Con esta historia continuamos nuestro especial ‘Desenterrar al periodista’, un proyecto hecho con el apoyo de Oxfam y la Unión Europea, que busca rescatar la memoria de ocho periodistas anónimos asesinados en región a causa del oficio.
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Prohibiendo el derecho a queja, prohibieron el preguntar.
Hoy te sugiero, mi hermano, pa’ que no vuelva a pasar:
¡prohibido olvidar!
Rubén Blades.
En mayo, Guzmán Quintero Torres -jefe de redacción del diario El Pilón de Valledupar, 33 años- tituló en primera página: ‘Ejército asesinó a dos mujeres’. Supuestamente las confundieron con guerrilleras. En junio, reveló el drama de una familia campesina que resultó afectada en el corregimiento de Patillal durante un sospechoso entrenamiento militar. En julio, informó la desaparición y posterior muerte a manos de un grupo armado desconocido de una mujer que denunció a las Fuerzas Militares por el hecho anterior. Él le había aconsejado hacerlo cuando la entrevistó. En septiembre, fue asesinado. Era 1999.
Fue el 16. Jueves. Ese día, el reportero gráfico Édgar de la Hoz le había llevado para la portada del viernes la fotografía de una bandera en la ventanilla de un carro con la frase “Quiero la paz”. Acababa de nacer en el país el movimiento ‘¡No más!’ que, bajo la batuta del exvicepresidente Pacho Santos, promovió multitudinarias marchas en 22 ciudades para protestar especialmente en contra del secuestro.
“Las banderas de la paz comenzaron a ser portadas en Valledupar por muchos ciudadanos…”, comienza el último pie de foto, y texto periodístico, que escribió en su vida Guzmán Quintero, quien justo 10 años antes se había graduado como comunicador social de la Universidad Autónoma del Caribe en Barranquilla.
El pequeño texto bajo la imagen principal de aquella primera página que nunca vio la luz, porque unas horas más tarde tuvo que ser desmontada por un puñado de periodistas a los que llorando les tocó escribir la noticia de su compañero muerto, terminaba: “La campaña es promovida por un grupo de jóvenes que le apuestan a este noble propósito”. Punto.
Punto. El dedo sobre el botón. Punto. Punto final. “¡Ahora sí vamos a beber!”, recuerda de la Hoz que le dijo el jefe Guzmán apenas sonó ese punto en el teclado. A eso de las siete de la noche el periodista había llamado al director del periódico, Dickson Quiroz, quien se encontraba en Bogotá, para darle parte de tranquilidad sobre el cierre de la edición. “Me dijo ‘jefe, está todo cerrado’, y fue la última vez que hablé con él”, cuenta ahora Quiroz.
Édgar de la Hoz, Guzmán Quintero y el también colega Óscar Martínez partieron a la cafetería de un modesto hotel llamado Los Cardones, sobre la calle 17 entre carreras novena y décima de la capital vallenata, a tomarse unas cervezas. Era el último día laboral de la semana porque entonces El Pilón salía apenas de lunes a viernes. Además Óscar estaba por cumplir años.
Los tres tenían moto, pero Guzmán no fue en la suya debido a que la Policía se la había retenido días antes aparentemente por un seguro vencido.
Se sentaron en el pequeño local en el que hoy funciona una sastrería. Mesas y sillas de plástico, luz tenue. Había estado lloviendo.
Édgar, que aún hoy a veces tiene sueños con aquella escena de horror, recuerda que en ese preciso instante Guzmán estaba tirando línea sobre lo que más le apasionaba: el periodismo. Estaba diciendo que le preocupaba la poca contundencia que encontraba en algunos colegas que hacían opinión.
Entonces entró el hombre de gorra, brazos gruesos y baja estatura que, quién sabe desde qué día y qué hora y por orden de qué boca, aceptó como misión callar para siempre al hombre nacido en El Carmen (Norte de Santander): al esposo de la maestra Alcira Vitola. Al papá de Camilo y Sebastián. Al hijo de don Guzmán y doña Stella. Al hermano de Zully, Xiomara y Yury Vladimir. Por supuesto, eso no era asunto del asesino.
Le disparó al rostro. Enseguida el arma le falló, pero con agilidad volvió a activarla. Le disparó a las manos que intentaron inútilmente cubrirse de las balas. Le disparó a la espalda cuando cayó tendido. Huyó.
Guzmán Quintero estaba tan ensangrentado que cuando sus compañeros intentaron cargarlo para llevarlo a un hospital se les resbaló en varias ocasiones.
El jefe de redacción del recién nacido diario El Pilón (había comenzado a circular cinco años atrás) murió a los pocos minutos. Aunque sus seres queridos tenían indicios de que era objeto de seguimientos y había mucho ruido sobre su seguridad, jamás recibió una amenaza directa en esos últimos meses.
(Había sido amenazado en 1995, cuando como corresponsal de El Heraldo se atrevió a publicar la historia de “Los hijos de la Sierra”, un grupo paramilitar nacido en la frontera con Venezuela cuya presencia en la Serranía del Perijá fue denunciada públicamente por el entonces gobernador Mauricio Pimiento, condenado en 2008 por nexos con las autodefensas).
El periodista Édgar de la Hoz dice que al rato de la tragedia se presentó al sitio una mujer policía preguntando quién había iniciado “la pelea”. Esas mismas autoridades, en tiempo récord, 10 días, capturaron a dos delincuentes comunes conocidos en el bajo mundo con los alias de ‘El Pichi’ y ‘El Parce’ (Rodolfo Nelson Rosado Hernández y Jorge Eliécer Espinal Velásquez, respectivamente), quienes en 2002 fueron encontrados culpables como autores materiales del crimen y sentenciados a 39 años de cárcel.
Pero, tanto la familia de Guzmán como varios de sus colegas han dudado siempre que ellos sean los verdaderos responsables. Creen que posiblemente fueron utilizados para desviar la atención sobre los reales asesinos, materiales e intelectuales. Los mismos condenados insistieron desde el principio y aún hoy en que les hicieron un montaje. A cuatro años de que el caso prescriba, todavía no hay ni ha habido una sola persona procesada como autora intelectual del hecho.
Después de la condena a los sicarios, el proceso (la vida, la justicia, dirán sus seres queridos) de Guzmán Quintero quedó como engavetado y pasó por las manos de cinco fiscales. Este septiembre, cuando se cumplieron 16 años desde aquella horrible noche, la Fundación para la Libertad de Prensa FLIP dio a conocer con preocupación que la última actuación registrada allí es de mayo de 2014.
Precisamente ese año, Yury Vladimir Quintero Torres, el hermano mayor de Guzmán, publicó una compilación de los textos periodísticos del colega que son clave para entender a quiénes estaba molestando su labor cuando fue asesinado. Se trata de un libro de 126 páginas, que nació sumando pequeñas colaboraciones económicas de amigos y allegados a lo largo de dos años, y que Yury tituló ‘¿Quiénes y por qué asesinaron al periodista?’.
La tesis de Yury, la misma tesis que tienen muchos periodistas de Valledupar que conocieron a Guzmán, la tesis que es vox pópuli y corre certera por calles y callejones, es que al periodista lo asesinaron por lo que escribía sobre el Ejército.
En ese sentido, el libro que organiza los artículos y evidencia nombres, contextos y aparentes coincidencias, ha sido tan valioso que abrió un camino en la Fiscalía, o al menos los dejó sin excusas para mirar hacia la esquina obvia de los uniformados. “La línea de investigación ahora está verificando la hipótesis del libro, se ordenó a Policía Judicial tomar una declaraciones y rendir un informe, a ver si hay temas puntuales sobre el Ejército”, declaró a La Silla Caribe César Augusto Nuncira Gómez, fiscal 25 de Derechos Humanos que lleva el caso.
‘¿Quiénes y por qué asesinaron al periodista?’ es apenas una muestra de la resistencia a la impunidad que durante 16 años ha engalanado a la familia que prohibió olvidar a Guzmán Quintero Torres, y que hoy pide que su crimen sea declarado como de lesa humanidad. Tal y como fue calificado el del director de El Espectador Guillermo Cano, asesinado después de denunciar la relación de las mafias con los poderes del Estado.
En el dolor de los otros
La compasión y el interés por las desgracias de los demás los aprendió Guzmán Quintero Torres en su casa, bajo el ala de don Guzmán Quintero Pérez, un viejo roble de 76 años que desde muy joven fue doctorado en pérdidas.
Nortesantandereano del pueblo agrícola de El Carmen, Quintero Pérez tuvo que abandonar su tierra a los 17 años, acosado por la violencia bipartidista que lo golpeó a través de amigos, profesores y parientes a los que vio enterrar.
Su segundo techo lo levantó en Cúcuta, en donde conoció a su mujer Stella Torres y nacieron sus dos primeros hijos: Zully y Yury Vladimir. El nombre del segundo hace que no sorprenda saber que por esa misma época el viejo se formó políticamente en las filas de las juventudes comunistas.
Después de un breve regreso a El Carmen, en donde en 1966 nació Guzmán hijo, la familia se mudó a Valledupar cuando el patriarca logró vincularse allí al Instituto de Fomento Algodonero. Para entonces, el señor ya era un curtido líder social que en Cúcuta había participado en la creación de un comité para la nacionalización del petróleo, sentido a través de marchas y protestas, y estaba vinculado a la Anapo, colectividad desde la que lideró un movimiento por los destechados.
De ese material fue el nido en el que se crió Guzmán Quintero Torres, leyendo de la generosa biblioteca de su padre libros como ‘El Capital’ y ‘Así se templó el acero’, la novela considerada por muchos como clave en la formación de los jóvenes comunistas.
Cuenta su hermano Yury que el ejemplo del papá fue determinante para que el periodista se decidiera a estudiar comunicación social, y que también lo motivó poder ver de cerca El Diario Vallenato, el periódico local que fundó su cuñada Lolita Acosta.
“Las injusticias lo ponían bravo, siempre que se enteraba de atropellos o abusos de algún político, familia poderosa o mafioso de la región decía ‘¡estos hijueputas!’. A él lo movía lo social y eso lo llevó a la muerte”, dice uno de sus compañeros de redacción.
Ahí, en las oficinas del diario al que llegó el año antes de su asesinato, luego de pasar por Todelar, El Heraldo, Caracol Radio, NTC y la Gobernación de Mauricio Pimiento, recordaba a sus compañeros de manera permanente y con toda informalidad uno de los principios básicos del periodismo cuando se cubre el poder: “Nos decía que no tragáramos entero. Cuando llegaba un boletín de prensa, que en ese entonces no eran por correo, como ahora, sino todos físicos, nos decía: ‘¡eso es sólo papel!’, y lo doblaba, y proponía ‘¿por qué mejor no vamos a entrevistar a fulanito? o a buscar un dato por aquí o por allá’”, recuerda la colega Ana María Ferrer, hoy directora de El Pilón.
El hombre, entonces ya casado con la psicopedagoga sincelejana Alcira Vitola, a quien había conocido en Barranquilla cuando era universitario, era un profesor para muchos periodistas y también en sentido literal, pues en su tiempo libre dictaba clases en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia. Además era corresponsal del noticiero barranquillero Televista. Y escribía poemas.
Las historias y el final
Corría 1999 y el fenómeno paramilitar que se había sumado a la guerra de este país hacía que en el Cesar se respirara un aire pesado entre los periodistas. En agosto del año anterior habían asesinado a la colega vallenata Amparo Jiménez, según sospecha la Sociedad Interamericana de Prensa SIP y buena parte del departamento, por haber informado a través del noticiero QAP sobre un desplazamiento campesino en la hacienda Bellacruz a causa de la acción de las autodefensas.
En su libro ‘Guerras recicladas’, la periodista María Teresa Ronderos revela el nivel en el que estaban las cosas: en el primer semestre del 98 se había realizado un consejo de seguridad en la Gobernación, con la presencia de autoridades civiles, militares y algunos hacendados, para discutir cómo mejorar la seguridad en la zona. Según los rumores, varios de los presentes criticaron duramente a los periodistas y de manera informal y sin que quedara en el registro oficial ofrecieron plata para “matar a los indiscretos”.
Guzmán Quintero llevaba el recuerdo de Amparo en su corazón. Le dolía esa muerte y le preocupaba la impunidad. Un mes antes de que lo asesinaran le había pedido a la FLIP información sobre el avance de las investigaciones en ese caso para publicarla en el primer aniversario de muerta de Jiménez.
Entonces por los corrillos del valle estaba esparcido un rumor según el cual todos los años iban a asesinar a un periodista. Bajo la sombra terrible de semejante posibilidad transcurría la cotidianidad laboral de decenas de comunicadores, que intentaban registrar el conflicto y llegar vivos a sus casas por la noche.
En el libro ‘¿Quiénes y por qué asesinaron al periodista?’ está reseñado con las respectivas imágenes de periódico. El 10 de mayo de 1999, El Pilón tituló en primera página ‘Ejército asesinó a dos mujeres’. Militares del Grupo Mecanizado Rondón habían disparado contra un vehículo en el que se movilizaban civiles, en Conejo, corregimiento de Fonseca en La Guajira. Una de las víctimas estaba embarazada. Ocho niños resultaron heridos, entre ellos uno de 18 meses. En la portada del diario ese día aparecía Guzmán Quintero Torres cargando a ese niño para mostrar esas heridas.
El Pilón también contó ese día que, según familiares de los afectados, uno de los soldados había intentado quitarle la ropa a uno de los heridos y ponerle un camuflado para hacerlo pasar como guerrillero.
Los titulares de las semanas siguientes dan más detalles de la guerra que padecía en aquel momento el Cesar. ‘Masacradas cinco personas en Aguas Blancas, corregimiento de Valledupar’. ‘Reaparición de las autodefensas en el Cesar’, ‘Más de 100 familias fueron amenazadas’.
El 30 de junio Guzmán tituló en primera página ‘La Fuerza Aérea disparó fuera de polígono’. Fue el comienzo del cubrimiento que antecedió a su crimen tres meses después. Argumentando que se trataba de un entrenamiento en una zona de polígonos, la Fuerza Aérea había disparado contra un rancho llamado ‘Qué dirán’ en el que dormían cinco campesinos. “¡Desatino!”, rezaba el encabezado del pie de foto de la portada. En la imagen se podía ver uno de los artefactos de guerra que había caído en la finca de la familia Maestre, en el corregimiento de Patillal.
En una nota de seguimiento al tema, el 2 de julio siguiente El Pilón publicó que don Aquilio Maestre y sus hijas, dueños de ‘Qué dirán’, habían llevado una queja por lo sucedido a la Defensoría del Pueblo y que no estaban satisfechos con los 100 mil pesos que en compensación por los daños materiales les había dado la FAC.
“A nosotros lo que menos nos interesa es la plata, pero nos disgustó la forma como nos recibieron en el Batallón La Popa, porque dizque hicimos un escándalo por la prensa, pero con nuestra educación de campesinos le contestamos que acudimos a El Pilón para dejar un precedente”, se queja en la historia, que escribió Guzmán, la señora Elvia Maestre, hija de don Aquilio.
La mujer aseguró también que un teniente llamado Mauricio Zuleta le había hecho firmar a su padre un documento en el cual se daba por bien servido con los 100 mil pesos, pero sólo en un viaje para movilizar a don Aquilio tras lo ocurrido la familia se tuvo que gastar 120 mil.
El caso de los Maestre se volvió un asunto prioritario para Guzmán Quintero. Estaba indignado. Fuera de micrófonos, fue él quien aconsejó a estos campesinos quejarse ante la Defensoría para hacer valer sus derechos y defender su tranquilidad.
Pero un hecho de horror estaba por aparecer en el horizonte. Apenas cinco días después, así lo registró el titular, también en primera página, de El Pilón: ‘Asesinadas cuatro personas en Patillal y Río Seco, una mujer fue desaparecida’.
Un grupo armado desconocido se metió de madrugada a los corregimientos vallenatos de Patillal, Río Seco y La Mina, mató a cuatro hombres y se llevó a Saida Maestre, hija de don Aquilio, el dueño del rancho ‘Qué dirán’. En varias casas les escucharon decir que iban a acabar con todos “los colaboradores de la guerrilla”. Aunque el periódico no lo dice explícitamente, no es difícil adivinar, pues, que se trataba de paramiitares.
Al día siguiente, el diario registró las declaraciones del general Luis Roberto Pico Hernández, entonces comandante en el Batallón de Artillería número 2 La Popa, quien informó que el Ejército había desplazado tropas para buscar a “los antisociales que cometieron estos crímenes”.
Pico llegó a ser comandante de la Séptima División del Ejército, pero en 2008 fue retirado de su cargo junto a otros 26 militares más por el entonces presidente Álvaro Uribe, dentro del escándalo de las ejecuciones extrajudiciales (es decir, las muertes de civiles inocentes a manos de uniformados para hacerlos pasar como guerrilleros). Un año después, el nombre de ese alto uniformado apareció en un informe de El Espectador que revela que Pico sale hablando con familiaridad con unas fichas de alias Don Mario, en unas conversaciones que la Fiscalía iba a usar en el juicio contra el exdirector de Fiscalías de Medellín Guillermo León Valencia.
En 2013 la Fiscalía le abrió investigación al General por sus presuntos vínculos con los paramilitares. Pico fue acusado de 124 ejecuciones extrajudiciales.
La desaparición de Saida Maestre descompuso a Guzmán Quintero. Su familia fue una fuente con la que él se comprometió. “Él le puso (a ese caso) toda la pasión que había que ponerle”, recuerda ahora Dickson Quiroz, director de El Pilón en aquel momento.
Por eso que la hayan encontrado muerta y con signos de tortura, cuatro días después de habérsela llevado, fue un golpe fuerte para el periodista. “Este hecho a Manzo (como le llamaba su familia) lo afecta sobremanera y lo mantiene apesarado… incluso siente que por su asesoría y ayuda asesinaron a una mujer humilde, campesina, vendedora de comida, que por pedir justicia ante una barbarie del Ejército en Patillal, fue desaparecida, torturada…”, señala Yury Quintero Torres.
Doce años después de que los Maestre perdieran a su hija Saida, el paramilitar alias ‘El Tigre’ declaró en una versión libre dentro del proceso de Justicia y Paz que la orden de la masacre de Patillal fue dada por el jefe paramilitar Jorge 40, y que el exgobernador del Cesar Hernando Molina Araújo coordinó la operación. Molina, quien en 2010 fue encontrado culpable de tener nexos con las autodefensas, rechazó en su momento esos señalamientos. Pero la Fiscalía, que lo llamó a juicio este año por la muerte de un profesor indígena, cree lo contrario.
Las semanas siguientes a la noticia de la muerte de Saida fueron de tensión para Guzmán, además, por los seguimientos de los que empezó a ser objeto por parte de desconocidos. Uno de sus entonces compañeros cuenta que en una ocasión alguien lo buscó en el periódico para darle una razón, supuestamente, de una gente del Ejército que mandaba a decir que lo mejor era que el periodista les aclarara sus inclinaciones ideológicas. Quintero se negó rotundamente.
En esa espiral implacable de la guerra, dos meses y siete días más tarde el titular ya no era por el cadáver de Saida Maestre sino por el asesinato de Guzmán Quintero. Quién sabe cuántos muertos más hubo entre un titular y el otro.
El efecto que dejó su muerte en el periodismo local, y especialmente en El Pilón, fue el silencio. “Nos autocensuramos. Las ediciones las hacíamos rapidito porque sacábamos puro boletín de prensa”, recuerda Ana María Ferrer, quien reemplazó a Guzmán en la jefatura de la redacción, fue víctima de amenazas meses después y hoy dirige ese periódico. Así fue durante un año. Tal vez dos.
En estos 16 años sin verdad y con una justicia a medias, la familia Quintero Torres ha sido una suerte de faro iluminando el camino de la memoria. Aniversario tras aniversario, liderados por don Guzmán, o por Yury, o por Alcira la viuda, adelantan siempre alguna iniciativa para procurar que la gente recuerde al periodista y pedir justicia para él.
Recogieron, por ejemplo, varias de sus poesías, que sobrevivían escritas en hojas sueltas, y mandaron a editar un pequeño libro. Han hecho plantones. Han hecho conversatorios. Han hecho exposiciones con sus artículos. El 16 de septiembre pasado sembraron siete ceibas. Han dado entrevistas. Han sido supremamente generosos en esas entrevistas para que no se quede por fuera ni un detalle. Han prohibido que lo olviden.
Tomado de La Silla Vacía.