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Manuel Zapata Olivella, ‘Los caminos de la provincia’

Manuel Zapata Olivella, uno de los personajes más grandes con los que cuenta Colombia. FOTO: SUMINISTRADA

Lo hecho por Manuel Zapata Olivella en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado bien vale la pena exaltar, porque produjo un gran despertar en la gran tierra nuestra, que construía un movimiento musical pero cuya divulgación era local.

Esa tarea la hizo él, que sumado a las anteriores y posteriores crónicas y reportajes que empezaron a circular en las nacientes plumas, entre las que se destacó, quien luego sería nuestro genio y nobel Gabriel García Márquez, más el ojo fotográfico de Nereo López, quien copió a los juglares y logró retratar a la provincia con sus mil colores.

Ese “médico ilustrado”, como lo señaló el juglar Juan Manuel Muegues, quien lo acompañó y pudo comprender que el ambiente después de ir a Bogotá no estaba lo mejor, no porque el objetivo no se estuviera cumpliendo sino que los recursos se agotaban y el gran quijote de apellido Zapata Olivella como lo dijera Muegues “cuando iba llegando a Armenia lo noté desorientado”.

A esto se sumaba la realidad social del país, en donde el médico no podía olvidar como le tocó salir en bolas de fuego de Bogotá, recién graduado.
Es probable que muchos no le encuentren conexidad a todo lo hecho por Manuel Zapata Olivella, quien llevó por primera vez una delegación de músicos vallenatos, entre quienes estuvieron Juan López, Dagoberto López, Antonio Sierra y los inicios del festival de la Leyenda Vallenata.

Tuvo que pasar más de una década para que el imperio de los reyes vallenatos, quienes tienen su propia historia, estimulada por la famosa Cacica, quien también hace parte de las vivencias juveniles, en donde muchas personas influyeron en la formación literaria de los personajes, que hacen parte de las grandes memorias que construyeron esa gran provincia.

La propia Cacica, al igual que ellos, nunca se imaginaron en tan tempranas épocas que los cantos de un estudiante del Liceo Celedón, así como los reportajes visuales del hoy consagrado fotógrafo Nereo López y las investigaciones que iniciara el famoso Gabito, hechos que no son más que el resultado de unas vocaciones que recogemos como un homenaje a la vida y hazaña de Consuelo Araújo Noguera, cuyas resonancias lograron anudarse con el galardón recibido por nuestro nobel en Estocolmo, con sus novelas y cuentos inspirados en recuerdos de infancia, en el legendario Macondo, así como de presidentes, congresistas y político de la República y el extranjero, ligados por el festival folclórico de la música vallenata, cuando nadie presagiaba los triunfos repetidos por esa rica música costeña en los premios Grammy, más ahora cuando se tiene una categoría.

Entre ellas, algunas significantes anécdotas vividas en nuestro país y el exterior por el grupo de Delia Zapata Olivella y su hermano Manuel, en donde países como Francia, Alemania, España, la Unión Soviética y la República Popular China, sintieron el aire creativo y libertario de estos dos hermanos, que tanto bien le hicieron a la cultura nacional.

DE LOS GRANDES

A Manuel Zapata Olivella su pasión vagabunda lo llevó a recorrer toda Centroamérica a pie descalzo, como rememorando a sus ancestros africanos. Era la mejor manera para que un mulato contara de viva voz su historia.

Todos estos pasajes generaron en él un compromiso de primera mano que lo llevó a constituirse en un observador cultural y no en un especialista musical de las diversas manifestaciones de nuestra patria y otros pueblos de América.

Su itinerante trashumancia se detuvo un día de recrudecida violencia frente a un extenso valle de la costa atlántica, donde por fortuna en ese entonces se dormía con las puertas abiertas y la mano amiga se posaba con firmeza para brindar lo mejor de ella. Era una tierra que empezaba a vestirse con los colores de un instrumento europeo, que aún hoy le hace el zigzag a la violencia con la que se pudo musicalizar la filosofía del hombre provinciano.

Era novedoso pese a su costo ver al hombre de esa región abrazar a un acordeón de una o dos hileras e irrumpir a cualquier hora y exponer con una larga fanfarria los cantos que ya empezaban a identificar a toda una provincia.

Después de un largo recorrido en tren, en donde las horas pese a lo eterno del viaje, caían bajo el deslizamiento del riel que devoraba el verdor de los platanales, el joven médico llegó a ese mundo en donde dos años más tarde le insistió a Nereo, su hermano de infancia y sueños, para que viniera a conocer el paraíso. Así llamó a nuestra gran provincia, a la que llevó siempre en su interior como los recuerdos de su Lorica natal.

Esta historia brota de sus labios, que sirven de parlante a una voz trémula y cansada por la labor implacable del tiempo.

“Yo llegué en 1949. Lo hago pocos días después de recibir el grado de médico, precisamente el día que me estaba graduando el presidente Mariano Ospina Pérez se tomó el parlamento colombiano y hubo disparos

Como la facultad de medicina quedaba en la calle 10 con la avenida caracas, todos esos disparos se escuchaban así fueran debajo de la mesa. Esto originó una cacería de brujas contra liberales y comunistas. Como yo era miembro de la Juventud Comunista, me tocó salir en bolas de fuego, dejando mis libros, ropas y todos mis enseres”, dijo.

Al salir en tren, que partía de la calle 13, su objetivo era radicarse en Venezuela. En ese tránsito y en busca de un refugio llegó a La Paz, población cercana a Valledupar, donde se encontró con su primo Pedro Olivella Araújo. Después de un breve diálogo y conocer sus intenciones este le dijo: “No tienes por qué salir de tu patria. Quédate aquí, que yo te garantizo, que nadie se va a meter contigo”.

Al llegar a esa región estaban de moda los cantos de Escalona. Su manera distinta de componer producto de su formación en el Liceo Celedón, era evidente a través de su formación cultural y literaria. A pesar de todas esas diferencias, Escalona preservaba la tradición de los cantos populares, que sumado a los de Lorenzo Morales, Emiliano Zuleta Baquero y la voz de Alfonso Cotes Querúz acompañado de su guitarra, le hacía saborear las canciones como ‘El Negro Maldito’, ‘La Estrella’, ‘Cállate Corazón’, ‘La Loma’, ‘El Provincianito’, ‘El Tigre de la Montaña’ y ‘La Gota fría’, de personajes que más tarde conocería, como Francisco Rada, Juan Manuel Polo Cervantes, Tobías Enrique Pumarejo, Samuel Martínez y Germán Serna Daza y Emiliano Zuleta Baquero, o el cuadro hermoso de ver a la vieja Sara María Baquero, toda una matrona dictatorial y legendaria con sus pollerines de bellos colores que le llegaba a los pies y sus trenzas, mandando en el Plan Sierra Montaña y pueblos aledaños.

Al igual que la demanda que Sabas Torres le entabló a Rafael Escalona por el famoso merengue ‘El Jerre Jerre’. Esto sirvió para que esa breve estancia se prolongara por cinco años, donde el joven Zapata Olivella, que ya había iniciado su reconocida y fecunda actividad literaria, sustentado en cuentos, novelas y reportajes, se enfrentara a su praxis de médico donde se volcaron en romerías, tantas parturientas, situación que enriquecía su vocación psiquiátrica, desarrollada en el frenocomio de mujeres, al lado de sus maestros José Francisco Socarrás y el entonces director, Edmundo Rico.

ZAPATA EL MÉDICO

Lleno de una inmensa vocación social se enfrentó a su actividad de atender a cuanta mujer embarazada lo requiriera, sin cobrarle por ello. Solo recibía como retribución su solicitud personal: “Después de mi labor de médico y de eterno parturienta pedía un chinchorro, un buen sancocho y el sonido celestial que solo el acordeón podía brindar. El más humilde de los rincones de esa adorable provincia siempre tenía como colofón esos tres ingredientes”, decía.

El inquieto hombre de letras empezó a percibir el fenómeno del canto vallenato que modelaba en sí, todo el comportamiento de esa comunidad, a través de sus costumbres, hábitos, alimentación y vestidos. Esa función de observador directo le permitió consolidar la propuesta que años más tarde le hiciera su hermana Delia, que después de terminar su carrera de escultora decidió entregarse de lleno a la conformación de grupos de danzas folclóricas, mientras viajaba a San Diego en la chiva de ‘Chiche’ Pimienta o cuando ésta se varaba, lo hacía a pie.

Para él era un encanto cruzar el río chiriaimo, ya que los sonidos de los acordeones a manera de bienvenida le mostraban sus variados intérpretes y canciones, cuyos estilos diversificaban al hombre representado en Juan Muñoz, Leandro Díaz, Carlos Araque Mieles, Juan Manuel Muegues, Hugo Araújo, Juan y Pablo López, y quedar petrificado con los golpes endemoniado de Crisóstomo Oñate conocido como ‘Pichocho’.

A su regreso a La Paz decidió conformar un grupo vallenato. Aprovechó las permanentes parrandas de valores como Fermín Pitre un músico completo de Fonseca, quien al ser requerido por él le dijo: “Docto, yo me voy con usté, no importa la plata”.

A este se sumó ‘Pichocho’ y Antonio Sierra, decimero de respeto y guacharaquero. El propósito del joven médico de llevar a un cantador de décimas tenía su fin y era el poder mostrarle a la gente del interior del país, que en nuestra provincia había una tradición española muy arraigada.
Al llegar a la capital, la música de Buitrago, Lucho Bermúdez, José Barros Palomino y Pacho Galán se estaba metiendo en el ámbito del interior bogotano, que tenía en el estudiantado costeño a su más efectivo promotor

Esto le sirvió para presentarse por asalto a la residencia del doctor Alfonso López Michelsen y darle con el grupo vallenato una serenata, que fue el dardo que impulsó a ese hombre de raíces vallenatas, recomendarlos en la emisora Nueva Granada, con tanto éxito que las presentaciones se incrementaron.

Esta situación coincidió con la llegada de su hermano Juan, quien buscaba continuar infructuosamente en la Universidad Nacional sus estudios de medicina y como este tenía cierta experiencia en el tema de programas musicales ya que hacía uno en Emisora Fuentes de Cartagena, decidió continuar con su actividad periodística en la Voz de la Víctor donde inició el programa La Hora Costeña.

EL REGRESO

Después de dos semanas de permanencia con el improvisado grupo de música vallenata regresó a La Paz. Supo que por esas tierras estaba el antropólogo Gerardo Reichel Dolmatoff, con quien tenía una estrecha relación amistosa. No había calentado su ambulante consultorio cuando ya estaba con una delegación musical, entre quienes se encontraba Rafael Escalona y Juan López. Decidieron ir a La Tomita, lugar que servía como punto de encuentro de los bohemios que partían de Valledupar o La Paz, para llegar a Manaure, que a manera de balcón recibía a cuanto forastero o provinciano decidía cruzar esa zona llena de encantos y leyendas.

En la noche, con mucho sigilo y tratando de caminar en puntillas, Escalona como siempre le dio la orden a Juan López y éste como por encanto desabrochó su camisa musical. No había recorrido muchos compases cuando se encendió una fuerte luz en la carpa y apareció el antropólogo con una pistola en la mano derecha, diciendo: “Si se demoran en tocar ese acordeón, no estarían vivos”.

A esta sentencia le siguió una estruendosa carcajada al unísono, que sirvió de antesala a una parranda de varios días. En medio de ella, se enteraron que por ahí andaban los intrépidos Gabriel García Márquez y Nereo López de Mesa. El primero tratando de averiguar los antecedentes de su familia en esa región y el segundo solicito ante el llamado de Manuel Zapata Olivella.

Mientras Gabriel García Márquez era ilustrado con lujos de detalles por Pedro Olivella Araújo sobre la actividad de su padre, cuando éste fue telegrafista en Valledupar, Nereo descifraba los encantos de los personajes vírgenes de nuestra provincia, con su vocación libre de recoger todo cuanto aparecía ante él y teniendo como alcahuete una cámara atrevida.

Por eso no era raro ver al muchacho vendedor de enciclopedias, pasarse horas enteras escuchando los relatos sobre generales que habían peleado la guerra de los mil días. Unas veces, era Sabas Socarrás. Otras Manuel Moscote que sumado a las de Clemente Escalona nutrió la vocación del querido y laureado novelista.

Mientras el joven y solicitado compositor Escalona Martínez caía rendido por la belleza de las mujeres de los pueblos que servían de inspiración a sus sentimientos, Gabriel García Márquez se regresó a Barranquilla con un panorama más despejado al tiempo que el médico Zapata Olivella con la compañía de Nereo, se internaron por la Sierra del Perijá, donde recogieron un importante estudio fotográfico sobre los Motilones y Yukos, poco conocido y comentado por los investigadores del vallenato.

Pero si esa ruta de nuestros nativos les atraía, no lo era menos La Guajira, por donde transitaba el contrabando, unas veces con el whisky, otras con el tabaco y peor aún la marihuana, que los llevó a un asentamiento Wayuu en el barrio Siruma de Maracaibo.

Manuel Zapata Olivella ahora, muchos años después, en Bogotá, comienza a recorrer cada espacio en la casa de su ya difunta hermana Delia, donde vive y empieza a halar la pita del tiempo. Cierra los ojos y sus patillas blanquecinas tratan de cubrirle toda la cara. Se recompone en su silla.

Aprieta sus débiles manos entre sí y dice: “Escalona y Nereo son mis compadres de sacramento. Ellos son los padrinos de Harlem Segunda de La Paz y Edelma. El padre Joaco de La Paz, no le quería bautizar a la primera con ese nombre, porque era extranjero. Porque, como yo viví en ese barrio de los Estados Unidos quise hacerle un homenaje”.

SALIDA DE LA PAZ

Al salir de La Paz en 1954 conformó un segundo grupo vallenato de personas con ganas de figurar. Eran hombres que sabían de donde salían pero la hora de llegada y las condiciones económicas estaban expuestas a todos los avatares que en ese momento estructuraba la naciente música vallenata. Esos cantadores atrevidos fueron los primeros divulgadores en el interior del país de nuestra música vallenata.

El médico intentó convencer a Carlitos Noriega que le acompañara en su nueva ruta y así mostrar las diversas expresiones de la cultura costeña, entre ellas, el vallenato. Se tropezó con la negativa de un acordeonero que quería seguir amenizando a sus paisanos.

Por eso decidió proponerle a Juan Manuel Muegues, músico y compositor manaurero que junto a Juan López, un mago de la caja y el acordeón, mientras en la guacharaca y canto Dagoberto López Mieles, conocido en toda esa región como ‘El Clarín de La Paz’, quienes gustosos aceptaron ese desafío.

Recorrieron varias ciudades colombianas, entre ellas, Cali, Medellín, Bogotá y cuando iban llegando a Armenia el músico Juan Manuel Muegues le dio rienda suelta a su inspiración, cuando en ritmo de merengue narró los momentos que les tocó vivir en esa correría, que sirvió de base para los momentos que hoy vivimos en torno a la música vallenata. Sobre este canto y la realidad que cubría al mismo el escritor tiene su versión: “Quien estaba desorientado era el músico. Él no sabía y no tenía porque. Mi preocupación giraba en torno al rumor de un asalto por parte de los chulavitas a Armenia y esto en realidad me preocupaba, ya que tenía una responsabilidad con el grupo.

Al final no pasó nada y todos regresamos a nuestras casas”.
Para el año de 1956 los hermanos Manuel y Delia se dieron a la tarea, nada difícil para ellos, de organizar y recoger la mejor muestra del folclore costeño. El escritor por su parte trató de persuadir a Nicolás Mendoza Daza para que le acompañara a Europa. Sin embargo, la negativa del reconocido y siempre recordado acordeonero se hizo una vez más presente, era el tercer intento por demás fallido frente al músico, como llegó a decir el médico, “Colacho se asustó. Europa no estaba en sus planes”.

Mientras Delia constituía lo mejor de la dancística, su hermano reunía a los Gaiteros de San Jacinto, donde Antonio Fernández era la carta más destacada por su reconocida fama como cantador, compositor y ejecutante de la gaita macho, acompañado por los hermanos Lara, en donde Juan, depositario de la magia con su gaita hembra y José, incomparable tamborilero, hacían de las suyas.

Además, estaban exponentes de diversas regiones del país, entre ellos, el Chocó y el Valle del Cauca, del que sobresalían Madolia de Diego, joven quibdoseña, cantante de alabaos, romances y mejoranas, el porteño Salvador Valencia de Buenaventura, ejecutor de la marímbula de chonta, los palenqueros Erasmo Arrieta y su primo Roque, ejecutaban la caña de Millo mientras Lorenzo Miranda preservaba la tradición de los ancianos batata, heredero de los tambores y cantos religiosos del lumbalú africanos; Por su parte, Leonor González Mina, quinceañera entonces, interpretaba las canciones de minería de los antiguos feudos españoles de Puerto Tejada y Cáceres.

Como es de imaginarse, todos bisoños en aquello de aventuras por el desconocido viejo mundo de Europa y Asia. Talvez, este destino les dio ánimo para emprender la mayor aventura que grupo Folclórico americano, iniciaron por tierras extranjeras con un pasaje de ida y sin regreso, lejos de sus familias y con la vaga esperanza de regresar algún día a sus lares.

Llegaron a Paris en época de invierno. Allí contaron con la ayuda patriótica e incondicional del Doctor Eduardo Santos, quien les consiguió alojamiento y alimentación en una residencia estudiantil. Al tiempo, les llegó una invitación para que asistieran al séptimo festival de la Juventud en Moscú.

Allí se encontraron con el futuro premio Nobel Gabriel García Márquez, quien borroneaba El Coronel no tiene quien le escriba. Enterado de la ausencia de Nicolás Mendoza Daza en la delegación tenían que llenar esa vacante.

Es la voz activa del Médico quien relata ese episodio: “Gabo nos sugirió que lo metiéramos en reemplazo de Colacho. Mi hermana Delia le dijo: Yo no le voy a mentir a los soviéticos diciéndole que tú eres miembro del grupo. A no ser que quieras ser bailarín o músico. Ante ello, Gabo respondió: Bueno, me voy de tamborero. Así entró a la unión soviética.

Félix Carrillo Hinojosa* / EL PILÓN

Categories: Cultura Especial
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