Manuel Zapata Olivella: trotamundos, más no turista, polifacético, médico y escritor controvertido. Su trasegar no iba en busca de diversión, sino tras algo indefinido, sin un derrotero, ni un centavo en los bolsillos. No hay en la literatura colombiana una vida más rica en valentías, en aventuras que la de él. Caminó por carreteras, selvas y despeñaderos, por mar y ríos. A propósito le vienen muy bien los versos de Lansgston Hughes con quien tuvo gran amistad es Estados Unidos:
“He contemplado ríos, viejos, oscuros, con la edad del mundo/ y con ellos tan viejos y sombríos/ el corazón se me volvió profundo”.
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Su literatura procede entonces de la sangre y del ajetreo de la vida. A los 20 años abandona su carrera de medicina. “Cuando alguien agonizaba ante mis ojos, veía en él la víctima de la sociedad que lo fatigaba, desnutrido, condenado a muerte en un hospital desmantelado”. Su incesante búsqueda de experiencias, palpar, vivir a la manera del Cova, el personaje de José Eustasio Rivera devorado por la selva en el libro ‘Pasión Vagabunda’.
Manuel, de ademanes inquietos, voz estertórea, risotadas espontáneas e insolentes que mostraba una dentadura perfecta, nació en Lorica el 17 de marzo de 1920. Estudió en la Universidad Nacional de Bogotá donde recibió el título de doctor en medicina en 1948. En su búsqueda incesante, asiduo asiste a los festivales vallenatos. Le manifestó a mi hermana Paulina, en ese momento directora de Extensión Cultural de la Universidad Popular del Cesar, su deseo de escuchar al Maestro Santander Durán Escalona, rey de la canción inédita, pero sin más personas. En el momento en que el cantautor interpreta la cumbia de su autoría ‘Yo soy el pescador’, que dice en una de sus estrofas:
“Yo soy el pescador que va bogando/desnudo bajo la noche serena (bis)/ ¡Ay! Entre golpes de remo recordando/ historia de mi raza piel morena (bis)”, él le expresa que en esa canción están resumidos más de 20 años de investigación en los largos viajes que ha hecho.
De esas vivencias hay valiosos testimonios. Experiencias en la población de La Paz captadas por el lente mágico de su gran amigo de infancia, el fotógrafo cartagenero Nereo López, a quien lo invita diciéndole “ven a conocer este paraíso”. Quien llevó una vida agitada en la antigua provincia de Valledupar y en La Guajira, por obra de cantos, acordeones y trago que no le dieron tiempo para estampar su propia imagen dentro de este recorrido vagabundo, en esas tierras, cuando por obstinación propia logró retratar ese mundo de aventuras increíble que no será posible volver a vivir.
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Es la labor de este personaje que con su lente fantástico nos ha dejado plasmadas unas imágenes que son parte de nuestra historia sobre una época de acordeones, parrandas, parranderos y de cantores en caminos, galleras y cumbiambas. En esos instantes cuando nuestra música empezaba a apreciarse como expresión social y cultural de una región apegada a sus valores. Si ahora podemos ver y comprender mejor su gesta musical se debe en parte a la vivacidad del lente avizor de Nereo, guardadas por muchos años.
Descubre un mundo armonioso donde fascinado captaba los encantos de los personajes vírgenes de nuestra comarca, trabajó sin ataduras, capturaba cuanto aparecía ante él, teniendo como alcahuete, insisto, una cámara audaz.
Por su valor artístico, esas fotografías serían publicadas en las Revistas Cromos y El Espectador. Con orgullo decía que contaba con los archivos más completos de sus amigos Manuel Zapata Olivella, Gabriel García Márquez y de Rafael Escalona.
Entre 1996 y 1998 el fotógrafo Nereo documentó la realidad de Colombia. Le entrega a la Biblioteca Nacional más de cien mil negativos y cerca de 20.000 diapositivas que dan cuenta de buena parte de su trabajo, incluidas las de otras partes del país y ciudades extranjeras que visitó y donde vivió, como Estados Unidos.
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Delegado por el Gobierno nacional para cubrir el evento de Estocolmo: la entrega del premio nobel a Gabriel García Márquez. Olvida la acreditación con la que debía acceder al lugar de la reunión y acude a su ingenio: le quita un sombrero a uno de los miembros de la delegación y pasa desapercibido. Muere el 25 de agosto de 2015 en Nueva York a los 95 años de edad.
Por Giomar Lucía Guerra Bonilla.