Por: Marlon Javier Domínguez
La Iglesia, para ayudarnos a la meditación de todos los misterios de la fe, divide el año en cinco partes (tiempos litúrgicos) y, como Madre y Maestra, va guiándonos por el camino de la contemplación de las maravillas que Dios ha actuado en la historia.
En el tiempo de Adviento se nos insiste en la necesidad de prepararnos para celebrar el Nacimiento de Jesús y para esperar su segunda venida al final de los tiempos; a continuación celebramos la Navidad y nuestros ojos se fijan en la humildad del Dios hecho hombre que quiso nacer – por amor a nosotros – en una pesebrera; entonces, en un primer espacio de tiempo llamado Ordinario, comenzamos a meditar la vida pública de Jesús, sus enseñanzas, sus milagros, y buscamos en sus palabras la luz para nuestros pasos; acto seguido nos introducimos en la Cuaresma, cuarenta días que tienen como objetivo prepararnos – a través de la oración y la austeridad – para celebrar el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor; es así como llegamos a la Pascua, tiempo en el que explotamos de gozo porque ¡“Cristo, nuestra Pascua, ha resucitado”! y descubrimos que nuestra existencia no está condenada al sepulcro, sino que late en nosotros una vocación de eternidad.
Antes de iniciar nuevamente con el Adviento celebramos la segunda parte del tiempo Ordinario, llamado así no por carecer de importancia, sino por conmemorar las cosas que de ordinario ocurrían en la vida de Jesús. Adviento, Navidad, Ordinario, Cuaresma y Pascua son los tiempos en los que la Iglesia divide el año, para guiarnos pedagógicamente en la contemplación y meditación de nuestra fe.
El pasado domingo, con la Solemnidad del Bautismo del Señor, iniciamos el tiempo ordinario y hoy, al iniciar la segunda semana, se nos narra en el Evangelio el primer milagro obrado por Jesús: La conversión del agua en vino en las Bodas de Caná. El escenario, una fiesta; la ocasión, un matrimonio. Jesús fue invitado con sus discípulos y María, la Madre de Jesús, estaba también allí. El hecho de que, en mitad de la fiesta, se acabara el vino ha sido interpretado por muchos como el final de la alegría para la pareja de recién casados, y no es descabellado pensarlo, si se tiene en cuenta que la Escritura es consciente de la alegría que causa el vino en el hombre: “¿Qué es la vida para quien le falta el vino, que ha sido creado para contento de los hombres?”, declara Eclesiástico 31, 27. Apartándome de esta válida interpretación, miraré simplemente los hechos.
El vino se acabó y aún no era momento de que acabara la fiesta, y seguir una fiesta sin vino era inconcebible. El día más importante de la vida de aquellos esposos estaba siendo empañado por la falta de licor: no tenían qué brindarle a sus invitados aunque, sin duda, ya les habían brindado bastante. Su preocupación es justa, ¡es su fiesta de boda, están allí todos sus amigos y familiares, pero ya no tienen vino! Entonces aparece una figura que, si bien no es la central del relato, reviste una particular importancia: María.
Ella nota la preocupación de los esposos y la causa de la misma y acude a Jesús, consciente de que sólo él podría ayudar: “No tienen vino”, le dice… y no se desanima por la respuesta en apariencia displicente de su hijo (“¿Qué tengo yo que ver contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora”), sino que indica a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”. ¡Y Jesús obra el milagro!
¿A quién, bajo la luz de la evidencia, se le ocurrirá afirmar que en este relato María no intercede ante Jesús por los recién casados?, ¿Quién osará decir que la intervención de la Madre de Jesús no fue crucial para la ejecución del milagro?, ¿Quién afirmará, teniendo entre sus manos el sagrado texto, que María es sólo una convidada de piedra en la historia salvífica?, ¿Quién podrá decir con verdad que María pretende usurpar el puesto de Jesús o que honrar a María es ponerla en el lugar de Dios? ¡Santa Madre de Dios: intercede ante tu Hijo, nuestro Señor, por todos los matrimonios, los niños y niñas, hombres y mujeres de todos los pueblos de la tierra – aunque no se fíen de tu amor de madre o aunque abiertamente te rechacen – para que hagamos siempre lo que dice Jesús y podamos ver en nuestra vida verdaderos milagros.