que Rafael Xiques Montes la hiciera sonar en el programa Rapsodia Vallenata que dirigía en Radio Libertad. Entonces llegaron los contratos para amenizar bailes en distintos lugares del país.
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Yo seguía viviendo en San Jacinto, un lugar mágico, tranquilo, seguro, sin violencia. Era feliz en medio de la pobreza que se sintió con mayor fuerza en la familia después de la muerte de mi padre José Cerveleón.
Ahora me doy cuenta de las coincidencias de la vida, yo tuve dos mamás y mi primer éxito musical fue dedicado a las madres.
El que pierde la madre
Pierde todo en la vida
Es igual que una nave
Cuando va a la deriva.
ACORDEONISTA DE ADOLFO PACHECO
Adolfo Pacheco un día me preguntó que si quería tocar con él. Yo me atreví a responderle que sí, lo hice porque el repertorio que más me conocía era el suyo con Ramón Vargas. Me buscó porque el compadre Ramón se había ido a trabajar como técnico de acordeones con Alfredo Gutiérrez.
Comenzamos a tocar y un día me dijo que preparáramos un disco de larga duración para grabarlo en Codiscos. Lo hicimos en Medellín, con el apoyo de algunos músicos del conjunto de Alfredo Gutiérrez. Se llamó Adolfo Pacheco el sanjacintero, con el acordeón de Rodrigo Rodríguez, eso fue en 1976. Me gané diez mil pesos como acordeonista y segunda voz, además el honor de haber grabado con uno de los mejores compositores de nuestra música. Pegamos un disco que se llamó El Desahuciado, que también grabó Nelson Henríquez. Pero el compadre Ramón regresó a ocupar mi lugar en el conjunto y yo quedé sin acompañante.
Mira que olvidarte puedo
Y ponerla a otra serenata
Porque cuando uno es soltero
La mujer bonita no le falta
ROY RODRÍGUEZ EN MÉXICO
Tras mi desvinculación del conjunto de Adolfo, volví a armar la agrupación musical con la que grabé un año antes el primer Long Play en Discos Tropical. Para ese tiempo gané dos festivales de acordeón en Arjona y un Sabanero en Sincelejo. Estando en Arjona, el acordeonista Gilberto Torres me dijo que en esa ciudad no había técnico de acordeones. Me fui a probar suerte y tuve buenos resultados, entonces me llevé a mis hijos y a mi mujer. Fue cuando me separé de mamá Elvia.
Ese año sucedió un hecho que ha marcado mi vida: Andrés Landero me dijo que lo acompañara a una gira musical en México. La invitación era producto de una sugerencia que le había hecho Humberto Pabón, quien era el promotor de la gira. La hizo por algo que desconocía, que en ese país estaban pegadas dos cumbias, La negra cumbiambera y Cumbia cartagenera, que yo había grabado para él en Medellín. Viajamos Andrés, Orlando Landero, Clemente Pereira, tocando la guacharaca, y yo, interpretando el llamador.
Aunque el grupo de músicos colombianos que viajamos era grande, solo nos quedamos los sanjacinteros. Duramos tres meses recorriendo México. Lo hicimos hasta el mes de diciembre porque Landero dijo que tenía que regresar a dar un pésame a la familia de un compadre que había muerto. Se comprometió a regresar en enero, pero no volvió. Él allá es un ídolo porque dejó sembrada su música casi que como identidad cultural de ellos. No quiso volver por temor a los aviones y cuando se decidió a regresar se accidentó y murió.
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En esa gira, Humberto Pabón me pidió que grabara una canción dedicada a la virgen de Guadalupe. Fuimos a su peregrinación en Ciudad de México y la compuse. La lanzó al año siguiente junto a once discos más, con el nombre de Roy Rodríguez y sus éxitos de Oro. Eso sucedió en 1979 y por ese trabajo musical no he recibido un solo peso por concepto de regalías.
Quince años después de que el disco de larga duración hubiera sido lanzado, me enteré que la canción virgen de Guadalupe era un éxito en México. Lo supe porque Humberto Pabón vino como director artístico de un LP que Lisandro Meza grabó para la RCA VICTOR, en los estudios de Sonolux en Medellín. Yo trabajaba con Lisandro como técnico de acordeones y coincidimos en el estudio de grabación.
Y como ya había sucedido me dijo que si no tenía algunos temas para grabarlos con el conjunto de Lisandro. Le dije que sí, hicimos un CD llamado ‘Roy Rodríguez y sus ocho track’, que negoció con el sello Emi. Nunca me ha dado un peso por la grabación, las regalías, ni por el acuerdo que hizo con esa productora musical.
Pese a creer que en esos negocios había perdido, recapitulé y me di cuenta que he ganado. Después de que en 1979 fui con Landero regresé en 2013 y desde entonces he viajado todos los años a México en giras musicales.
Virgen de Guadalupe
Te quiero cantar
Y hacerte un homenaje
Hoy en tu santo día
Y te quiero rezar
Un rosario madre mía.
EL PREMIO GRAMMY LATINO
Después de una parranda en la que coincidí, en Barranquilla, con Juan Piña, este me llamó para que hiciéramos un trabajo musical. Él tenía quince años sin grabar y me propuso que lo hiciéramos con canciones de autores de San Jacinto. Yo escogí veinte de las cuales solo se sabía ‘El cordobés’ y ‘La hamaca grande’. Al final grabamos diez.
Ese trabajo musical es el producto de una sociedad económica. Él puso las horas de grabación y yo cinco millones de pesos, que me dio el entonces alcalde San Jacinto, Joaquín Guete, para masterizar y prensar el CD. Además, pagué a los músicos e hice los arreglos musicales. Prensamos mil compactos y él se llevó seiscientos. El lanzamiento se produjo en Cartagena y San Jacinto, después tocamos en algunas casetas y fiestas privadas.
Cualquier día recibí una llamada de Juan Piña en la que me decía que habíamos sido nominados para el premio Grammy Latino. A mí me sorprendió y me molestó, porque no me había consultado. Entonces me explicó que se debió a una propuesta que le hizo el productor musical Gerardo Paz. También me dijo que competíamos con Diomedes Díaz, Omar Geles, Silvestre Dangond y Jorge Celedón.
La noticia sobre el premio Grammy Latino llegó con sorpresas. Revisando la caratula con la que se promocionaba el trabajo musical ganador, me percaté que mi productora musical Producciones Damar, había sido reemplazada por Vibramusic que era de Gerardo Paz. Llamé a Juan Piña y elevé mi voz de protesta. La solución que me planteó fue una reunión con Gerardo, la que se produjo en Cartagena.
En ella se excusó por la suplantación de mi productora y, además, me aseguró que Juan le presentó el trabajo musical como suyo. Me ofreció un contrato para incluirme en las ventas del trabajo musical que iban a hacer de manera física y virtual. Cuando me envió el contrato para que lo firmara lo rechacé por leonino. Siempre que intenté denunciarlos, algunos amigos me convencieron de que no lo hiciera.
Otra sorpresa, el gramófono solo lo recibió Juan Piña porque el CD había sido inscrito a su nombre. Félix Carrillo Hinojosa se convirtió en el soporte para lograr que la academia reconociera mis aportes como acordeonista y productor por lo que recibí una estatuilla.
La sorpresa final se produjo cuando me di cuenta que Juan promocionaba el premio y el trabajo musical, desconociendo mis aportes. Eso me llenó de rabia y comencé a desmentirlo por distintos medios de comunicación, pero volvieron los amigos a interceder por él. Por eso me abstuve de desenmascararlo ante Caracol Televisión cuando llegó hasta mi casa para entrevistarme.
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Pero tanto el premio Grammy, como la participación como acordeonista en la grabación de un video de la canción ‘La tierra del Olvido’, en la que participan Carlos Vives y Totó la Momposina, que tiene quince millones de reproducciones en YouTube, me abrieron las puertas de otros escenarios musicales, periodísticos y me han permitido percibir mejores ingresos salariales.
Tiene la hamaca más grande del mundo
Donde se meten dos Grammy latinos
Por eso con sentimiento profundo
Agradezco en tu suelo haber nacido.
MIS INFLUENCIAS MUSICALES SANJACINTERAS
La música que se interpreta en mi pueblo, tanto con el acordeón como la gaita, es un compendio de sub estilos locales. Pese al relevo generacional que se ha dado entre los músicos nativos, los aportes hechos por los Gaiteros de San Jacinto, Andrés Landero, Ramón Vargas, y otros músicos de vieja data, siguen siendo los pilares más fuertes de nuestra música.
Identidad musical en la que, también, se nota la influencia de los palenques circunvecinos, sin desconocer el aporte indígena que va más allá de la gaita.
Soy hijo de Ramón Vargas cuando interpreto música vallenata y de Andrés Landero al tratarse de la cumbia. A ambos los seguí silenciosos, como el tigre que todas las noches pasaba por nuestra casa en la finca en El Floral, en Ovejas, Sucre.
Este, en medio de la oscuridad caminaba sin que se le sintiera sus pisadas. Cazaba activando su vista, su olfato y sus oídos. Así hice yo cuando me dediqué a aprender los estilos de ambos al tocar el acordeón. Ellos eran desconfiados, por eso me tocó escucharlos, verlos, sin que lo supieran. Si se daban cuenta de lo que hacía me pasaba como el tigre cuando era descubierto por su posible presa, quedaba sin lograr el objetivo.
Por: Álvaro de Jesús Rojano Osorio.