X

“Permaneced en mí”

Cada uno de nosotros ha hecho la experiencia de dejar de hablarle a alguien. Muchas veces a lo largo de nuestras vidas hemos tenido disgustos que nos llevaron a “quitarle el habla” incluso a nuestros amigos. En algunas ocasiones argumentábamos tener razón, en otras sabíamos que no la teníamos y, sin embargo, enfrascados en nuestro orgullo insistíamos en afirmar: ¡“No le hablo”!

Hoy, una vez más, tenemos la oportunidad de darnos cuenta de que el amor de Dios es eterno e incondicional; Él, en efecto, ha tenido infinidad de motivos para enojarse con nosotros, para dejarnos de hablar y, sin embargo, no lo ha hecho. Nunca Dios se ha enojado con nosotros porque hayamos dejado de hacer lo que Él quiere o porque abiertamente hayamos hecho lo que a Él le desagrada. Nunca ha dejado de hablarnos por la Sagrada Escritura, a través de hombres y en leguaje humano, nunca ha dejado de hacer resonar su voz en los acontecimientos cotidianos de nuestra vida, nunca ha dejado de dirigirnos su Palabra en el silencio elocuente de la soledad.

Hoy nuevamente se nos entrega Dios mismo en su Palabra y nos invita a reflexionar acerca de nuestra total dependencia de Él: “Yo soy la vid, dice Jesús, vosotros los sarmientos… permaneced en mí, porque separados de mí no podéis hacer nada”. Él es el árbol, nosotros las ramas; y lo mismo que una rama desgajada del árbol no da fruto sino que se marchita y se muere, si nos separamos de Cristo, verdadera vid, árbol verdadero, al no fluir hacia nosotros la fuerza de la gracia que de Él proviene, nos vamos marchitando bajo el peso de los problemas, la desesperanza inunda nuestra vida y acabamos por morir en la muerte del pecado. ¡Nadie puede pretender vivir verdaderamente lejos de Aquél que es el autor de la vida y la Vida misma!

“Permaneced en mí”. La obra de Dios exige nuestro compromiso, nuestra participación. No esperemos resultados caídos del cielo, nadie (ni siquiera Dios) va ha hacer por nosotros lo que a nosotros nos corresponde hacer; se nos pide el esfuerzo de involucrarnos vitalmente en la aventura de seguir al Señor, no es suficiente iniciar el camino, es necesario permanecer. Permanecer cuando todo va bien, cuando nuestros planes se realizan, cuando la alegría nos desborda, sí, pero permanecer también cuando las circunstancias son adversas, cuando el dolor nos visita, cuando parece que Dios no está: ¡Permaneced en mí!

Una rama solo dará frutos si está unida al tronco, si recibe su flujo vital. Por eso Jesús sólo pide: “¡Permaneced!”. En griego este término tiene dos connotaciones, un qué y un cómo. El qué es la inserción en la persona de Jesús, designa una relación profunda con él, y vendría a significar estar en él, habitar en él, poner las bases de la vida en él; el cómo es la constancia en esa relación, la fidelidad, ir hasta el final. Si acaso descubrimos hoy que hemos sido incapaces de permanecer en él y que nos hemos empezado a marchitar, no tengamos miedo de acercarnos y de decirle lo mismo que san Agustín: “Señor, yo no te oculto mis llagas, tú eres médico y yo estoy enfermo, tú eres misericordioso y yo soy un miserable. Dame lo que me pides y luego pídeme lo que quieras”.

Finalmente, cómo no dirigir unas palabras de felicitación a aquél ser que con su abnegación, esfuerzo, amor, trabajo y fidelidad nos ha enseñado muchas veces lo que significa permanecer… ¡Feliz día madres!

Categories: Columnista
Marlon_Javier_Dominguez: