“Tan bueno y tan noble como era mi padre…” (Camilo Namen)
Han pasado veintiún años desde aquel día de la degollación de Juan el Bautista, patrono de Cotoprix el pueblo donde nació fecha escogida por Dios para llevarse a Evaristo mi padre para que estuviera junto a él y no con nosotros dejándonos sin faro y ni guía intelectual y espiritual, y cada vez lo extrañamos mas porque no había un asunto sobre la administración pública o sobre la vida sobre la cual no tuviera el consejo, la instrucción o el concepto preciso.
Era mi viejo, un autodidacta intelectual a quien le cabía el país en la cabeza, y para entenderlo fueron suficientes los tres años de educación primaria que pudo cursar, lo demás lo aprendió con la voluntaria lectura y su trasegar en la sastrería, la política y la gestión pública la que conocía como la palma de su mano y ejerció con humildad y sin aspavientos sin cambiar nunca con su familia ni sus amigos.
Se fue como vivió, lleno de gozo porque sabía que iba al encuentro con el eterno padre y con la inequívoca convicción que su buen nombre aquí quedaba en buenas manos en cabeza de los hijos que formo a su imagen y semejanzas y sin duda con la frustración de no haber conocido los nietos que yo habría de darle porque cuando fui al altar ya no nos acompañaba, pero también se fue con la seguridad del respeto y la reverencia que en vida le prodigamos, al extremo que cerró sus ojos para siempre sin que yo hubiera sido capaz de tomarme un trago de licor en su presencia.
Papá y Mamá nos enseñaron a creer en Dios, a servir a la gente sin esperar contraprestaciones y recordándonos todos los días la historia de dos hombres, uno que era tan loco que todo lo daba y mientras más daba más tenia, y el otro que era tan pobre, que lo único que tenia era plata, para significar que había que compartir con quien necesita y que la verdadera riqueza no está en el dinero sino en la educación, porque con él se compran muchas cosas que se acaban pero no la inteligencia.
Gracias a la formación austera y a su ejemplo nos sentimos orgullosos de haber nacido en el monte en un lugar que no aparecía en el mapa de Colombia pero que era ya muy famoso por la honestidad de su gente todos familia por una punta o por la otra, allí despertábamos temprano con el canto de los gallos y por las tardes disfrutábamos el olor embriagador a tierra mojada de los manantiales cercanos, y anochecíamos con la luna grande y clara, no teníamos servicio de energía pero se tenía una excelente educación, estudiábamos con velas y lámparas de querosín y los maestros virtuosos, con el alma, con tiza y las uñas nos preparaban para la lucha y la academia.
Ante la dura realidad que no podemos cambiar con los deseos, repetimos las palabras que el ladrón le dijo a Jesús: “Ayúdame, acuérdate de mí en mis últimos momentos. Ayúdame en aquella hora por la fuerza de tus armas que son los sacramentos, que desciendan sobre mí las palabras de la absolución; que el oleo sagrado me unja y me selle que tu propio cuerpo me aliente y que tu sangre divina me lave; has que María, mi madre dulcísima, se incline sobre mí, que mi ángel de la guarda pronuncie cerca de mis oídos palabras de paz, que mis santos patronos me sonrían; con ellos y tus oraciones, dame señor el don de la perseverancia, que en fin pueda morir como he deseado vivir, en tu fe, en tu iglesia, en tu servicio y en tu amor. Amén!”