Por Imelda Daza Cotes
“Hemos construido un sistema que nos persuade a gastar el dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos para crear impresiones que no durarán en personas que no nos importan”. Emile H. Gauvreay
Somos parte de un mundo consumista donde unos pocos tienen mucho y consumen demasiado, otros tienen lo necesario pero son impulsados a consumir más, y la mayoría, que tiene poco o nada, necesita consumir un mínimo pero la injusticia imperante le niega la posibilidad.
Para casi todos, el consumo de bienes materiales es sinónimo de felicidad. El delirio por comprar nos aturde. Embriagados por el despilfarro y desbordados en consumo alardeamos de libres, autoconvencidos de que comprar es el máximo placer.
Vivimos en una sociedad insomne, de masas consumidoras atiborradas de cosas pero agobiadas por la soledad, adictas a los sedantes y a las drogas legales e ilegales.
La ansiedad por trabajar, ganar, comprar y pagar impide conciliar el sueño; tampoco las gallinas productoras de huevo tienen derecho a dormir, deben comer sin parar para producir más; las flores de invernadero no tienen noche, deben crecer rápido.
Los centros comerciales -handelscenter, shopping center- suplantaron los centros de sana recreación, los parques, los museos, los teatros y se impusieron como emblemas de progreso, bienestar y modernidad urbana. Las vitrinas relucientes de lujo y superficialidad avasallan al ciudadano que termina comprando montones de objetos inútiles, árboles de navidad repletos de nieve, santa Claus montado en trineos tirados por renos del polo norte, luces y más luces para adornarlo todo en regiones de clima tropical donde el sol brilla 10 horas cada día. Un burdo mercantilismo que además desdibuja la esencia de la navidad cristiana.
La cultura consumista ha sumado a la violencia política la violencia invisible del mercado que, a través de la publicidad, nos impone pautas de comportamiento y nos arrastra al consumo frenético. El lema parece ser: “Cuanto consumes, cuanto vales”. “Eres la marca que luces”.
Esa obsesión conduce al endeudamiento y más tarde a nuevas deudas para atender las anteriores hasta agotar la fantasía; después, el camino es la delincuencia en busca del dinero fácil y rápido.
La criminalidad urbana se explica también a partir de la angustia por el éxito social en términos de posesión de cosas que lleva a delinquir cuando la moral escasea.
Es delirante el consumo y cuando por fin hacemos conciencia, cuando cesa el frenesí, lo que queda es el vacío, la basura y el desorden que dejó el festín consumista. También el planeta se resiente. Sus recursos escasean.
Para los lectores un saludo navideño acompañado de sonrientes duendes y gnomos nórdicos.