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La cara oculta de Colombia

Hasta de las grandes tragedias se pueden obtener resultados positivos; al mundo le estamos viendo su cara oculta donde la luz de la verdad nunca había llegado y lo que veíamos de ese lado era lo que artificiosamente nos mostraban medios y grupos dominantes; el astigmatismo socioeconómico era perfecto.

Pero nos interesa, sobremanera, conocer ese lado de Colombia, la más feliz, la de la raza cósmica, la segunda con mayor biodiversidad del mundo, la demócrata, la mejor amiga de los EE.UU., en América Latina y hoy miembro de la OCDE, club exclusivo de los países ricos. Somos la 39ª economía del mundo (FMI), una carta para mostrar.

De nuestro país conocemos muchas cosas malas con las cuales ya estamos familiarizados y por eso las banalizamos; por ejemplo, sabemos que tenemos el 12° salario mínimo mensual más bajo en América Latina y el 60° en el mundo, que el índice de transparencia internacional es 86/180 (1 es lo mejor), que el de competitividad es 57°; sabemos que Colombia es el país con el mayor desplazamiento interno del mundo y el de mayor número de desaparecidos y que vivimos de la informalidad, que somos el tercer país más desigual del planeta; sabemos que tenemos un sistema electoral putrefacto y que, en general, los poderes político, económico, legislativo y judicial están cooptados por la mafia, amén de otras vergüenzas más que, de suyo, clamarían por un revolcón institucional.

Esta es apenas la carátula de nuestros problemas. Pero el COVID-19, que ha escrutado lo más profundo de nuestras alcantarillas, nos está mostrando la cara oculta en su verdadera dimensión, estamos viendo la gran fragilidad del pueblo colombiano, su futuro irredento, sus maquilladas cuitas, sus frustradas esperanzas y su eterno suplicio.

El diagnóstico es espeluznante, estamos a años luz de la felicidad, no esa de los rankings publicitarios, que no sabemos quiénes los hacen, sino la mínima a la cual cualquier humano pueda aspirar. Con un nivel de ingresos como el nuestro, no estamos preparados para afrontar una calamidad de corto plazo y solo el 2.3 %, la clase alta, podría defenderse; el resto, los que ganan menos de 4SMM, no tiene como enfrentar un mes aislado, muchos en la calle.

Estamos acostumbrados  a vernos por estratos, sutil y fantasiosa división social: pobres, vulnerables, media (todos pobres) y alta o de ricos. Del total de los colombianos, el 61.5 % gana 1SMM o menos. ¿Quién, así, podrá ahorrar para las contingencias? La mayoría no aguanta ni un huracán de una hora.

Además de la pobreza, que es estructural, la pandemia puso al descubierto nuestro precario sistema de protección social, nos cogió sin una infraestructura hospitalaria adecuada; la atención a los contagiados se ha soportado solo en el patriótico compromiso de los médicos y personal auxiliar, incluso, a expensa de sus vidas; es como volar en átomos. Y, a pesar de que las pandemias ocurren, nunca se había hecho siquiera un simulacro, estando ya frente a una desde finales de diciembre. Conocíamos la indolencia de la clase dirigente y la voracidad ilimitada del sistema financiero pero ahora hemos visto que son buitres carroñeros que pisotean sus cadáveres.

El coronavirus es un campanazo de alerta sobre un nuevo orden económico antropocéntrico y ambiental. Las categorías de la vida tienen que cambiar.

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