Basta echar un vistazo a lo que nos rodea para constatar que todo en el mundo tiene su contrario. Misteriosamente siempre hay cosas y realidades opuestas: la noche y el día; la luz y la oscuridad; lo frío y lo caliente; lo grande y lo pequeño, etc. El ámbito moral no escapa a ello: todos estaremos de acuerdo en la existencia del bien y el mal, aunque no lleguemos nunca a ponernos todos de acuerdo sobre lo que es bueno y lo que no lo es. Tampoco el ámbito espiritual es ajeno a esta realidad: en todas las culturas encontramos personificaciones del bien y el mal, seres espirituales enfrentados entre sí, rivales desde tiempos remotos. En lenguaje cristiano Dios y el diablo.
Tal vez hemos tenido la experiencia de asombrarnos, al escuchar de nuestros mayores narraciones sobre sucesos extraños y hasta mágicos (algunos muy inverosímiles), pertenecientes a un remoto pasado sobre brujas que cambiaban de apariencia, espantos, gritos desgarradores a media noche, etc. Tal vez nos hayamos preguntado por qué no ocurren ese tipo de cosas en nuestros días, y quizás hayamos optado por obviar la cuestión o por responder apresuradamente que todo aquello no es más que el imaginario colectivo de los pobladores poco formados, informados y nada tecnológicos de nuestros viejos pueblos.
Lo cierto es que, en medio de nuestra aldea global, en pleno siglo XXI, con toda la información a la distancia de un clic y con nuestro supuestamente inmenso bagaje cultural y formativo, sigue teniendo vigencia tanto en el campo moral como religioso, la cuestión sobre el bien y el mal. Hoy dejaré a un lado el tema ético y me ocuparé del religioso. Dando por hecho la existencia de Dios y el diablo, paso a analizar cómo es percibido el segundo personaje en nuestro mundo posmoderno.
Muchas religiones (no distingo confesiones) y fanáticos individuales, afirman por doquier que “todo es diablo”: diablo si vas a un concierto, si tomas unos tragos, si te bañas en piscina, si escuchas música, si navegas en internet o si besas a tu novia (o). Todo termina siendo malo, manifestación de la malvada fuerza oscura enemiga de la humanidad, contra la que hay que luchar con todas las fuerzas volitivas. Espero que lo ilógico de tal posición sea evidente a los lectores. No me detendré en ello, porque lo que más me preocupa es lo siguiente:
Muchas personas (incluso mediana y altamente ilustradas) son hoy presa de una malsana corriente supersticiosa (esto es pura retórica, la superstición es en sí misma malsana): si los negocios salen mal, brujería; si la salud se deteriora, brujería; si las calificaciones no son las esperadas, brujería. Las iglesias están repletas de individuos dependientes de imposiciones de manos, liberaciones, exorcismos, sal, aceite y agua bendita. Nadie me malinterprete: el demonio existe (lo atestigua el Evangelio de la Misa de hoy), la evidencia indica que existe la remotísima posibilidad de la perturbación demoníaca, la brujería y hasta la posesión diabólica; pero es inverosímil, improbable y hasta absurdo achacar al diablo y sus secuaces cierto tipo de cosas.
Lo más triste es que muchos líderes religiosos (no distingo confesiones), en vez de formar a sus fieles, se limitan a explotar la superstición de las personas, cual vil estrategia de marketing. ¿Quiere que su iglesia se llene? Anuncie por la radio un culto o una Misa de liberación, sanación y exorcismos: le aseguro lleno total. ¿Queremos realmente cristianos adultos cuya fe dé forma a sus vidas, o queremos borregos que puedan ser conducidos a capricho? Esta pregunta tampoco distingue confesiones. Feliz domingo.