Él era el hombre que más sabía sobre el río, tanto que aún se afirma que no nació en una de sus orillas, sino que fue ‘parido’ por el Magdalena. Pero no solo se dice que era su madre, también que fue su tumba.
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Anciano y casi ciego, en medio de un atardecer se embarcó en su canoa, bogando partió río arriba. Los que lo vieron aseguran que lo arropó una bruma espesa, frente al barranco del turco Dager, y de ella no volvió a salir. Eso sucedió hace más de treinta años y no se ha vuelto a tener noticias sobre él. Acá quedan sus historias y personas que te la cuentan. Eso me dijo el profesor Pablo Emilio Jiménez cuando sentados en el atrio de la iglesia me habló de Lonchito.
La primera persona que escuché pronunciar el nombre de este pescador fue a Guillermo Melgarejo. Lo hizo en una conversación que tenía con mi padre, una mañana que fue a comprar papel sellado en la Oficina de Recaudación de Impuestos Nacionales. Yo era un niño, pero no se me olvidó la cara de incredulidad que tenía papá mientras lo escuchaba narrar las proezas del pescador. Después, siendo adolescente, conocí algunos detalles de su existencia en la piedra, ubicada en la esquina de Plutarco, donde iba a conversar con personas mayores de edad.
Pero fue en una Semana Santa, en mi juventud, cuando nació la inquietud por saber sobre este pescador y sus historias, entre ellas el haber capturado con su inmensa atarraya los pescados de mayor tamaño en el río Magdalena y en algunas ciénagas. Atarraya que por su extensión jamás volvieron a tejer en toda la cuenca del río y sus afluentes.
Estas y otras historias me llevaron hasta donde Antonio Santander, a quien una tarde lo había escuchado en la loma de la escuela para niños referirse a este personaje. Fue un domingo de resurrección, después del mediodía, cuando llegué a su casa, lo encontré ensillando el burro para irse a pescar en compañía de su hijo Donaldo Avelino. Antonio, sin saludarme, dijo: voy para la ciénaga de La Brava porque debe estar sola. ‘Simpatía’ y ‘Muñe’ que no salen de ella pescando están tomando ron en el pickup de Mañe.
Entonces, mientras lo veía meter la atarraya en un saco y escuchaba a Donaldo decirle que si él era el único que estaba obligado a acompañarlo porque ahí estaba Gerniver, enamorado, con la cara larga mirando para la tienda de Linde; le comenté sobre la investigación que ese día emprendía. No me respondió, salió en el burro y yo me fui detrás de él, entonces, casi al doblar por la esquina de Lino Tapias para coger hacia el sector de ‘Majayura’, detuvo el animal y me gritó: ahí está José del Carmen Barrios jugando cucunubá en la puerta de la casa de María Díaz, aprovéchalo, él te puede contar sobre ese pescador.
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José del Carmen me atendió recostado en una pared de la casa de bahareque de Juanita ‘Tía’, frente a la vivienda de María Díaz. Me saludó, su aliento era a ron caña caliente, sin embargo, no me prestó atención, estaba pendiente de lo que sucedía en el juego, tanto que me abandonó y se fue a disputar unos balines con José Agustín Salazar para lanzarlos hacia la cucunubá. Después de perder una apuesta con los caimanes (apostadores) regresó, y mirándome, con sus ojos como grillo veranero y sus pestañas como cerdo criollo, respondió:
Me preguntas cómo era él, entonces escribe: maluco, negro, magro y alto. Además, fue el marido de Flor, una palenquera con la que vivió en una casa que quedaba a orillas de la ciénaga ‘La pela del ojo’. Eso me dijo antes de que Rosa Barrios le ofreciera un trago de ron y que volviera a mezclarse con los jugadores de la cucunubá sin despedirse de mí.
VERSOS
Fue al regresar al pueblo, en las vacaciones escolares de medio año, cuando escuché a ‘Mañe’ Ruiz asegurarle a Reinaldo Vásquez, que su tío Pedro conocía la historia de este pescador. Era de noche, estábamos sentados en la esquina de Conchita, después de haber tomado avena y guarapo en el quiosco de Amparo Castillo.
Al día siguiente fui a visitar a Pedro, lo hice en compañía de Julio Manuel Lozano a quien le gustaba escuchar las historias contadas por personajes locales. Lo encontramos sin camisa y abriendo la atarraya para que se secara sobre las ramas de un antiguo árbol de cantagallo. Tras saludarlo, le expliqué las razones de mi visita.
Me respondió, impostando la voz y asumiendo con su cuerpo una postura solemne, tal como lo hacía cuando recitaba sus versos y los de Julio Flórez en la escuela privada de ‘La niña’ Anita Núñez. Nos habló del sonido que se escuchaba en la región cuando este pescador lanzaba su inmensa atarraya hacia el río. Además, aseguró, asumiendo su condición de intérprete del bombo, el redoblante y los platillos de la banda de viento del barrio Abajo que cuando ésta caía en el agua producía un sonido armonioso que casi se podía comparar con un vals.
La amistad que me unía con Abel Castillo y Carlitos ‘El de Olinda’ me permitió conocer las relaciones de su abuelo Miguel Ángel Camargo con el afamado pescador. El día que fui a hablar con él lo encontré arrellanado en un viejo sillón, ubicado en la cocina de su casa. Le contaba a Alberto García, Yesid de la Rosa, Gustavo Medina Osorio y Wilman Rodríguez de un encuentro con un caimán en la ciénaga de Mota. Fue después que ellos se marcharon cuando me habló de sus relaciones, como boga con el pescador.
Fue una tarde, sentados en el barranco amarillo de la ciénaga ‘La Brava’, cuando Osmar García me dijo que Juan Manuel Almanza hablaba de este personaje. Fui a su casa, lo encontré sin camisa, sentado en el patio y debajo de una mata de carácter del hombre. Lo primero que me dijo sobre el pescador fue que lo suyo era andar por el río, por las ciénagas sin temor a espantos porque estaba amparado en sus relaciones con el Magdalena.
Una noche, después que apagaron la planta que suministraba luz eléctrica al pueblo, y mientras estábamos sentados en la esquina de mi casa, le conté a Gustavo Rubiano, Wilfrido Gómez y Dereth Palmera sobre mi investigación. Al día siguiente, desprendiéndose de las consuetudinarias reuniones en la puerta de Isabel Polo, me acompañaron a visitar al telegrafista del pueblo.
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Llegamos a esta oficina, ubicada en un viejo caserón construido diagonal a la iglesia, y nos atendió el telegrafista Francisco Bolaño. Nos contó, al lado de su cartero, ‘El ñaña Orozco’, sobre la relación entre el antiguo pescador y Telecom. Entre las cosas que mencionó estuvo que en tiempos de subienda se ubicaba en cercanías a esta dependencia en espera de un telegrama en el que siempre le comunicaban: “fuga de pescado en río Grande, abajo de El Banco. Alista atarraya, cuchillo, trinche, y vente”.
Con el mismo fin abordé a Luis Pablo Becerra, me basé en la amistad de este con mi padre para hacerlo. Lo visité una noche sofocante y me dijo: “mejor vamos al parque, allá te cuento”. Recuerdo haberle pedido a su hijo José Alfredo que me acompañara, se negó a hacerlo con la excusa que tenía que ver la repetición del programa de televisión donde participaba Pacheco, llamado Animalandia, que era su favorito. Luis, mientras caminábamos hacia el parque, me dijo: “sé en lo que andas”.
Al llegar nos sentamos en la banca larga que estaba ubicada en el centro del parque. Esta era de granito pulido y en el espaldar tenía el nombre de quien financió su construcción en los años cincuenta. Entonces me contó, como si su memoria fuera una fotografía, detalles sobre el atardecer en la que Dionisio se fue y jamás regresó.
Nuestra conversación se interrumpió con la llegada de otros contertulios. Hasta entonces conocía de la existencia de un grupo de amigos que se congregaban todas las noches en torno a la banca larga del parque. Lo que desconocía era que fueran las mismas personas que había entrevistado.
Las vacaciones escolares culminaron y regresé a Barranquilla con el corazón inundado de tristeza al dejar atrás a mi pueblo de calles de arena y casas de palma. Años después volví a mi lugar de origen tras terminar los estudios universitarios. Encontré que el antiguo parque había sido reemplazado por uno con frustradas aspiraciones arquitectónicas modernas. La banca larga había sido destruida por no contrastar con el aspecto que le dieron a este espacio público, eso me comentó Gustavo García mientras hablamos en el quiosco de Enilda Santander. Ya Jorge Gómez y Carlos Ruiz me habían contado que casi todos los miembros del grupo, que todas las noches se sentaban en ella, habían fallecido. Después, el profe ‘Tico’ Ruiz me dio detalles de cada uno de los fallecimientos.
Nelson Medina, el más joven del grupo, era el único que vivía; sin embargo, estaba acorralado por una enfermedad terminal y lucía desmejorado físicamente. Lo encontré sentado en la puerta de su casa aprovechando el fresco de la noche y tras saludarlo me invitó a sentarme, sin embargo, para no romper la tradición local me negué a hacerlo con la excusa de que ya me iba. Entonces, con su infaltable sonrisa, dijo que quería contarme algo sobre el histórico pescador. De inmediato tomé un taburete y me senté a escucharlo.
Dijo que los primeros que hablaron de este personaje fueron José del Carmen Becerra, Emiro Acosta, Moisés Rincón y Manuel Ruiz. Lo hacían, todas las tardes, desde principios del siglo XX, debajo de los sauces llorones que se extendían sobre las piedras amarillas del puerto de El Peñoncito. Lugar donde Miguel Ángel Fontalvo iba siendo un joven inquieto a escucharlos hablar sobre las historias de este pescador.
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Fue este quien lo hizo conocer y lo convirtió en tema importante en las conversaciones del grupo de amigos del parque. Después, en las noches en que no había asuntos locales que tratar, cada uno del presente contaba historias sobre él. De esa manera continuó y se alimentó la existencia del pescador ‘parido’ por el río Magdalena.
Nelson, un día antes de morir me mandó llamar y me refirió: “Apareció ‘Lonchito’, vino a mi casa, vestía un pantalón de coleta marrón claro, una camiseta ‘amansa loco’ color amarillo desteñido, tenía puesto un sombrero de tusa que lucía mohoso y roto, y unas albarcas remendada con trozos de pita. Entró al cuarto y me imploró que luchara por mi vida porque si moría él también desaparecía.
Yo le respondí que me comprometía a hablar contigo para que te encargues de narrar sus historias, las mismas que los miembros de la banca larga del parque te contamos. Estoy seguro de que no lo dejarás morir”.
Por: Álvaro Rojano Osorio.