La trashumancia electoral está plasmada en la legislación penal colombiana como la acción de inscribir la cédula para votar en un lugar distinto al que reside el ciudadano y constituye un delito contemplado en el Código Penal Colombiano bajo el nombre de Fraude en Inscripción de Cédulas.
Esos “pecados” están vigentes aquí en el Cesar, especialmente en Valledupar, Chiriguaná, Codazzi, La Paz, Bosconia, Aguachica y La Jagua de Ibirico, en donde el fraude electoral es el pan de cada día, en cada elección.
Los políticos cometen muchos “pecados”. Muchos congresistas, gobernadores, alcaldes, diputados, concejales y hasta presidentes de la república se han hecho elegir con votos fraudulentos, pero al final la fiscalía, las autoridades electorales y judiciales nunca llegan al fondo de la verdad.
Se afirma que corren ríos de dineros y dádivas sobornando a los electores y a funcionarios.
Aunque severamente castigado por la ley penal (en el papel), es uno de los delitos más comunes en las elecciones colombianas y, ello, obviamente, lleva a la pregunta de por qué, en un país abstencionista como Colombia, hay personas que se toman el trabajo y riesgo para su libertad, de inscribir su cédula y votar en un sitio ajeno al de su residencia.
La respuesta no amerita mayor investigación: la sola inclusión de la figura delictiva a la que se hizo referencia anteriormente evidencia que el fenómeno es real; las “casas” políticas se encargan de comprar votos, con la condición de que estos sean depositados en los municipios o lugares de votación que tienen señalados como sus fortalezas políticas, es decir, donde les conviene tener resultados positivos.
Por eso es común que aquí en el Cesar los candidatos al congreso “armen” listas y se repartan los municipios. Crean mapas electorales. Qué vergüenza.
La trashumancia es tan evidente (Consejo Nacional Electoral, CNE, 2015), que en muchos casos el número de votos sobrepasa el censo electoral oficial; es decir, el número de sufragios, es superior al de ciudadanos legalmente habilitados para sufragar en un municipio, otro gran “pecado” que los políticos patrocinan.
Que nunca ha existido una democracia perfecta es la posición de algunos especialistas en la temática del comportamiento político de los pueblos. Que haya abstencionistas, se repite, no es una situación de extrañar. Es sí de extrañar (y en grado máximo) que los responsables de los procesos políticos, es decir, candidatos y clase política en general, se abstengan de enfrentar el problema y analizar cómo corregir los errores que conllevan a que los conteos de votos, en Colombia, no superen el 50% del potencial electoral.
Cuando surge la evidencia de que se cometen muchos delitos contra el sufragio, resulta incomprensible que el mismo fenómeno se repita siempre que hay elecciones, contribuyendo así a mermar la creencia del ciudadano en su democracia.
Lo anterior porque se presume que los escándalos de los delitos electorales inciden sensiblemente en la confianza ciudadana, mermando la confianza en las autoridades y en la efectividad de los procesos electorales, como expresión real de la voluntad popular.
Llegados a un punto de análisis final, se concluye que la clase política del Cesar y Colombia comete muchos “pecados”. Se siente cómoda en una democracia participativa en la que la condición la impone ella y en la que al ciudadano le da igual votar o no votar, cosa que no afecta a los candidatos puesto que siempre ganará el que tenga mayoría simple de votos.
Esta cegada conformidad de la clase política, seguramente traerá consecuencias mayores para una democracia que extiende sus brechas a la hecatombe.
Por Aquilino Cotes Zuleta