Carta a mis amigos de los años viejos y a los jóvenes que piensan en la inmortalidad.
El tiempo invadió todos los atajos, está implacable, no se quiere prestar para más; nos toca desafiar su carrera y convivir a su lado tratando o impidiendo que no agigante sus pasos y nos gane fácilmente la última etapa, sacando a relucir su velocidad y dejando en cada instante al pasado, haciendo efímero el presente y evadiendo con facilidad el futuro que cuando logramos alcanzarlo ya no existe.
Entiendo ahora porque Einstein, el físico de la verdad increíble, le dio tanta importancia a esta actividad, para que pudiéramos comprender de alguna forma la realidad del universo: no existe escapatoria, el movimiento a una velocidad constante es indetectable, por eso nos damos cuenta que después de muchos años de vida, entendemos que no hemos vivido nada o muy poco, sobre todo cuando comprendemos que no hicimos nada por los demás.
Por eso debemos sacarle tiempo al tiempo, no desperdiciarlo, porque cuando lo notemos ya habremos dejado de existir.
Mis reflexiones solo tratan de explicar que nuestro paso por la tierra debe dejar huellas de humanismo, de servicio, de sentimientos de felicidad por la buena labor cumplida y rechazar a toda costa los refugios del mal que son los que parece consintieran el tiempo, y este depende del estado de movimiento del observador que pareciera que lo elonga y acorta a su libre albedrío cuando patrocina los actos malos.
Por el final del camino las fuerzas se nos apagan porque en su recorrido inicial hicimos poco por acumular las energías que pudieran combatir la infelicidad y trabajar por el bien común, que es lo mínimo que debe hacer el hombre común. Si tomamos conciencia en el final del camino aún tenemos tiempo, si caminamos al lado del bien, de hacer muchas cosas buenas: “¡Nunca es tarde para servir y aún hay tiempo por vivir!”. Hay que morir de pie y la muerte es solo un estado de transición para una nueva vida que debería encontrar un mundo mejor si hacemos lo suficiente por ello”.