“Ya no pesco, quienes lo hacen son mis hijos”. Señala José Antonio Bolaño Machacón. “Ellos son los que cuando está pasando peje salen con la atarraya a tirarla al río desde los barrancos, o se van para el mango o las piedras de la Punta de Pedraza vieja, donde se reúnen los otros pescadores”.
Este, casi todas las tardes, se sienta sobre parte de un muro de cemento, cerca al río Magdalena y de su casa. En este lugar es usual encontrarlo sin camisa, usando pantalón o bermuda, calzando sus pies con unas abarcas. Su cara es la de un hombre al que pocas cosas lo intranquilizan.
-Es que la pesca no es como antes, cuando yo comencé a hacerlo con papá, salíamos en una canoa y tiraba la atarraya en cualquier parte del río y sacábamos pescados. Vea, en tiempos de que la arenca venía subiendo el río tronaba del ruido que traían tanto ella como los bagres que venían detrás, comiéndosela. Figúrese, había tanto bagre que después de pescarlos le cortaban la cabeza y la dejaban tirada en cualquier parte. Nadie le prestaba atención. No sabe cuántas veces he anhelado comerme un sancocho de cabeza de bagre a la que han ahumado antes de cocinarla.
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Ni qué decir del barbul, imagínese que una vez se presentó una barbulera tan grande cerca a Calamar, que un grupo de pescadores de acá nos mudamos para allá, y eso que tenemos fama de que solo pescamos por tierra. Tuvimos que ir a comprar cuerda a Calamar para que la atarraya llegara al fondo del río, que era donde estaba el peje. Eso se achichó, lo compraban a nada, pero como decía Agustín Bolaño, los pescadores somos charúas. El nimá se fue río arriba y nosotros detrás, hasta que nos desprendimos de él, frente a Barranca Vieja.
Fue tanto el que mandamos para el pueblo y el que trajimos que los palos de las cercas de los patios de nosotros, los Machacones, se llenaron de barbul abierto y salado. Lo que teníamos era que preocuparnos por el arroz, el bollo o la yuca. Aunque por yuca no me preocupaba, porque nada más era montarme en el mocho, como le decían a mi canoa, del que aseguraban que era más barro que madera, atravesaba el río y sin volarme contramano alguno, la traía de mi pedazo de playa.
Es que eso nada más era tirar la atarraya al río o en una ciénaga, y enseguida asegurabas el salao. Cuando íbamos a pagar un día como jornaleros, papá nos levantaba temprano y salíamos en la canoa de él, tirábamos la atarraya, una o dos veces, al río, ahí en el remolino de Rubén, y enseguida para la casa. Muchas veces nos regresábamos sin sacar el peje de la atarraya. Asegurábamos la comida para la casa, el almuerzo, sin preparar, que nos llevábamos, porque el desayuno de pescado frito nos lo mandaban al monte.
EL ROBO
Los bocachicos apetecidos han sido los de la ciénaga La Brava, especialmente el negrito que apenas uno lo ve ya está pensando en el caldo sabroso que da. El del río tenía su tiempo, ahora se necesita de un milagro para sacar uno del río con la atarraya.
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Yo me acuerdo que había tanto peje en el Magdalena que uno hasta se lo robaba con el anzuelo. ¿Qué significa robar? Hombe, fácil, cuando uno estaba recogiendo el nailon, que había tirado al río, enganchaba con el anzuelo un pescado, por cualquier parte del cuerpo, que se atravesaba por donde uno lo hacía.
Ni qué hablar del sábalo del río o las ciénagas. Ya en el río no hay, lo que queda es arenca, barbul, viejita, corvinata, ruye copa, mata caimán y otros que solo el yuyo y la garza comen. Para pescar un sábalo como los que había en el Magdalena se necesitaba de más de dos atarrayas, porque si tenías la mala suerte de arroparlo con una, quedaba era el cansancio de tejer los huecos que abría en las redes cuando volando se salía.
De mis hijos quien una vez se entregó a la pesca fue Orlando, no hubo orilla del río o de las ciénagas de Mota, La Palma, y La Brava que no caminara tirando atarraya. Perdió su color de piel y se puso mohoso, tanto que le pusieron ‘Cuero de zorra’. Vea, quién sabe qué sería de ese muchacho si no hubiera resultado buen futbolista.
Pero apareció el trasmallo y todo cambió…
Por: Álvaro Rojano Osorio