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Leandro Díaz Duarte, juglar de juglares (In memoriam)

Giomar Lucía Guerra Bonilla

Durante su vida el maestro que veía con los ojos del alma, nos brindó perenne deleite con sus canciones, su picardía y buen humor. En su niñez, mientras los demás jugaban, él recostado en un taburete bajo un árbol, pensaba cómo se manifestaban los distintos fenómenos de la naturaleza. Palpó lo que es la tierra desértica y la fértil. La primavera y el verano, influencia presente en varias de sus canciones. 

Escuchaba con atención los cantos de vaquería y relatos de juglares de los amigos de sus padres Abel Duarte y María Ignacia  Díaz, que acampaban en la finca en Lagunita de la Sierra, en Barrancas (Guajira), de donde salió a los 20 años de edad, el 4 de octubre de 1948. No faltaron los cuentos, leyendas y canciones de la tía Herótida.

En Tocaimo aprende a parrandear, a escuchar y a cantar a la orilla el río del mismo nombre donde compuso una de sus más bellas canciones.Después su vida transcurrió entre Chimora (Codazzi) y  Hato Nuevo (Guajira). Jamás pensó que la armónica, regalo que le hizo un amigo por el año de 1949, sería decisivo en su porvenir. Cierto día llevado por la nostalgia, decidió tocarla y  percibió que la melodía era parecida a la del acordeón que deseaba tener. 

En 1955 llegó a  San Diego y gozó del aprecio de la gente. Allí conoció el amor de su vida Helena Clementina. Entabló amistad con Andrés Becerra y el Negro Calderón. Allí conoció al guitarrista Hugo Araújo, a Juan Calderón y a Antonio Brahim, con quienes conformó el grupo musical denominado “Las tres guitarras”. Al adquirir Juan Calderón otros compromisos, Leandro organizó un conjunto de acordeón con Antonio “Toño” Salas. En Valledupar vivió sus últimos años.

Sus sueños, penas y alegrías las ha traducido en inspiradas plegarias con variados matices. Son sus canciones  expresadas en vívidas experiencias amorosas, extraídas del encuentro con sus musas, que cuando no es correspondido se tornan en líricos requiebros amorosos, sin perder la fluidez y belleza del lenguaje que desborda la imaginación, legado traducido en su profunda y diciente expresión  literario-musical, como un arcoíris en las notas del variado pentagrama de sus canciones.

“Yo creo que Dios no me puso ojos en la cara, porque se demoró poniéndomelos en el alma”

Están además la  del entorno natural en el que creció y se desenvolvió su vida, las de contenido social donde clama por los desposeídos (Dios no nos deja, La sombra de un niño, El cardón guajiro), traducidas en bellos mensajes adornados con calidez poética.

Al amigo, al que no le cumple las promesas, echa mano de la picaresca para mostrar su ingenio e innato sentido del humor,  desquitándose como el mejor gladiador, pero sin resentimientos. 

Entonces su fina ironía echa “puyas,” que  hacen brotar sutiles sonrisas, como en “El negativo,” donde se refiere a todos los que le prometieron desde un chinchorro hasta una casa y no le cumplieron: “Fue Diomedes el que comenzó con su chinchorro de cabuyita, me compré un par de manilitas y el chinchorrito nunca llegó…” 

  • “El mejor premio que Dios me dio fue regalarme el don de ponerle música a mis sueños”.

 

 

 

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