Lo veían sin camisa desnudo de dorso y descalzo, en un ir y venir de vagancia desprevenida por las calles enfangadas de aquel pueblo de ribera. Nadie lo conocía, ni tampoco alguno sabía de dónde había aparecido. Por su rostro inexpresivo, siempre con aire de estar en un mundo afuera, no llamó la atención de la gente más allá del comentario de que ese loco no era de aquellos lugares.
Casi de inmediato se habituaron a verlo en el malecón del rio, sin hablar, como si fuera mudo, en un autismo rotundo, mirando con fijeza de estatua las aguas turbias de aluvión sobre la cual iban al garete de la corriente lerda, ramas y helechos, y uno que otro tronco liviano donde se acaballaban esas aves de patas largas.
La caridad de algunos y después Toño Restrepo, el empleado que prendía la planta eléctrica de manigueta y poleas que le daba luz al pueblo, le dejaban una bolsa con comida en el portal de una bodega en ruina, donde dormía por las noches cubierto de pies a cabeza con un enmugrecido arropijo que alguien le había tirado.
Medio año ya llevaba Otilia Palomino indagando pueblo en pueblo y en todas las rancherías de los pescadores desde aquella mañana de abril cuando le hizo noticia una carta del director del manicomio cuyas letras decían que él había huido del sanatorio. Después le llegó el recado de un enfermero, pariente lejano de ella, que le daba razones de que a él lo habían echado a la calle porque nadie pagaba su pensión de recluido como paciente de mente trastornada. Entonces ella no pensó ni mucho ni poco en vender sus tres escaparates, las jaulas de sus guacamayas y la última mecedora momposina de bejuco. Con una mochila de hilo y un maletín de manijas que contenía tres mudas de ropas, se fue a recorrer el mundo con la cabeza cubierta con una pañoleta gris, hasta cuando tomó la pista de que él deambulaba a su suelto albedrio por los pueblos del río.
Fue un libanés vendedor de telas, Abdul Abdala, de esos trotamundos que recorren leguas y más leguas y van de puerta en puerta ofreciendo yardas de dril y cortes de popelina con pagos a plazos, quien le dio el informe de haberlo visto en Las Bocas, una última calle de Tamalameque que linda con las aguas, acogido a la asistencia bondadosa de Juan Saucedo, “el único que tiene un hato de vacas que nadan todas las tardes hacía una isla del rio que hace de corral”- le habían añadido en la información.
Nuevo brío cobró ella con tales datos. Tomó un puesto en la chalupa de viajeros a las siete de la mañana y por el mismo río se fue a buscar a Rafael Romero, su marido de sacramento, que con la mente desgobernada iba y venía sin destino por aquellos pueblos de playones, malecones y albarradas. Una nueva frustración le encogió el ánimo en cuanto hubo llegado. Don Juan mismo le dijo que a él nadie lo había visto en dos días. Entonces, tomó la decisión de irse a otro pueblo en su terquedad sin tregua de encontrarlo vivo o muerto.
Don Juan le dio la mano de despedida. Después ella se anudó otra vez las puntas de la pañoleta gris como un barboquejo, para evitar que la brisa se la rapara. Fue cuando la oyó decir:
“Lo encontraré así tenga que buscarlo en La Patagonia o en Cafarnaum”.
Para aquellos días, en Rioviejo, la misa de seis no era a las seis, sino a las siete porque el padre Bayona la oficiaba después de su baño en el río. Cuando aparecía la indecisa claridad del nuevo día, tomaba en su mano una jabonera de pasta verde y una toalla blanca que colgaba a su cuello. Acompañado de Medardo, un señor de hombros abrumados por el peso de los almanaques quien le hacia la compañía en la casa cural, se iba por el camino del embarcadero después de que, aguas adentro, se fueran los pescadores con sus anzuelos y atarrayas. Entonces, allí trepado en una canoa con amarre en un muro de hormigón que evitaba los desbarranques, se desnudaba de la sotana negra quedando sólo con unos pantalones recortados a la altura de las rodillas. Después con una taza de aluminio, recogía desde la canoa agua del ras del rio para ducharse la cabeza y su cuerpo peludo.
Pero estaba escrito que aquel día de junio las cosas no resultarían así. Cuando el presbítero tomó impulso para saltar a la orilla, tuvo la pésima suerte de trastabillar en el intento y se vino de espalda. Cayó de cabeza sobre el borde de la barca y sencillamente desapareció sumergido con el peso de su sotana, en un borbollo de sangre.
Las campanas de Rioviejo tocaron a muerto todo el día y el otro y el otro. La noticia corrió desbocada hasta el rincón más oculto de la región desde el mismo instante de la desgracia Todo el mundo abandonó sus ocupaciones para irse al río y hurgar en sus entrañas con varas largas punzando los fondos y colocando trasmallos en los afanes del rescate del cuerpo.
Las rogativas en las iglesias de la región eran seguidas y los sermones de los curas invitando a la búsqueda como acto de obligación cristiana, eran cosa de cada momento. Por líneas del teléfono no se hablaba de nada distinto a lo del padre Bayona, muerto a sus sesenta y cuatro años. Los escuadrones de voluntarios, sobre canoas iban de pueblo en pueblo atarrayando cada pedazo de rio, y atisbando el ras de las aguas y los espacios del cielo para divisar cada punta de goleros que pudiera dar indicio de un cuerpo atascado en los meandros y recovas tapadas de tarullas.
Eso se había hecho siempre que el rio cobraba una vida, pero lo que le daba una dimensión nunca antes registrada, era un sacerdote ahogado y no un pescador acalambrado o un muchacho demasiado confiado en el vigor de sus brazos. Por eso había tantos ires y venires por las aguas del río y comentarios dolidos del caso. El juez de Rioviejo, en un chispazo que alimentó una botella de ron blanco en el mostrador de un estanquillo, había dicho la frase precisa y sentenciosa que hacía suya el sentimiento de la gente, porque quedó repetida en los labios de todos: “Esto es una equivocación de Dios”.
Nunca antes había existido tanto movimiento sobre las aguas en aquellos tramos del río. Lentas, en una requisa de minucia van las canoas impulsadas por las palancas de canaletes, echando redes. Los buscadores no se cansan de revisar desde el alba hasta cuando en el sol del ocaso las garzas aleteaban hacia los montes costeros, sin que apareciera ningún cuerpo ahogado. Ya las esperanzas estaban desvanecidas y los piquetes de gente que recorrían las playas por si acaso las ondas del río habían montado el cadáver en la arena, se sentían inútiles. Pero doce leguas más abajo de donde se ahogó el religioso, alguien divisó un bulto que estaba a flote entre una palizada que lo detenía orillado. Era un cuerpo desnudo, con el abdomen inflado y parecido al de un manatí, sólo que era de un humano adulto con el rostro moreteado como las berenjenas.
Superado los primeros instantes de miedo, ese alguien que lo encontró, ató un pie del cadáver con un cordel que a su vez fijó al ojo de la canoa para remolcarlo hasta el atracadero del puerto de ese otro pueblo. Cuando faltaba una distancia como de cuatro tiros añadidos de escopeta, alguna persona trepada en la barranca que hacía de muelle, con la mano extendida sobre la frente, gritó: “Allí traen al padre que se ahogó.“
Pronto era una montonera sobre el barranco. Un niño corrió calle abajo hasta la casa de la parroquia para dar aviso. En las miles de conjeturas y divagaciones de la gente estaba la explicación del cadáver desnudo: “Debió quitarse la sotana en plena angustia para tratar de evitar el hundimiento“.
El cura párroco de Tamalameque no esperó comprobar las malas nuevas. Desde su despacho arropado de anaqueles con legajos de carátulas empastadas que contenían los registros bautismales y partidas de matrimonios desde cuando pegaron los adobes de la primera iglesia del pueblo, hacía cuatrocientos cincuenta años, levantó el auricular del teléfono para pedir con desesperación en el acento de su voz a la operadora que lo comunicara con el obispo del Vicariato.
“Debe hacer que el cuerpo sea preparado por quien haga mejor el oficio de embalsamar en ese pueblo. Viajaré hasta allá con un grupo de sacerdotes para que las exequias sean dignas de nuestro hermano de fe” – decía la voz apaciguada de Monseñor al otro extremo del alambre telefónico. El párroco Anselmo sólo asentía con movimientos de cabeza, a la par que se secaba con un pañuelo de listas el abundante sudor que le perlaba la frente.
Vino el preparativo del funeral. Crucita Aguilar se encargó de decorar la nave de la iglesia con crespones de telas en negro y blanco. El reverendo Anselmo donó uno de sus mejores hábitos para vestir el cadáver. Todo estaba a punto cuando en dos chalupas llegaron cuatro curas, dos frailes y tres hermanas capuchinas no bien se había asomado el sol, con un ataúd de cedro relucido de laca. La iglesia estaba repleta como nunca. Había un silencio total interrumpido de rato en rato por las oraciones del rosario antes de la misa de difuntos que oficiaría Monseñor, ya en camino.
En el centro de la nave estaba el cuerpo velado por cuatro cirios descomunales y precavido del mal olor por virtud del formol, la cal, el café molido y los demás recursos del embalsamiento.
Sólo una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta gris de mariposas blancas, sollozaba en silencio al lado del féretro. “Debe ser su ama de llaves que ha venido a darle sus adioses“- pensaba Crucita Aguilar. Cuando había transcurrido algunas horas y la mujer permanencia presa de llanto sin quitarse un solo instante de allí, la misma Crucita quiso llevársela para darle un plato de sopa, pero ella negaba con la cabeza en un firme rechazo ese gesto de asistencia.
“Legio Marie” decía en latín un lábaro romano de madera que a la cabeza del desfile mortuorio llevaba en alto una joven morena. Detrás de ella, en perfectas líneas de par a par, las damas de la Congregación de Maria caminaban a paso suave, mientras cantaban en latín el Salve Regina.
Una banda de guerra de estudiantes, con uniforme albiazul y tricornio negro como la de los granaderos del emperador Bonaparte, batía los parches de sus redoblantes dobles con un rataplán plan plan cortado y repetido, delante de una formación desarticulada de alumnos de las dos escuelas públicas. Unas banderitas de la Santa Sede en papel crespón agitaban sus manos, bajo el ceño duro de sus maestras que les hacían de guardianes.
Venían seguido los empleados del Municipio con el alcalde Diógenes Pino, quien en esa mañana lucía un bigote repicado y un corbatín negro y orejón que le había mandado de cumpleaños un senador de la República. De vez en cuando el reojo de sus miradas alcanzaba las ventanas de las casas por donde iba el séquito, para asentir satisfecho con un sí de cabeza por cada tricolor patrio que veía a media asta, como mandaba su decreto de honores.
Luego seguía el monseñor que había llegado en la mañana después de viajar toda la noche montado en una camioneta roja por la mala trocha que venía hasta el pueblo. Aquí en el desfile mortuorio lucía una mitra dorada, una capa dalmática y en el puño izquierdo un bordón de pastor que sostenía con la mano enguantada de seda blanca. A su rededor estaban los curas forasteros con el párroco Anselmo, vestidos con los ornamentos lila, propios de la liturgia de luto, entre la neblina del incienso quemado en braserillos de cobre que con movimientos de vaivén aireaban tres muchachos de sacristía.
Seguido venía el ataúd entre los molledos de cuatro nazarenos con las caras descubiertas y sus capuchas moradas dobladas sobre sus cabezas. Una mano siempre puesta sobre un costado del féretro, descubría a la señora de la pañoleta gris.
El maestro Peñarete iba detrás con la banda municipal. Una marcha de entierro marcada por el bombardino, era el fruto de un trasnocho de ensayos entre solfeos y corcovos musicales. Por último, venia la masa del pueblo, apretada y muda, con el sordo ruido de pasos como un desborde de agua mansa.
El ataúd fue depositado en el vientre de una tumba con la blancura nueva de la leche de cal, la que quedó sepultada a su vez bajo los ramilletes de todas las flores del mundo.
Belisa Venestrálen, momia viva de 105 años con el prodigio de una mente sin hendijas, presenció el entierro desde su puerta donde la habían puesto en su sillón de tullida. Hizo un repaso de toda su vida en ese pueblo donde se había jorobado de vieja tejiendo mochilones y chinchorros de pesca entre el vaho sofocante de aguas muertas.
En lo que ella recordaba, además de otros recuerdos que heredó de sus dos padres, y estos de sus cuatro abuelos y estos de ocho bisabuelos, y estos de sus dieciséis tatarabuelos, y estos de sus treinta y dos ascendientes de más arriba, no encontró nada igual al revuelo trágico de gente como ahora, ni cuando en el comienzo de la historia de su Tamalameque, el licenciado en leyes que conquistó el país de los muiscas en la cordillera lejana, se apareció por los playones de rio con sus balandras ahítas de soldados forrados de hojalata y sus perros destripadores de indios; ni cuando el dominico Batutierra hizo una tumultuosa misa campal con todos los vecinos del territorio en acción de gracias por traer sumisos de un palenque a los negros volados de sus amos, en las épocas adormitadas de oidores y virreyes; ni cuando las tropas patriotas que acampaban en las sabanas de Chingalé con sus hombres acosados de hambre, asaban carne de reses ajenas antes de quemarlo todo; ni cuando las montoneras liberales cayeron cañoneadas en el rio por los bongos y bergantines de guerra del Gobierno, en La Humareda, a dos leguas de los ejidos del pueblo, en otro tiempos de revueltas civiles.
Con fastidio porque tal tropelín se había robado un rato de la paz de su calle, recargó con acidez el acento de las palabras que salieron de su boca estriada de arrugas como las valvas de una almeja:
“Yo creía que este pueblo de mierda se había dormido para siempre. Aquí nunca hubo tanta rebrujina, y menos por un ahogado“.
Todo ese capítulo hubiera tenido allí su última página, pero un día después sucedió algo tremendo. Una chalupa a toda máquina era conducida por Pompilio Almendrales, rumbo a una posesión de playones donde mantenía una ternerada de destete. Ya pisaba la arena de su fundo cuando su vista alcanzó a un círculo de gallinazos sobre un punto de la orilla cubierto por un pajonal, y preocupado porque podría tratarse de una de sus reses, encaminó allí sus piernas. Entonces lo vio. Atascado estaba algo al flote con el movimiento del vaivén pausado de las ondas que morían en la orilla. Con el natural recelo que nace de situaciones semejantes, tomó cercanía de aquello hasta que sus ojos retrataron un cuerpo cubierto con una tela negra. De golpe lo entendió: “¡Carajo! Otro cura ahogado”- exclamó.
Decidió volverse al pueblo de inmediato. En el trayecto tomó la decisión, sin saber por qué, de trasmitirle el hallazgo al padre Anselmo, el párroco, sin darle cuenta a más nadie del asunto. En su despacho que siempre olía a tinta y a papeles viejos, estaba el párroco asentando las actas de bautizos de tres meses atrás, cuando Pompilio entró sin que nadie lo anunciara. El padre Anselmo conocedor de muchas situaciones humanas, en cuanto él cruzó el umbral de la puerta adivinó que algo grave ocurría. Demudado, con cara de alta preocupación, el párroco no articuló por un rato palabra alguna, una vez que se impuso del motivo de aquella visita.
Se levantó de pronto y marcó un número en el disco del teléfono y le pidió a la operadora que le comunicara con el Obispo.
“Es preciso que nadie más lo sepa. El Episcopado no tiene un centavo para otro funeral. Además, piense usted, padre Anselmo, lo ridículo que sería para la Curia salir ahora con semejante equivocación. Seríamos el hazmerreír de todo el mundo“-decía la voz sedosa del señor Obispo.
El reverendo Anselmo asentía con la cabeza las instrucciones que escuchaba con una tos nerviosa. No opinó nada ni nada opuso, hasta cuando después de media hora de oír el monólogo del prelado, sólo hizo una genuflexión al decir la frase final de despedida: “El Señor le gratificará su bendición, Monseñor.”
Entonces el cura, recargado de energía, con un ánimo nuevo tomó la mano de Pompilio haciéndole jurar sobre un crucifijo, en nombre de Dios y de todos los santos, bajo pena de excomunión si faltaba a la palabra, que jamás haría un comentario a nadie de aquel suceso.
Dos horas después, con sendas palas, estaban en la chalupa rompiendo en dos la superficie del agua por el filo de la quilla, con el rumbo puesto al sitio donde estaba el sacerdote muerto. Excavaron una fosa en la orilla donde no subieran las crecientes del río. Después, ambos de rodillas, oraron en un devoto silencio. Cuando terminaron, depositaron el cadáver lo mejor que pudieron, tapándose las narices con pañuelos remojados de un fuerte alcoholado que el cura había llevado. Dos pedazos de madera en cruz fueron colocados sobre su pecho, y con las palas lo cubrieron hasta hacer un túmulo discreto.
De regreso no cruzaron palabras entre sí. Cada cual pensaba algo distinto. El párroco concentraba su pensamiento en aquella mujer de pañoleta gris que nunca se quitó del lado del ataúd y que, cumplida las exequias, de la puerta del cementerio desapareció tan misteriosamente como había llegado. Quizás ella tenía la clave de la identidad del ahogado que suplantó al reverendo Emérito Bayona, natural de Salazar de las Palmas. Por su parte, Pompilio se concentraba en pensar en la ironía de destino para con el cura ahogado quien en su vida de pastor había oficiado misas y rogativas por el alma de los muertos y la salud de los vivos, había acompañado con sus responsos hasta la propia sepultura a los difuntos de su feligresía, y que, a él, salvo ellos dos, nadie más diría una plegaria allí por su descanso eterno, ni nadie sabría jamás el sitio de su tumba.
Adivinando en lo que venía ocupada la mente de Pompilio, el padre Anselmo dijo después de un hondo suspiro: “Son los inescrutables designios de Dios”.
Casa de campo Las Trinitarias, Minakálwa, (La Mina) territorio de la Sierra Nevada, agosto 28 de 2016.
Por: Rodolfo Ortega Montero.